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Las campanillas de los jacarandás de la Plaza Mitre, tapizan las veredas de la Iglesia, del Social, del Hotel y de la Intendencia.

Recién bañado; el pelo limpio y alisado a puro fijador Lord Cheseline de la frente a la nuca, el cuello perfumado con Old Spice [y un pañuelo de seda café anudado ‘a lo gaucho’], los pantalones beige estilo Saint Tropez [de tiro corto] que elegí en la boutique de Minino González [al lado de casa], un cinturón finito de cuero al tono [del Arca], la camisa color crema de estampado búlgaro ocre y marrón [de Rhoder’s, en una Calle Florida que todavía no es peatonal]; en la muñeca, el novísimo reloj de oro 18 kilates Girard Perregaux Gyromatic 39 rubíesarrancado de la vidriera del negocio de papá, Joyería Pezzini, sobre suaves mocasines de cabritilla color miel [de Guido, en la calle de ese nombre, Capital Federal] sin medias, rumbeo a lo de Vega, después de una tarde entera en el Regatas; los músculos tensos de remar y nadar, la piel tirante de tanto sol. Un caquero.  

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En la frescura de la noche joven, todavía el aroma a tierra mojada sobre el asfalto, después de los chorros del doble abanico invertido del regador [una mezcla de agua y un poquito de desinfectante ‘Fluido‘].

Los coches [muchos, cero kilómetro; ¡brillantes!] estacionados a cuarenta y cinco grados [pero abiertos, sin llave] a lo largo de Santa María de Oro, de San Martin, de Rodríguez y de Anchorena —los mismos que antes se embotellaron en las cuatro esquinas de la plaza, dado su pueblerino destino circular.

Las mesas de afuera de Las Naciones acaban donde las de Viale las detienen: de esquina a esquina, vermouth Cinzano con fernet Branca y soda. El picoteo de aceitunas, queso gruyére y salame picado fino se exhibe sobre las mesas en ‘tréboles’ de aluminio, acompañado de algunas rodajas finitas de pan francés tostado que, de sonrisa seductora y diestra bandeja, sirviera Paul Newman Panzera.

En lo de Willi, detrás de los cristales de las tempraneras vidrieras navideñas el trencito eléctrico transita sobre los rieles de acero un viaje elíptico que no tiene fin.

Me detengo un minuto a decir hola a los muchachones de cigarrillo en los labios —Apoyados en los parapetos de los ventanales de La Suiza [todas las mesas están ocupadas], encuentro a El Burro Santagati, Hugo Ottina, Pulido, Mili y Julio Genoud, Rubén y Coqui Coria, Pepe Lauría, Juanchi Balladori, El Jubilado, El RengoYambi Chiapara, Huguito Marino, Teófilo y Gustavo Lenguitti.

Parados sobre el umbral de la entrada principal del café, —tan indiferentes frente al destino como Edipo, el Rey de Tebas— el Masca Bonini, Mole Grasso y Cali Díaz conversan y ríen su alegría nocturna: años después, los dos primeros perderían la vida como consecuencia de un trágico accidente automovilístico, que sucedió mientras circulaban por San Pedro en el Falcon gris del padre de Mole. En el Hospital Fernández, Cali, incólume, fuerte y estoico, «amigo de fierro hasta la muerte», permaneció sentado junto al lecho postrero de Mole durante largos días y noches de dolor y de agonía. Así lo acompañó hasta el momento final de la partida. En una fatídica madrugada que jamás se extingue en mi memoria, yo mismo vine a ser un mensajero. Fui a llevar la noticia inconcebible al padre de Masca [este amigo falleciera en el fuego mismo del vehículo incendiado], y allá viajamos los dos juntos, el progenitor lloroso y yo, al pueblo vecino en mi coupé sport VW-Porsche Puma brasileño, a retirar su cuerpo de la morgue.

Cuando ya estoy por proseguir mi marcha hacia lo de Vega, del bar emergen El Marciano Capriglioni, Polito Capitanelli, El Amarillo Bottaro [que una vez «casi» me salva de que alguien ‘me llenara la cara de dedos’, cuando yo todavía estaba en el primer año de la secundaria], Eduardo Chicar, Pinceleta y El Caballo Pontalti, David y El Pájaro Albertarrio. . . et alles habitués de siempre. Todos observamos a Enriquito Genoud que pasa despacito, pegadito a las mesas alineadas por el cordón de la vereda. Va de capota baja con ‘una de sus minas’ —Beba [sampedrina]—, en el Triumph convertible verde inglés de ella. Los ojos de la barra lo siguen en silencio. De brilloso cabello azabache, lacio y rebelde, Reinoso [que jamás se sienta con nosotros: vive de pie], nos amonesta con su aguda ironía demencial y sus ojos sabios y profundos: “Ustedes vuelan, queridos. ¡Aterricen pajaritos!” 

Continúo mi camino. En la cuadra siguiente, aún casi vacía [en la que un día vivirán mi hermana Pupi y Goro], hay tan sólo tres locales comerciales: el Café Bonafide de Bermúdez, la Florería Amancay y la Zapatería Bertol. A lado, el comité del Partido Radical del Pueblo ha blanqueado con cal el frente de ladrillo visto: este mes debe venir Balbín.

Cruzo la calle hacia la próxima ochava. A ambos costados de las puertas de entrada a la despensa de Naldo Genoud, los cajones se han colmado de fruta fragante.

Enfrente, los adustos trajes negros de Ñaró —que ofrece Don Armando Lenguitti—, en ambas vidrieras se perfilan como deudos en un velorio.

Desde aquí ya oigo el saxofón: El Conde Ursi —sentado a ‘su mesa’, a la izquierda de la entrada—, le habrá dicho a Fatiga: “Gordo, un doble Old Smuggler con tres cubitos . . .  y Fausto Papetti, s’il vous plait”.

Subo los tres escalones y [como si fuera hacia un saloon del Far West] empujo la doble puerta vaivén de lo de Vega, listo y dispuesto a internarme en un smog de rubios Jockey Clubs King Size y Particulares negros sin filtro —donde ocurre la algarabía cuyo significado será mi sino descifrar.

Gracias a la vida.

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Río de Janeiro, Brasil, mayo de 2014 – New York, EE.UU., noviembre de 2017

  • Imagen 1. La cuadra de Santa María de Oro donde se hallaba el Bar Vega.
  • Imagen 2. El Girard Perregaux Gyromatic, de 39 rubíes y chassis/caja de oro 18 kilates.
  • Imagen 3. Una fotografía profesional de El Mono Pezzini joven [un headshot de cuando era modelo de Bloomingdale’s, New York City, EE.UU.]. La toma es un trabajo del artista portugués Manuel Bruges, quien vive y tiene su estudio fotográfico en Tokio, Japón.

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3 COMENTARIOS

  1. Qué dicha la tuya, poder recordar con tantos detalles.Es un volver a vivir!

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