Darío Cvitanich. Foto: LA NACION / Rodrigo Néspolo

A los 32 años, el delantero volvió al fútbol argentino y al club en donde comenzó su carrera

A los 15 años, Darío Cvitanich tenía solitaria compañía: una mochila sobre su espalda, que lo acompañaba las cinco horas que viajaba desde Baradero, su casa, hasta Luis Guillón, la pensión de Banfield . Tenía, también, una ilusión: convertirse en futbolista para cumplir el sueño de ayudar a su familia. Ni goles, ni títulos. De lunes a viernes, dormía en la pensión; los fines de semana, en su cama. Así, durante cinco años. «Muchas veces iba y volvía a dedo, porque no había plata. Y otras veces, en tren y colectivo. Iba solo con el chofer; me dejaba a unos 500 metros y me daba miedo, estaba todo oscuro. Corría para que no me robaran, era complicado. Algunos chicos lloraban los fines de semana porque vivían lejos. Se extraña mucho: a los 13, 14 años no estás preparado para nada», espía el pasado. Lo espía desde el confort de un magnífico campo de golf, desde un selecto barrio privado. Lo espía, con la barriga llena, para recordar cuándo ni caían monedas de sus bolsillos.

Su familia era de clase media, pero fue muy duro, como para muchos, el 2001. Carlos, su papá, perdió el trabajo como puestero en el campo; María, su mamá, se arremangaba en las cocinas. Darío era aprendiz de futbolista y laburante: en las inferiores, trabajaba en el predio; le pagaban unos 20 pesos por mes por pintar las paredes; con eso, al menos, iba y venía. Pintaba árboles, cuidaba el jardín. Pelotas, pinceles y libros: el quinto año de la escuela secundaria lo terminó en Temperley, en el Tomás Espora. «Era vago… Se me hacía difícil, llegaba tarde a la escuela; rendí libre. Ojo: iba a ir a la facultad de Lomas, pero justo me subieron a primera y me cambió la vida. Me gustaba Relaciones Laborales, pero ahora prefiero la Psicología», se presenta Cvitanich, el que pocos conocen. El emblema que volvió a Banfield, nueve años después.

-¿Cómo hacés para bajar a tierra? ¿Tus nenas saben cómo empezó todo?

-Lupita va a cumplir cuatro años, la tuvimos de un lado para el otro. Empezó su cuarto jardín: ya estuvo en Francia, en México y en Miami. Está creando lazos con la familia, no es nada fácil. Carmelita por ahora es chiquita: tiene 14 meses. Mirá: mi mujer (la modelo Chechu Bonelli) es de San Nicolás y yo de Baradero. Siempre volvemos al pueblo, a casa. Tratamos de inculcarle el barrio. Yo tengo una situación distinta a la de mucha gente; le damos lo mejor, pero siempre hay que contarle que nada es fácil. A veces, me pregunta en Baradero por qué en la calle pasan algunas cosas que en el barrio cerrado no ocurren. Yo no perdí mi esencia.

-¿En qué gastaste tu primer sueldo?

-La plata que empecé a ganar en el fútbol me hacía sentir mucha culpa. Me preguntaba por qué me toca a mí esta realidad, mientras mis dos hermanos mayores (Sebastián y Mauricio) la remaban, tenían que alquilar, no les alcanzaba. Antes de tener mi propia casa, les compré un departamento para cada uno. Y a mamá le puse una pescadería, que todavía hoy atiende en Baradero.

-La culpa. Un clásico de la psicología.

-Empecé a ir al psicólogo por eso. Sentía que tenía que ayudar en todo momento. Porque ellos me ayudaron cuando vivía en la pensión, me daban 50 pesos por mes para mis cosas, mis salidas. Mis amigos son los de siempre, los 15 de Baradero. En Buenos Aires tenía otra vida, estaba en un departamento con dos amigos que estudiaban; me mantenían en su órbita. Pero sí, sentía culpa. Entonces, empecé a pensar más en mí. Me desesperé por irme a Holanda (Ajax) para cumplir el sueño de que tengan el techo. El fútbol estaba en un costado, no me interesaba salir campeón. Me tocó y es una felicidad, sí. Pero iba más allá.

-¿Por qué volviste? Los jugadores no cobran, la crisis no tiene final.

-Me lo pregunta mucha gente: «¿para qué volvés?» Me podría haber quedado a vivir en Miami. Primero, vuelvo porque es Banfield. Por haber vivido esos años en la pensión, sentí que era el momento de ayudar. Desde lo deportivo y desde lo humano. Cuando era chico, el club estaba casi quebrado pero recibía botines, chocolates en Pascuas, muchos gestos, cuando yo no tenía un peso. Mi vieja preparaba una torta y la devorábamos en 20 segundos. Todo era mate, pan y arroz. Iba al hipermercado de al lado y compraba hamburguesas de 15 centavos, para comer algo de carne. Todo eso me marcó, me ayudó a crecer. Los chicos tienen muchas comodidades hoy y pierden el eje. No digo que tengan que sufrir, pero estas cosas te forman como persona, te quedan para toda la vida. Volví para ayudar.

-No sólo te van a pedir que conviertas goles. Además…

-.lo voy a hacer de corazón. Banfield está en crisis, se adeudan un par de meses, por todo lo de la AFA. Hay chicos que viven al día, sobre todo, los que recién empiezan.

Goleador desde las sombras, escurridizo y gambeteador en la cancha, es un libro abierto de sentimientos detrás de escena. Es otro, dice; aunque sigue siendo el mismo. «Si no juego bien, las críticas van a llegar. A los 32 años, lo vivo de otra manera, porque nunca pude disfrutar del fútbol, me costó mucho; no disfrutaba de los vestuarios., pero tomé nota de que no me falta tanto. Hacer goles es fundamental, pero me llenan otras cosas. Comer asados con los chicos, ver partidos de las inferiores. Yo llego a las 7 todos los días y el entrenamiento empieza a las 9. Me quedo con los utileros, con los empleados; tomamos mates, es la misma gente de siempre. El fútbol es una burbuja, algo tan superficial que todo esto te humaniza. Te baja a tierra. Cuando voy a Baradero, me subo a la bici y salgo por ahí. La gente me pregunta si me acuerdo de ellos. ¿Cómo no me voy a acordar de gente que vive hace 20 años a la vuelta de la casa de mamá? Eso es lo peor que te puede pasar.

Muchos son los futbolistas que se olvidan de sus orígenes. Que patean el tablero de la humildad. «Sobrados ejemplos hay. Pero no somos todos iguales. Incluso con los hinchas de Lanús: más allá del folclore, hay buena onda», sorprende.

-Lanús está muy dulce…

-Sí. Es un club que se manejó muy bien. Más allá de ser la contra, le fue muy bien. Es importante porque subsisten del día a día. Ojalá que Banfield también pueda lograrlo.

-¿La crisis existencial de la Argentina no influyó en tu regreso ni un poco?

-El mate, los amigos, los asados terminan pesando. Estoy a una hora de mi pueblo. Vuelvo a estar en los cumpleaños de mis amigos. Volví para sentirme querido, no hay nada más lindo que volver a casa. En Banfield me siento así. El folclore del fútbol se extraña, también. Y si me canso, me iré a vivir afuera. Cuando era joven me fui solo a Holanda, sin saber inglés y con una cultura totalmente diferente. De todo se aprende.

-¿Qué es el fútbol para vos?

-Un laburo. ¿Disfrutar? Disfruto jugar al golf o un cinco contra cinco con amigos, con mis sobrinos. Cuando estás en la cancha, lo tomo con responsabilidad. Disfruto que la gente me quiera, hacer un gol y que coreen mi nombre. Disfrutar del fútbol en sí., no. Es un laburo por el que me pagan. El entrenar, sí. El domingo, no.

-Para muchos, el fútbol es lo único.

-Soy un agradecido. Pero hoy, un chico no juega más por pasión, sino por el último auto o el último celular. Todos somos culpables: los referentes, los dirigentes, los representantes. Compran un auto y ya está. O llegan a la reserva y ya están cómodos. ¿Y después? El fútbol te da muchas cosas, pero te hace perder la infancia y la adolescencia. Y el tiempo no vuelve atrás.

En 2010 estaba en México. Un día de los buenos: había marcado un gol para Pachuca, en un triunfo casero; horas después, el reposo del guerrero en su hogar. Abrió la puerta, bebió una gaseosa, disfrutó de un chocolate, empezó una serie de acción y se dijo., ‘estoy solo’. Cuatro paredes, un celular y un maldito silencio. «Literal. ¿Con quién me abrazo? No quería eso y me volví a la Argentina», recuerda, antesala de su exitosa etapa en Boca. El clic del cambio de paradigma: el profesional y el ser humano son solo uno. «El fútbol es un laburo, más allá de la presión. Cuando llegás a casa, los problemas deben quedar afuera. Antes, perdía un partido y estaba una semana mal. Y es una semana que ‘perdés’ de tu vida. No quería ver a nadie. Ojo, quiero ganar, sí, pero antes está tu bienestar; ahora, mi familia», reflexiona, entre el café humeante y las tostadas tapizadas de queso crema.

-¿Y si el sueño de volver no es lo que esperabas?

-Tenía otras ofertas, pero arreglé el contrato en dos minutos. Sería fácil decirle al hincha «no me podés putear porque yo dejé todo por volver». Si volví es porque acepto todo lo que puede pasar. Todo, todo, eh…

Darío Cvitanich. Foto: LA NACION / Rodrigo Néspolo

La Nación/Deportes

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