Las naranjas que crecen de los árboles del boulevard San Martín (en la vereda del Club Sportivo) son dulcísimas, y no es difícil treparse a los árboles para arrancarlas. Su cáscara es muy finita –es por eso que varios de nosotros llevamos cortaplumas en el bolsillo. A la hora de la siesta, cuando camino por la vereda de enfrente para llegar a la casa de la Señora de Daubián para tocar el Hanón en el piano (que está no en su living, sino en el comedor), el aroma de los azahares es tan intenso que se queda conmigo por el resto del día. Si uno aprieta el pequeño tallo de la campanilla de un jacarandá recogido del suelo en la plaza, suelta un juguito amargo casi transparente. Los coquitos que caen de la palmera enorme frente a la esquina de San Martín y Santa María de Oro (que mamá dice son mini-dátiles del medio oriente), cuando tienen un color bien oscuro son tiernos, carnosos y muy dulces al paladar. La bajada de la Calle San Martín hace una larga curva al final de la colonia de vacaciones, pero después es una recta que va al puerto. No hace falta pedalear hasta llegar a los adoquines. Los parroquianos del bar El portuario me dan miedo, y al doblar hacia la izquierda el camino de tierra que bordea el río lleva hacia la papelera. Pero antes de eso, aparece La vuelta brava que es una zona muy peligrosa, salvaje. Coqui dice que por allí hay que meter pata con todo. En la fonda de Liaudat preparan una vianda que el repartidor lleva en un artefacto compuesto de varios niveles superpuestos de platillos de lata esmaltada azul marino y blanco. En la fonda hay un comedor donde se ve gente sentada que sin duda vino del campo. Es también una pensión para viajantes, y sus ventanas sobre Araoz dan a un caserón que está abandonado desde que nací. Alguien dice que allí se construirá el correo. El zanjón comienza en la Calle Ancha, pero caminando por su ribera se puede llegar hasta el río. Por la Bajada de piedra se puede alcanzar un tablado donde toca una orquesta típica y frente al mismo la gente baila el tango; no recuerdo el nombre de ese lugar. En el Molino Iberia de Rodríguez (que todo el pueblo conoce como La taona), los granos están a la vista en bolsas de arpillera abiertas –sus cuellos, arremangados como las mangas de las camisas de los obreros que salen de Refinerías, y hay mijo, alpiste, maíz, trigo y otros granos que no conozco. Una vez vi una rata corriendo entre las bolsas. Atrás está la molienda, y las máquinas tienen engranajes de madera y poleas que accionan cintas de lona gruesísima. La mujer de Rodríguez tiene un pañuelo cubriéndole la cabeza como a las musulmanas de los Balcanes que aparecen en las fotos de las revistas Life que hay en la mesa del hall de mi casa. La abuela del Marciano siempre está vestida de negro y yo no sé si es muda o no habla por miedo a las ratas. En el Tiro Flowert hay milonga los domingos, y si volvemos de San Pedro a la noche, papá para el Chevrolet ’51 en las sombras para mirar desde las ventanillas del auto, y a través de las ventanas del local se puede ver la gente bailando abrazada. Frente a la barrera, si pasa un tren de carga, el coche permanece estacionado largo rato y lo aprovecho para observar a los gauchos en la puerta de ese bar de esquina que mamá dice “es una borrachería”. Cuando llega el lechero Bohle en su carro tirado por una yegua blanca, me gusta mirar cómo se baja con dos tarros pesados, uno en cada brazo, y —de bombachas plisadas verde militar desteñido, alpargatas bigotudas y boina vasca negra— chuequea por la vereda, parando en cada puerta, donde grita, “¡Lecheroooo!” Le abre una doña con una olla y dice, “Dame dos litros”, y Bohle mide la leche espesa y espumante con un jarrito de grueso aluminio (como el de los tarros grandes) del cual mamá opina que debe tener justo un litro. Ya la italiana Marietta viene en un carro tirado por una yegua muy petiza. La señora italiana corta el zapallo enorme con una cuchilla serrucho que parece aquel que usan los empleados de la municipalidad para podar los árboles de la plaza. De la capota del carro de la italiana, cuelga una balanza de contrapeso (que mamá dice que “miente”) para pesar la fruta y los vegetales. Una vez me regaló una manzana, era deliciosa. Su hijo viene a casa a matar el conejo con el que mamá hará un guiso, también delicioso. Don Macieri viene en sulky y vende mandarinas y naranjas. Es el único vendedor que anda siempre uniformado – un traje gris de saco cortito y ajustado, y un sombrero negro que luce beige de tanta tierra. Nunca se baja del carruaje, entonces papá tiene que cruzar la calle y llevar una bolsita de lona para poner los cítricos que Don Macieri celosamente cuenta – las docenas de seis en seis con sus manos gruesas y callosas. Nunca me regaló nada. Mamá dice que la mujer de Don Macieri no conoce el pueblo porque él “jamás la sacó de la quinta”. En las paredes que circundan las puertas de la tienda de Pulido, cuelgan bombachas batarazas y chambergos de ala ancha como los de los gauchos que arrean las vacas de mi tío Nito. En la vereda hay una montura criolla de cuero lustrado con borrenes de alpaca sobre una silla de madera y paja. Pero sobre la vereda de la peluquería de la Negra Ramírez, hay argollas de hierro para atar caballos (y su suelo es de tierra apisonada, en la que los animales más empacados repetidamente cocean, bufando y sacudiendo las cabezas —haciendo sonar los frenos y bridas con un sonido musical que me gusta mucho), pero la mayoría de los jinetes que atan esos potros chúcaros a las argollas no va a la peluquería de la Negra (que es “para damas”, dice el cartel): van al local de la Feria de Tapia, en la vereda de enfrente. Los veo cruzar la calle, a veces tienen cintos de monedas de plata, una rastra sobre la pronunciada barriga, y un facón enorme diagonalmente atravesado en la cintura, a sus espaldas, el mango casi cubierto por la corralera. Para ir a San Pedro los domingos, antes hay que escuchar el pronóstico del tiempo porque si llueve, la ruta 9 (que es de tierra desde Campana en adelante: si uno viene de Buenos Aires allí acaba el asfalto), se pone “imposible de tan impasable”, como dice mamá. Cuando suben las aguas, las vacas se amontonan en los islotes que sobreviven en la superficie durante la creciente, en los bañados del Tala, a la espera de los arreadores que las traerán a los camiones jaula que se alinean estacionados en las banquinas, cerca de los varios puentes angostos, donde de vez en cuando alguien se estrella contra las barandas (como Guinea, pobrecito), y después hay flores y cruces blancas de madera o negras de hierro forjado en el lugar del accidente. El único que vende espuelas en el pueblo es Jano Melchiori, en su joyería, pero Descalzo y papá venden facones, rastras, y mates con sus bombillas –todo de oro y plata. Quien vende diarios es Don Ramón. Pasa por la calle con sus antiparras de vidrio opaco (como las de soldar que usa el chapista que arregla el auto de papá cuando lo choca) porque es ciego. Don Ramón es tan ciego como el Cieguito Amartino; este último siempre de traje impecable y sombrero de fieltro, el ala chanfleada a lo compadrito, sobre la ceja izquierda. Don Ramón lleva una enorme bocina de metal por cuya embocadura grita “¡Diario! ¡Diariooooo!” y otras cosas ininteligibles que mamá dice son las últimas noticias. Lleva los diarios colgados de una bandolera hecha de una cinta ancha de cuero que le cruza el pecho, atravesada desde el hombro hasta la cadera opuesta. Usa también una gorra negra de visera tipo militar (mamá dice que se la debe haber regalado algún guarda de tren) como la de los vigilantes que soplan sus silbatos por las esquinas vacías y silenciosas del pueblo durante la larga noche invernal. Ese es el último sonido que oigo antes de dormirme (a veces, según el viento, puedo oír a lo lejos también el silbato de algún tren de carga, y el traquetear distante de las ruedas sobre los rieles. Erre con erre, guitarra / erre con erre, carril / como ruedan las ruedas / del ferrocarril). Para dormirme evito pensar en La llorona, El viejo de la bolsa, La Teresona, María Belén, La Tota o Maceta, porque de lo contrario tengo pesadillas y mamá tiene que encender el velador y venir a sentarse en mi cama. Al despertar lo primero que oigo es el canto de los gallos en los patios vecinos, y uno que otro pájaro en los cables del telégrafo que corren a lo largo de las cornisas de Santa María de Oro. También es mamá quien me lleva de la mano a la Escuela Número uno, cruzando la plaza en diagonal (¿por qué el San Martín de bronce en “el cóndor” es tan gordo y bajito? En la lámina del salón es mucho más lindo. Alto y marcial y elegante). Si llueve y meto los pies en un charco de los que se forman con la lluvia durante la noche, ella me traerá de regreso a casa, porque si me quedo en clase con los pies mojados me engriparé.

Meto los pies en el charco más hondo de la plaza.

Hugo Pezzini – Río de Janeiro, 25 de junio de 2014

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