Se baja del colectivo del lado de afuera, sobre la vereda del Boulevard Thomas Edison o, como el pueblo lo llama, el Boulevard de la Estación. El poste pelado y solitario indica la parada del colectivo de Rossi. Es por ahí mismo donde se transpone la entrada hacia la playa de estacionamiento, por una abertura imaginaria con el formato de una puerta doméstica que perfora el tapial natural que crea la fila de árboles que existe detrás del refugio.

Este último constituye una simple construcción de mampostería con un largo banco embutido del mismo material que lo recorre internamente, y tal vez en una fría noche de lluvia sirve de lecho a un linyera solitario. Los altos árboles (¿tipas?) ofrecen una sombra sólida a los coches que han estacionado al amanecer aquellos que hacen un viaje a ciudades cercanas, o aun a Buenos Aires o Rosario, y allí los dejarán hasta su retorno en alguno de los varios trenes nocturnos que llegan del norte o del sur. 

Se cruza entonces esa playa de aparcar automóviles, tapizada con un pedregullo blanco-grisáceo que se queja bajo los pies con un sonido agradable y hace de cada paso una experiencia mullida. La roca triturada se ofrece como alfombra mineral en demostración de respeto. Es un tapiz pétreo que le rinde homenaje y acata el honor y rango de aquella o aquel que parte o arriba. Es una reverencia al carácter singular de la viajera o el viajero. Rinde tácito honor a aquellos parten y llegan.

Se asciende entonces el pronunciado escalón hacia el piso de material de la estructura arquitectónica de la estación. Este debe sortearse por medio de una amplia flexión de la rodilla para poder levantar bien alto la pierna. Es un paso que se dificulta por el peso del par de maletas o de bolsos que porta el transeúnte, pero con este gesto el peatón se eleva de forma literal y metafórica a una condición superior. Por medio de este movimiento físico, ella o él se deslinda de su cotidianeidad. Logra acceso al primero de los dos umbrales que conectan esta edificación al resto del mundo. Una vez que apoya las plantas de los pies sobre este piso de enormes lajas de cemento protegido por un alero, está de forma concreta y oficial en la Estación Ferroviaria de la Ciudad de Baradero.

Este umbral constituye por su función misma una suerte de “andén interno” al que llegan —o del que parten— esos seis o siete taxis que tienen como recorrido regular el trayecto entre la estación y la parada de la Plaza Mitre — frente al Hotel de las Naciones, en la vereda misma del kiosco de Piriti. Desde allí viajan esos coches de plaza (el Siam Di Tella de Touzet, el Chevrolet 38 de Belesía, el Ford 40 de Lafont) hasta las enormes puertas de madera y vidrio pintadas de azul marino que se abren en el frente de la edificación inglesa de la estación, para que el pasajero ingrese y se dirija hacia el orbe.

Mujeres acceden a la playa en sus automóviles y frenan bruscamente para dejar frente al escalón a los maridos que viajan. Hombres abren las puertas de sus coches lustrados para dejar a la mujer con un par de amigas —quienes viajan a comprar un vestido en la Avenida Santa Fe, en un viaje breve de ida y vuelta en el día. Tal vez, una vez allá en Buenos Aires, detendrán su trajín tan sólo uno o dos minutos en la oficina de Teléfonos del Estado de Maipú y Avenida Corrientes para llamar a Baradero e informar a sus respectivos maridos o novios “Llegué bien, querido”, y colgar rápidamente —porque la llamada a larga distancia desde una cabina telefónica pública no es nada barata. 

Y por supuesto, cada quince minutos, una larga fila india camina el pedregullo de la playa de estacionamiento, cruzando desde el refugio hasta el andén interno, cuando llega el colectivo cuadrado de carrocería de madera de la Empresa Rossi. Son los pasajeros que han descendido de ese vehículo para transferirse a aquel otro que se desplaza sobre vías ferreas.

Una vez traspuesta esta entrada, esta mujer o este hombre es invadido por el olor a cigarrillos fumados y al acre olor más antiguo de los puchos fenecidos sobre la arena de las dos o tres salivaderas de loza esmaltada blanca con ribetes azul marino —distribuidas de modo estratégico en ese hall de pasaje, que cuando llueve se transforma en sala de espera de gente húmeda, humeante e impaciente. El olor a tabaco se mezcla con los aromas varios que impregnan las ropas de los viajeros —el natural de sus propios cuerpos, sudorosos de ajetreo, ansiedad e impaciencia— y de los perfumes aplicados en pulsos y cuellos, el último gesto antes de salir de casa, listos para el viaje.

A la izquierda de este espacio, se abre la ventana con rejas de bronce en la pared de tablones de madera pintados al esmalte sintético color azul brillante. Es la boletería: existe en ella una pequeña abertura inferior con forma de arco —acuencada en la base de madera por tanto deslizar las monedas que el pasajero y el funcionario se empujan mutuamente en una transacción de compra-venta. Es por esa cuenca en la madera que los dedos de quien adquiere se deslizan hacia adentro para entregar los billetes, a cambio de los cuales el funcionario ferroviario despacha el boleto y entrega las monedas del vuelto, hacia afuera. Las manos del cajero emergen de un par de mangas protectoras artificiales de paño negro, elastizadas en los bíceps, de donde a su vez brotan hacia los hombros las mangas “reales” de la camisa blanca impecable que viste el hombre. El viajero deja la ventanilla con un rectángulo de cartón grueso. Fue prensado por una máquina que estalló sonora cuando el cajero le introdujera este boleto en las fauces para que su mandíbula mecánica lo mordiese, imprimiendo de esta forma la fecha del día en bajorrelieve, para impedir su reutilización fraudulenta. Emociónase el o la que va a partir al ver los largos números de serie en tinta negra y las palabras mágicas BARADERO – RETIRO / IDA Y VUELTA en el bajorrelieve. 

Contra la pared del lado derecho del jol se apoya un banco de plaza de madera dura, pintado en color verde o bordó. Allí se sientan un par de señoras. Una de ellas es la abuela o madre madura que ofrece su regazo al niño que duerme. El niño descansa su cabeza sobre esas mullidas piernas –las del pibe, en cambio, cuelgan verticales, de medias nuevas hasta las rodillas y zapatos lustrados por papá esa mañana. El cuerpo infantil curvado e inmovil, refiere a los pasajeros que esperan de pie en ese jol, a un vago y casi inconsciente recuerdo de los sauces que mojan su cabellera en las aguas quietas de la bahía, frente al Club de Regatas.  

En el interior propiamente dicho de la estación, o sea afuera, se hallan los dos andenes externos que bordean un doble par de vías férreas que corresponden a ambos sentidos del tráfico de los ferrocarriles. Las dos plataformas de cemento se conectan, son coronadas y unidas por una enorme escalera de hierro color rojo antióxido.

Cerca de la campana de bronce, se planta inmóvil un guarda. Viste un uniforme de gabardina gris con vivos negros y botones dorados. Cubre su cabeza —de cabellos también grises y rapados a la militar— una gorra de prominente visera de hule negro del mismo estilo militar. Abotonada en el frente se destaca la insignia circular de bronce, que ostenta el número de serie que identifica al oficial de la empresa estatal de transporte ferroviario: 1 355 – F.N.G  B.MITRE. Son vestigios que aún perduran de la organización burocrática del reciente pasado británico de la institución.

Este caballero de aspecto marcial eleva continuamente los ojos para consultar el reloj de cuadrante blanco de esmalte, por cuyos números romanos se desliza lento pero inexorable el minutero que se acerca cada vez más a la hora en punto. El instrumento impera despótico en la pared, contiguo a la campana. El reloj, el guarda y varios pasajeros esperan pacientes la llegada inminente del Estrella del Norte. Ese tren de larga distancia alberga a bordo una carga de vidas que aumenta en cada estación de parada, y ha estado creciendo en número desde su cifra inicial, allá en la lejana Tucumán.  

Una carretilla de equipajes con dos enormes ruedas en el medio es una de esas de sistema “balanza” que se equilibran en su eje central—, se acerca con su carga de maletas y paquetes. El hombre que la empuja está uniformado en un traje dos piezas de poplín azul marino, cerrado hasta el cuello de tipo camisa. Tiene dos enormes bolsillos cuadrados al frente, a la altura del pecho y dos a los costados, bajo la cintura, al estilo saco. Este ropaje evidencia su rango menor con respecto al del guarda. El empleado es un maletero, cuya tarea es plantarse en el sector final del andén, no muy lejano a la señal que “bajará” en cualquier momento para dar paso libre al rápido que se acerca a la estación.

El lugar donde el maletero estaciona su carretilla coincidirá con el punto de detención del único vagón de carga del tren de pasajeros, por lo tanto es ahí donde el primero cumplirá su función. El empleado de azul marino retirará del vagón de cargas aquellas valijas y encomiendas que llegan a Baradero, y subirá esas que descansan en su larga carretilla de sistema balancín, para que estas emprendan el viaje hacia Retiro.

No muy lejos de él, de traje gris recién sacado de la tintorería y sombrero de fieltro negro, mira hacia el norte y pita su cigarrillo en el andén el marido de la dama de cierta edad que arrulla al niño en el hall.

El tren debe estar por llegar. 

Las vías férreas comienzan a vibrar en un sonoro y metálico ¡hmmmzzziii! que preanuncia al bólido de hierro que rueda sobre los rieles. Por ahora se oye tan sólo ese zumbido de insecto industrial y se ve el oscuro vestigio de humo que brota vertical, confundiéndose con las nubes, allá lejos, donde quema el horizonte.

Sobre el centro del andén se abre entonces una ventana del segundo piso de edificio. La ha abierto el Jefe de Estación. Años más tarde este vendría a ser el señor Raúl Amante, padre de mi amigo de la adolescencia, Osqui Amante. Esa ventana es la de la cocina de su vivienda, y el jefe asoma la cabeza por allí porque este punto aventajado le ofrece la mejor vista para confirmar que, allá lejos la potente luz frontal y las bocanadas del humo vertical que arroja la chimenea de la locomotora indican que el tren se acerca a horario, con puntualidad también británica.

En la cabina, el fogonero alimenta con paladas de carbón el fuego intenso que genera el vapor en la caldera gigantesca. ¡Chu!, ¡Chu!, ¡Chu! –escupe bocanadas de furia y fuerza la máquina que arrastra el convoy de vagones de madera con asientos de cuero o hule verde o negro. Alberga el equipaje de mano el largo portaequipajes de rejilla de bronce que se cierne sobre las cabezas de los pasajeros. Los cuerpos de estos últimos oscilan en el vaivén del tren que se mueve en un compás de tiempo y espacio. Sándwiches de mortadela, salame o queso y botellas de cerveza, Coca-Cola o 7Up, porta en la enorme bandeja de aluminio un mozo de chaqueta blanca radiante, que ambula por los vagones desplazándose de forma tan diestra como lo haría un viejo lobo de mar sobre la cubierta de una embarcación navegando en un mar borrascoso. Duermen su agotamiento con los rostros apoyados contra los marcos de las ventanillas los viajeros indiferentes, salivando a veces sobre las solapas de sus sacos y los cuellos de sus vestidos, o —en un ajetreo al mismo tiempo somnoliento y entusiasta— se aprestan ya a descender en la estación que se acerca inmóvil.

Desde el comienzo al fin de la composición de vagones, el guarda camina presto por los pasillos, mientras en altas voces anuncia la próxima parada: «¡Baradero!”, ¡Baraderoo!, ¡Baraderoooo!”

Así se aproxima el tren a La Estación.

Una humanidad cansada de viaje se acerca veloz en ese vehículo que ruge y crea una estela de vapor, humareda y llamas. Aunque resuelle como un dragón exhausto, permanecerá en Baradero tan solo el tiempo necesario para que baraderenses y foráneos visitantes pongan sus pies en el pueblo y otros asciendan al tren. Entonces una parte de esa humanidad que continúa a bordo, llegará a ciudades intermedias en las cuales vive, o va a conocer. . . o revisitar.

El resto, seguirá hasta Retiro. Todos los trenes llegan siempre, y puntuales, a destino.

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New York City, 26 de octubre de 2014

Imágenes

1: El anden y el cartel indicativo de la ciudad de Baradero

2: La estación Baradero del Ferrrocarril B. Mitre

3: El andén este de la misma estación.

4: Distintivo individual de identificación de un Guarda de tren. Ferrocarril B. Mitre, 1950s

 

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1 COMENTARIO

  1. Hermoso como siempre tus relatos.
    Ojalá, pronto vuelva el tren a parar en nuestra querida estación!

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