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Debo decir la verdad: no sé cuántos años tiene Krishna, pero seguramente una decena o más. No conozco su edad porque no lo vi nacer. Sé que es un Devon Rex de muy refinado pedigree [Mallory no poseería jamás ningún accesorio —animado o inanimado— que no perteneciese a ese universo personal de sofisticación que ella habita].

Una de las características más notables de esta raza de animales es su salud de hierro, ya que a pesar de la intensidad del inner breeding [el cruce endogámico] indispensable para mantener la pureza del linaje, muy raramente se enferman. Otras singularidades son sus orejas enormes y erectas, y que lo que cubre su cuerpo no es pelo [hair] sino piel [fur] —el manto superior de Krishna es de color negro azabache, pero este félido también ha sido agraciado por la Madre naturaleza con una  cromaticidad de armiño —blanca inmaculada, distribuida de modo muy estratégico por sus patas y su pecho. Como si le hubieran untado alguna especie de brillo [gloss] eterno, Krishna reluce cuando, veloz como un rayo metálico, cruza el living para saltar al alfeizar de la ventana y filtrarse entre las persianas americanas hasta adherir su nariz contra el vidrio porque alguna paloma ha producido en el balcón cierto sonido inaudible para mí, pero que el delicadísimo oído de mi gato ha captado. Por último: este tipo particular de felino no maúlla. Son “casi” silenciosos ad aeternum —ya que si en algún momento estas fieras emiten un sonido, será el famoso ¡fffffffhhhhhhh! de furia, mientras levantan los belfos para exhibir unos colmillos tan aguzados y filosos como dagas. También puede que Krishna profiera un monótono gruñido barítono que paralizaría a una rata tanto como la flauta del encantador árabe fascina a la serpiente, o hace oscilar sensualmente a la odalisca.

Esto de escribir “mi” gato me regresa al principio de mi narración: no sé su edad y no lo vi nacer porque en realidad Krishna es el animal que más de una vez contemplé en la casa de quien era mi mujer por aquellos años [no vivíamos ni nunca vivimos juntos]. El gato permanecía sentado plácidamente en la falda de Mallory —cuando era suyo—, mientras ella leía Dostoyevsky, Tolstoy, Gorky o algún otro ruso de los varios que ella devoraba en ese período de su vida.

La relación que yo tenía con Mallory era tan extraña e inexplicable como los designios que compelían a Krishna [sostenía ella] a obedecer un súbito deseo avasallante de abandonar un cierto punto A de la habitación donde se hallase, para aterrizar en un punto B a considerable distancia, sin que transcurriese ningún espacio de tiempo durante su desplazamiento cinemático entre esos dos locales. 

Esa razón misteriosa [dixit Mallory] engendraba el rayo metálico que cruzaba con solución de “continuidad temporal” su living room [y posteriormente, el mío]. La misma razón esotérica [aseguraba Mallory, oracular] lo mantenía también en estado de total inmovilidad: a menudo Krishna se petrificaba por un período de tiempo, parecería que sin fin, con los ojos cristalizados en un punto invisible del espacio —cual el Felis chaus sagrado egipcio que era inmolado y momificado para, en su diminuto sarcófago, descansar dentro la pirámide durante todos los milenios del futuro, acompañando a su amo, el faraón.

Un día, observo el atardecer por los ventanales de Mallory. Con la amplia copa cónica de dry Martini en una mano, escucho con gran atención y deleite [el equipo de música y la discoteca de esta chica son sublimes] el piano percusivo de Thelonious Monk, sólo acompañado por el contrabajo perezoso de Gerry Mapp, mientras Max Roach arrastra las escobillas sobre el parche del redoblante de un modo tan delicado que se hace casi inaudible. De vez en cuando cepilla apenas los platillos “cerrados” de su Charleston.

Sigo el ritmo de la melodía haciendo circular de forma incidental y rítmica una gorda aceituna española que he empalado en un escarbadiente y sumergido en la helada mezcla de gin Beefeater y Martini secco. Mi objetivo es “ensuciar”  bien mi cóctel: hacer que la aceituna impregne el líquido con sus óleos aromáticos y sabrosos. Es durante esa complicada ceremonia hedonista el momento que Mallory escoge para pedirme un favor. Como prólogo, fija sus enormes ojos color esmeralda en los míos —esos ojos que impedirían que aun de la boca del rufián más despiadado y cruel de los muelles de Marsella saliese una respuesta negativa:

—Tengo que viajar a Washington. Me quedaré allá alrededor de diez días. ¿Te llevarías a Krishna y me lo cuidarías en tu casa hasta mi regreso? —me dice de modo casual—.

Es de esta forma como paso a poseer a Krishna: nunca jamás Mallory viene a buscarlo a mi hogar. Ni recuerdo si alguna vez siquiera me ha preguntado si deseo quedármelo o no. De todos modos ya he expuesto el caso del rufián marsellés, ¿no es así? Accedo a ese pacto silencioso y el gato es mío.

Los años transcurren, Mallory desaparece de mi vida, pero Krishna permanece a mi lado; se transforma en una presencia tan constante como su silencio, su velocidad, su quietud y su etérea compañía.

Ese silencio dura hasta el momento en que mi gato comienza a estornudar. ¿Has oído estornudar a un Devon Rex? Debe ser la forma de exhalación de aire más grave y potente que existe —en el sentido de las octavas musicales, la más baja. Cada vez que estornuda recuerdo que su realidad animal es vecina a la del tigre; son parientes cercanos.

Mi hogar de Central Park West está alfombrado de pared a pared en todos sus ambientes y su largo corredor. Días antes de los estornudos cometí el error de probar un producto que — según afirma el anuncio publicitario de la TV— con tan sólo espolvorearlo en seco sobre la alfombra por todas las habitaciones, dejarlo actuar durante quince minutos y después retirarlo con la aspiradora eléctrica, hará una limpieza tan profunda como si hubiera llamado a una de esas empresas profesionales [bastante caras] que hacen un shampoo completo por todo el inmueble.

Creo que la aplicación de ese polvo limpiador [es decir, los vestigios del producto] es la causa cuyo efecto son los estornudos y la persistente mucosidad congestiva de mi gato. Otro efecto es la notable enfatización de esas tendencias letárgicas con que el Devon Rex viene equipado de fábrica.

Algunos días después llego a Columbus Circle —la encrucijada clave de Manhattan donde se halla el consultorio de mi psicoanalista— con una expresión apesadumbrada en mi rostro, que el Dr. Allen Markovitch detecta de inmediato. Nos sentamos frente a frente y se genera ese silencio desconfortable que dura algunos segundos y constituye algo más o menos de rigor en el consultorio de cualquier psicoterapeuta.

Allen, casi musitando, inicia la sesión así:

—¿So…?  [“¿Entonces…?”].

Como sé que ha percibido mi estado emocional, sin rodeos le digo:

My cat passed away.  [“Mi gato falleció”].

—¡Oh, cuánto lo lamento! ¿Qué sucedió?

—No sé. Estuvo enfermo unos días, y anoche se murió.

—¿Cómo “enfermo”? Contame.

—Krishna andaba estornudando y bastante congestionado. Ayer pasé el día entero trabajando, sentado a mi escritorio. De vez en cuando él venía y rozaba su cuerpo contra mis piernas —de la manera en que lo hace la mayoría de los gatos— pero también me maullaba, lo que en un Devon Rex es rarísimo, casi imposible de suceder. Como yo ya le había dado un remedio fui una o dos veces a la cocina para asegurarme de que tenía suficiente agua y comida, y así era. Entonces, cada vez que Krishna venía a mi escritorio —yo estaba lleno de prisa escribiendo algo, contra reloj digamos —le imploraba que me dejase en paz: “Krishna, hay comida y agua en la cocina; ¡estoy trabajando, por favor!”. Finalmente no volvió más. Pensé, “Sea lo que sea que Krishna quería, es obvio que ya lo halló, porque ha regresado a su inmutabilidad natural”, y lo olvidé. El texto que estaba tratando de terminar me mantuvo ocupado hasta bien entrada la noche. Cuando finalmente decidí que la tarea estaba hecha y fui a mi dormitorio, hallé a Krishna acostado sobre mi almohada. Estaba muerto.

—¡Ohhh, pero qué cosa terrible! —comenta Allen—. ¿Qué le había diagnosticado el veterinario, algo grave?

—No.No. Nada, porque no lo llevé al veterinario.

—Oh, ¿no? ¿Qué hiciste, entonces?

—Nada, le di un remedio, como te dije.

—¡Ah! Pero, entonces…, ¿lo medicaste vos mismo? ¿Cómo? ¿Qué le diste?

—Le di lo que tomo yo cuando estoy muy congestionado y funciona muy bien, siempre: dos cápsulas de Tylenol Extra Strength” [Tylenol extra-fuerte].

¡Ohhhhh! ¡HUGOOOO! ¡¿Cuántos quilos pesás?!

Con suavidad, pongo mis manos sobre Krishna, que duerme sobre la almohada. Su cuerpo está tibio y tierno. No hay ninguna señal de rigor mortis. Para cerciorarme de que respira acerco mi oído a su boca y a su nariz. Nada. Entonces apoyo mi oreja contra su pecho para ver si su corazón late. Nada. Silencio sepulcral. Así me entero de que mi gatito ha muerto.

Me cuesta mucho trabajo separar mi mejilla de la tibieza de mi mascota inerte, pero al cabo de lo que creo ser interminables segundos, lo hago. Me incorporo, voy al living y retiro el batik tailandés que cubre el sofá [otra reliquia que Mallory abandonó en mi hogar]. Regreso al dormitorio y con ese fino paño de vivos colores amortajo a Krishna como si de verdad fuese el gato momificado de Ramsés II.

A continuación, entro a la cocina y busco en el cajón de los cubiertos una enorme cuchara; es una suerte de pala de acero cóncava, larga y aguda. Además de ser muy fuerte, tiene un lado muy filoso para cortar tortas o picar vegetales y ensaladas.

Coloco la cuchara y el cuerpo del felino dentro de mi mochila y la levanto con gran lentitud, como si fuese un verdadero rito funeral [una religiosidad que desconocía me ha aflorado a la superficie de mi sensibilidad]. Con el bulto ya acomodado a mis espaldas, salgo de mi hogar y cruzo la avenida Central Park West para internarme en el parque, a estas horas ya desierto. Es algo después de la medianoche.

Porque voy a ascender hasta la mayor elevación de la zona de Central Park llamada The North Woods [Los bosques del norte], tomo conciencia de cómo el peso relativo del cadáver tensa las correas que desde mis hombros sostienen la mochila en su sitio. Esta región del parque es también conocida como Forever Wild [Salvaje para siempre] y allí se encuentra el punto más alto de toda la Isla de Manhattan: The Great Hill [La gran colina]. Allí será el lugar de reposo eterno.

En un claro del bosque —en esa cima— me arrodillaré en la oscuridad, casi a tientas extraeré de la mochila al animal amortajado y lo depositaré a mi lado. Después tomaré la pala y comenzaré a cavar la tumba para el Devon Rex, Krishna, mi gato.

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 New York City, 1 de marzo de 2017

Imagen: Krishna, sobre mi mesa de trabajo de esa época —el lugar exacto de los eventos.

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