La música es el arte de combinar los sonidos de forma agradable al oído, me leyó con voz solemne la señora de Daubián. Yo no entendí una palabra, más que nada porque esta oración constituía la definición exacta de “música”, tal como la expresaba la Teoría y solfeo de la Editorial Ricordi, un tratado que, por lo mucho que yo captaba, podría del mismo modo haber estado escrito en chino. Ese era el libro de texto del Instituto Santa Cecilia, accesorio a las clases de piano que yo tomaba con la señora de Daubián.

Su hogar, que funcionaba también como academia de música, era una casona señorial situada en el medio mismo de aquella cuadra donde, después de la Plaza Mitre, la Avenida San Martín se transforma en un boulevard, bifurcándose en una doble vía de circulación con su plazoleta longitudinal divisoria —un paseo con canteros sucesivos de cesped y flores bien cuidadas, que va desde el alto mástil de la bandera nacional, en la esquina de Rodríguez, hasta el busto del Almirante Brown, en la intersección con Bulnes.  

Como ven, mis aulas de teoría, solfeo y práctica de piano ocurrían en el centro del boulevard, justo enfrente al segundo de los dos edificios contiguos que componían el Club Atlético Baradero. Por aquel entonces este segundo edificio era una construcción estilo art-déco. Era hermosa la arquitectura del pueblo de mi infancia. Hoy ese frente art-déco fue demolido y en su lugar existe uno de los concurridos bares de “la previa” local. Su pórtico de dos hojas se abría hacia la pista de baile al aire libre [con dos niveles de palcos de mampostería para el público en su lado derecho y un escenario cazuela flotante del mismo material, para las orquestas, en el izquierdo]. Detrás de la pista de baile se hallaban las canchas de básquet y de bochas de la institución.

Muchas veces había entrado a la clase de piano deseando ser uno de los pibes cuyo destino era obvio, ya que venían con bolsos «para cambiarse» y uno de ellos picando una pelota, por la vereda de enfrente a la que yo recorría todos los día de semana camino a mis clases de piano. 

Avanzaba por la cuadra, respirando el perfume que emanaba de los azahares que florecían en los naranjos que poblaban ambas veredas adyacentes al boulevard. Cuando llegaba a mi destino, me ponía en puntas de pies y estiraba mi cuerpo al máximo que la elasticidad de mis músculos y articulaciones lo permitían, para poder alcanzar el timbre instalado alto alto alto —demasiado alto para mí— en el lado derecho del arco de granito que enmarcaba el elegante doble portal de barras de hierro forjado y vidrios opacos de la casa neoclásica de la profesora.

Todos los días tocaba el timbre con el mismo terror. Más de una vez hice el “toco y me voy”: un corto timbrazo y me volvía rápido a casa, caminando sin mirar hacia atrás y tratando de no oír el eventual llamado que ‘alguien’ pudiera hacerme desde ‘alguna puerta cualquiera’ de la cuadra. Sólo me sentía a salvo una vez que cruzaba la calle Rodríguez y pisaba las baldosas de la Plaza Mitre ya en la recta final del regreso a mi hogar.

Entraba a la Joyería Pezzini de papá y mamá, me dirigía a uno de los mostradores frontales —aquel detrás del cual mi madre actualizaba diariamente los enormes libros de contabilidad con su lapicera a “pluma de mojar” y su tintero de tinta azul Pelikan. Me plantaba frente a ella y declaraba con mi mejor cara de inocente: “Fui y no había nadie”. En respuesta mamá levantaba en silencio un instrumento dotado de una base semicilíndrica de papel secante, lo aplicaba con cuidado sobre la tinta fresca de los números que acababa de agregar a alguna de las columnas del libro, lo cerraba y me tomaba de un brazo. A continuación, le anunciaba en altas voces a papá que volvería en diez minutos.

Mi padre se encontraría como siempre, reparando algún reloj en la mesa de trabajo —un enorme mueble de madera violácea pulida y lustrada, cercado de vidrio en tres de sus cuatro lados— que se hallaba en el rincón más recóndito del local. Ésta era una zona penumbrosa donde papá permanecía casi todo el día [a menudo también hasta la medianoche, habiendo regresado a sus relojes después de cenar].

El espacio estaba siempre iluminado à la Caravaggio. Mi progenitor joyero-relojero se encontraría allí, sumido en el chiaroscuro que creaba la lámpara bien baja con su haz enfocado en la máquina enferma. Tendría la nariz casi en contacto con el aparato descompuesto y su ojo atento, sumergido en su mundo macroscópico detrás la lente [la lupa, la llamaba él], adherida como por arte de magia a la órbita ocular. Papá, con la radio [de altísima fidelidad, sintonizada siempre en Radio Nacional] alimentándolo de música clásica ligera, buscaba la falla con la obstinación incansable y empecinada [¿sería por eso que esta familia de joyeros relojeros se apellidaba Pezzini?, me preguntaba yo] de descendiente —ya en la séptima generación— de una larga línea de joyeros italianos de Ancona, sobre la costa este del Mar Adriático. Eso es lo que se contaba en las reuniones de familia, cuando los hermanos [y hermana], todos joyeros se reunían en la casa de mi abuela, en Casilda, Provincia de Santa Fe.

Concentrado en su métier —con un profesionalismo clásico similar al de los artesanos de las logias medievales—, mientras escudriñaba los engranajes del artefacto cronográfico detenido, en respuesta a la advertencia de mamá, mi viejo musitaría algo ininteligible y allá partiríamos los dos, ella y yo a tocar una vez más el timbre de la casona neoclásica y esperar hasta que la señora de Daubián viniese a abrir la enorme portada, lo que sucedía de modo indefectible.

Mi estratagema de escape no funcionó jamás.

Volviendo al tema. No había nada misterioso en mi incomprensión de las definiciones teóricas: era de esperar que no supiera el significado de “combinar”, ni de “arte”, y tal vez ni de “sonido”. Dicho sea de paso y antes de continuar: por causa de esas preciosas decisiones semánticas poético-míticas de la Grecia clásica, μουσική [τέχνη], mousikē [téchnē] significa nada menos que “el arte de las musas”, y es el origen de nuestra palabra “música”. Ahora sí, continuamos. A pesar de no entender las partes ni la oración completa de la definición académica de música, de música y de sonido en sí mismos sí que yo sabía ya a esa temprana edad —y sabía bastante bien. Lo sabía gracias a los tres aparatos de radio que había en casa, a la publicidad oral de Marconi, y a Discomanía —la ‘petite boutique’ de discos y equipos de música del elegantísimo músico y dandy de nuestra cuadra, Raúl [Biro] Suparo. El pequeño espacio de Discomanía se alzaba a dos puertas hacia la derecha del comercio de mis padres, en la misma vereda de Santa María de Oro, frente a la concesionaria de Rithner —el local de ventas y taller de reparaciones de las chatitas Ratrojero.

Todos los días la clase de piano comenzaba con unos ejercicios de solfeo y algo de teoría —y yo me preguntaba a diario si me depararía con estas oraciones difíciles tan sólo durante la primera parte de la teoría, que después se iría haciendo más fácil, o si toda la teoría sería tan incomprensible como las precisiones introductorias de esos comienzos de mis estudios de música.

A mí en verdad tan sólo me interesaba golpear las teclas del instrumento para oírlo sonar.

No obstante, hoy puedo pensar de modo retroactivo y darme cuenta de que en realidad —siendo tan sensible como lo era yo ya en ese momento temprano de mi vida— de modo intuitivo entendía el concepto en su plenitud, aunque no comprendiese la articulación verbal que lo expresaba. Entendía que los sonidos combinados de forma armónica eran música, porque al oírlos sucumbía a ese placer estético que toda forma de arte auténtico debe provocar. La música es el ‘arte’ de combinar los sonidos de forma agradable al oído.

Por otra parte, esta experiencia personal no era nada extraordinaria, caso contrario yo sería inhumano. La música es uno de los ‘universales culturales’ o ‘rasgos culturales universales’ humanos. Esas son las prácticas y gestos expresivos que, en principio, la generalidad de la especie humana incluye y realiza, cuyos orígenes se remontan en el tiempo hasta los estados pre-civilizados de la especie.

Todavía  animalesco, con el cerebro apenas empezando a diferenciarse del purísimo simio irracional de gran tamaño, el cuadrumano humanoide ya empieza a percibir de algún modo la música de la naturaleza; ésta lo invade y habita —y él comienza a reproducirla, crearla y exteriorizarla. Esos rasgos culturales universales son en cierta medida lo que nos fue separando de los animales.

A partir de cierto plató de la escala evolucionaria, no existe, no ha habido una generalidad de individuos en cualquier manada o tribu quasi-humana, por más alejada y aislada que se haya encontrado de otros grupos de la especie, que no experimentase cierto deleite ante el ritmo o la melodía sonora. Ignoro en qué momento o si realmente sucedió así, pero me atrevo a especular que aun en el más recóndito rincón del globo terráqueo, aun en el más temprano estado de primitivismo no debe haber existido un grupo que no comenzase a refinar la emocionalidad indispensable para producir variaciones proto-melódicas por medio de la percusión en algún incipiente instrumento —y disfrutar de ese sonido.

Imagino que ni bien el humanoide adquiere la suficiente destreza motora para hacerlo, comienza a golpear diferentes puntos de algún tronco hueco con un palo en busca de sonidos armónicos y se deleita con esa percusión más o menos rítmica. Un poco más adelante en la línea del tiempo, también acompaña con el movimiento de su cuerpo ese compás, y así crea la primera forma rústica de arte, ritual y esparcimiento performático —ese otro rasgo cultural universal, la danza.

Además de la música y la danza la sensibilidad cósmica de la especie incluye otros rasgos universales: el culto a los muertos, la creencia en alguna entidad rectora superior, la idea de un más allá: la religiosidad. Lo dicho viene al caso porque todas las prácticas culturales universales con frecuencia se avecinan mutuamente y se superponen. Sigo adelante; es pertinente.

Yo no podría jamás entender “intelectualmente” los conceptos de la teoría musical, porque calculo que tomaba esas clases con la señora de Daubián cuando tendría no más de cinco o seis años de edad.

No sabía leer todavía. Estoy seguro de eso porque después de la clase de piano la señora me daba también clases de catecismo —las preparatorias para la Primera Comunión— leyéndome el texto del libro de catecismo de la misma forma como me leía el de dicha teoría musical: haciéndome repetir las oraciones como un loro, una y otra vez hasta que las supiera de memoria de forma correcta y sin errores.

Terminé ese curso de catecismo y —todavía en un estado del más diáfano y puro analfabetismo— de rodillas sobre el piso de cemento de la calle Anchorena tomé mi primera comunión a los seis años, durante la mañana de un ocho de diciembre, bajo la flamante presidencia de facto del General Pedro Eugenio Aramburu.

En un medioambiente de agitación posrevolucionaria, la gente de la iglesia había sacado al exterior de la casa de oración los bancos reclinatorios del templo Santiago Apóstol y los había alineado al aire libre en dos largas filas, formando así una nave central que ocupaba casi toda la extensión de la cuadra. La iglesia bajo el sol estaba encabezada por una especie de altar de campaña en la esquina donde Anchorena intersecta con Rodríguez.

Comenzó una larga misa cantada. Impaciente por hacer eso cuya preparación me había costado tanto tiempo y esfuerzo, a mí el momento de espera para comulgar se me figuraba interminable. No obstante, cuando una catequista por fin me lo indicó, me uní a la fila de niños [paralela a la fila de niñas] y, nervioso e intimidado, sobre flamantes zapatos negros lustrados a espejo avancé paso a paso hacia el altar.

Vestía un traje azul de pantaloncito corto. Un enorme moño en la manga de mi atuendo denunciaba mi condición de ‘primerizo’ en las artes de incorporar la deidad al interior de mi existencia física. Una corbata de raso cerraba mi camisa en el duro cuello almidonado. Todos estos accesorios de mi atuendo y también mis zoquetes eran de un blanco tan inmaculado como el de la hostia que el Padre Betoño elevó desde el cáliz dorado hasta bastante más alto que mis ojos. Mientras las irregularidades del pavimento de la calle torturaban mis rodillas [la comunión se recibía en humilde posición genuflexa], seguí con la vista el descenso del Espíritu Santo hecho carne. Al final de este viaje del albo disco consagrado, el Padre Betoño me lo plantó en la lengua, después de haber hecho una cruz en el aire con el mismo, y pronunciado las palabras Corporis Christi —algo que tampoco entendí. Cerré la boca y la hostia de inmediato se adhirió como una estampilla a mi paladar, y allí se quedó pegada.

Regresé a mi reclinatorio, me arrodillé y cerré los ojos, tal como me habían instruido. El órgano mayor de la iglesia sonaba su furiosa potencia melódica desde la cámara acústica que constituía el edificio ahora vacío, mientras al costado del altar el coro parroquial se le unía entonando el Kyrie Eleison gregoriano.

Transfigurado por la solemnidad de la melodía, del rito, y del momento, permanecí en ese primer instante de transcendencia religiosa, tragando saliva para así absorber y asimilar además del cántico del coro, las armonías del órgano y el sacrosanto pan [“el cuerpo del Señor no se mastica”], también los insondables misterios de la transubstanciación.

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Porque yo era tan niño todos estos eventos eran complicadísimos para mí, tan complicados como la teoría musical que dictaban los textos del Instituto Santa Cecilia y del catecismo pre-Vaticano II —esos dos libros que la señora de Daubián me había venido leyendo a diario durante los últimos meses.

Nos fuimos distanciando de los animales al desarrollar nuestra habilidad racional: pensamos de modo incesante, incansable. A mí, me gusta pensar en términos extremos, por eso creo que las formas más primales, los  recuerdos conscientes más tempranos que debo guardar de algún tipo de música sin duda tienen que ser aquellos sonidos que percibía cuando todavía era tan sólo un bebé. Además siempre fui exagerado [hiperbólico] con el objetivo de enfatizar mi punto de vista, entonces en el prólogo de uno de mis libros, digo que las palabras en castellano fueron los primeros sonidos que percibí mientras, amortiguados en su viaje osmótico, se filtraban por las paredes elásticas del útero materno, y ya más tarde captaría a través de los barrotes de madera de mi cunita blanca.

Leí un concepto semejante pero aún más enfático [bueh, o exagerado] en un texto de Salvador Dalí, quien para asombro de algunos, incredulidad de otros y hazmerreir de muchos se declaró poseedor de “memoria intrauterina”. O sea, afirmaba que sus recuerdos incluían eventos acontecidos cuando este excéntrico artista plástico todavía habitaba el útero materno. Dijo recordar con claridad hechos vividos dentro del vientre de su madre.

Hoy en día esta idea se ha hecho algo más aceptable, ya que es vox populi que hay madres que conversan con su feto, le cantan o le hacen oír cierto tipo de música. Y es a este punto adonde que yo intentaba llegar.

Levanté la hipótesis de que mi afinidad hedonística con nuestra lengua —o sea, que el placer que me brinda el oír el castellano con respecto al que me produce el sonido de las otras pocas lenguas que oigo y comprendo— se origina en mi haber percibido este primer lenguaje cuando todavía estaba en el útero.

Si estando dentro del vientre de mamá yo oía la charla de mis padres —el idioma singular de esa conversación progenitora, fundacional, digo en ese prólogo— ¿qué duda cabe de que también oiría la música de la radio de papá? ¿No oiría yo, de modo inevitable además, también las melodías que propalaba la publicidad oral de Marconi, omnipresente por aquellos años en el centro del pueblo de Baradero, ya que una de sus bocinas altoparlantes estaba instalada sobre las cornisas del Hotel de las Naciones, apuntando certera hacia las ventanas del dormitorio de mis padres —donde mamá, en un estado avanzado de embarazo, tejía mis escarpines?

No puedo unirme a Dalí y asegurar que recuerdo con claridad mi vida en el útero, pero no tengo duda alguna de que, aún antes de que mamá me diera a luz un atardecer de invierno en la Clínica Moderna, yo ya había estado oyendo y escuchando con atención toda esa música, mientras me iba transformando mes a mes, y más y más, en persona.

Entonces, mi inconsciente alberga —además de las primeras referencias de mi idioma nativo— también las canciones y melodías que difundían la enorme radio-mueble Philips a válvulas de papá [la mejor de la casa, que estaba en el dormitorio] y las bocinas metálicas de la Publicidad Marconi.

Pero hay un segundo plató [lo represento así, para no abandonar la imaginería evolucionaria] en mi verdadera aceptación racional, mi reconocimiento pasional de la centralidad que la música vendría a ocupar en mi vida. Piso ese plató cuando el niño que yo era gana la suficiente autonomía como para poder desplazarse solo desde las puertas de la joyería hasta la entrada del local de música del melómano fascinante, Biro Suparo. Es en Discomanía donde descubro y me descubre la armonía de los sonidos en su absoluto emocional, racional, estético e intelectual.

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La radio ya no es más suficiente, porque hay una fuente melódica disponible y potencialmente inagotable a pocos metros de casa. Mi hermana Pupi y yo vamos a pararnos frente a la diminuta vidriera de Discomanía para admirar las tapas de los discos exhibidos, mientras un pequeño parlante embutido en el cielorraso de la entrada al local nos entrega música grabada. Suparo, el músico líder de la orquesta The Big Boys, que seguramente se presenta a menudo en el escenario cazuela flotante al aire libre del Club Atlético Baradero, nos invita a entrar cuando no hay mucha gente. Entre pitada y pitada de su infaltable cigarrillo, este hombre inteligente y generoso en cortas frases medio musitadas [imagino que para no interrumpir por completo su contínua concentración en la música que domina el éter], nos dice exactamente lo que precisamos saber sobre la composición que sea que estemos oyendo en ese momento. Nos educa. A veces hasta coloca los temas populares y comerciales que le pedimos. Discomanía se transforma en nuestra cave musical y Suparo en nuestro maestro real de esta disciplina.

Suparo vende “combinados” —radio tocadiscos de alta fidelidad, cuyos muebles de madera son tan enormes que no caben más que dos o tres en su local, pero en alguna fecha que conmemora no recuerdo qué [¿mi cumpleaños?, ¿el de mi hermana?], papá compra una victrola color celeste de líneas modernistas. Es a cuerda: tiene una manivela en la lateral derecha. Posee un brazo articulado terminado en un cabezal acústico cuya púa hay que cambiar después de tocar unos pocos discos, pero Biro Suparo vende cajitas de plástico con cien púas descartables para este tipo de aparato.

La música viene grabada en pesados mamotretos de pasta negra que en el plato de una victrola deben girar setenta y ocho veces por un minuto, y esa es la velocidad exacta de nuestra victrola: 78 RPM. Hay que tener cuidado porque si se caen al suelo, estos discos se rompen en muchísimos pedazos, y se rayan con cualquier maltrato, o aun si uno los toca demasiadas veces. A cada reproducción de su contenido musical, la púa va cavando el surco de modo paulatino y así se va borrando la grabación, hasta transformar el disco en un objeto inaudible. Puro ruido.

Junto con la victrola papá nos regala la suma de dinero necesaria y suficiente para que cada uno de nosotros nos compremos un único disco: el primer disco de nuestras vidas. Pupi y yo salimos de la joyería para ir a hacernos clientes de Suparo. Así debe ser. Me he estado preparando para “adquirir” música —en todas las acepciones posibles del verbo— ya desde el útero, como ustedes saben.

Pupi elige el disco de Los TNT [Tom, Nelly y Tim]. En el Lado A está grabado el éxito del momento en Argentina: Eso, y en el Lado B, Triana. Mi 78 RPM es el que trae en el Lado A a Elvis cantando El rock de la cárcel y en el Lado B, Zapatos de gamuza azul

Así las Musas se adueñan de nosotros. Para siempre.

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New York City, 8 de diciembre de 2017

Imagen 1 [a partir de una fotografía de Nahuel Ponce de León]: La cuadra del Boulevard de la Av. San Martin, mostrando la vereda en cuyo centro se conserva la casona neoclásica de la Señora de Daubián.

Imagen 2: Pupi y yo, en el día de nuestra Primera Comunión.

Imagen 3: Raúl Biro Suparo y su orquesta, The Big Boys. Suparo es el segundo de la fila frontal desde la derecha.

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1 COMENTARIO

  1. Gracias Hugo.Tu descripción detallada e impecable me devuelve en la mirada de un otro(la tuya en este caso) un papá mucho más melómano de lo que yo soy capaz de recordar y eso agiganta mi orgullo y apego.Las Musas que se apoderaron de él para siempre están en mi ADN, creo entonces por lo que contás, también en el tuyo. Cuando decís: «nos educa» no puedo desmentirte porque lo hacía de manera natural y generosa. Ese segundo «plató» era también especial para mí porque en forma casi silenciosa compartíamos un tiempo de descubrimiento, complicidad y placer en la música. Con respecto a Dalí, no puedo menos que darte y darle la razón; se ensayaba en mi casa aún antes de que yo llegara a este mundo que no deja de sorprenderme con alegrías como la de hoy. Gracias nuevamente, un beso. Ana.

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