¿Habrían apenas comenzado, andarían ya por la mitad o estarían a punto de terminar la secundaria? ¿Algunos de ellos, por acaso al egresar acabarían en mis manos?

Dada la cultura, estructura social y posibilidades económicas del país que habitaban, estos pibes estaban destinados a proseguir los estudios en alguna universidad muy distante de sus ciudades natales —el primer rito de pasaje de la adolescencia estadounidense.

No eran muy altas pero tampoco absurdas las posibilidades de que uno o más de estos chicos y chicas acabasen sentados en mis salones de clase. A lo largo de más de dos décadas, pibes idénticos a los cuerpos que yacen me han estado alimentado con la pureza infinita que puebla su mundo de sueños.

Pero el estampido atronador, una vez más interrumpe el proceso.

Hugo Pezzini  14 de febrero de 2018   ______________________________

«Los niños muertos»

Murieron como todos los niños sin preguntar de qué y por
qué morían.
A las 10 de la noche los aviones negros arrojaron bengalas
como en la verbena.
Al espía que hizo señales desde una ventana le agujerearon
el cráneo.
La muerte, con traje de luces, dio varias vueltas por la
ciudad.
A las 10 y 2 minutos un estruendo redondo siguió a cada
silbido.
Los tranvías se lanzaron a la carrera y un espacial azul
agonizante.
El primer muerto falso fue un maniquí desvelado amarillo.
Todos los grifos de la ciudad fueron abiertos, todos los
vidrios se arrugaron.
El espía apretaba en su mano un plano del Museo y un
trabuco.
En las mansiones incautadas los señores de los óleos                                              parecían decir: “No nos dejéis”.
Los periodistas extranjeros hicieron cola para ver a la
primera señorita muerta.
Los pianos cerrados de pronto con el ruido del féretro
desplomado,
el olor del jardín mezclado al del humo y la carne
chamuscada,
el hombre que precisamente a esa hora va en busca de la
comadrona,
la estatua sin cabeza con un letrero que decía Peluquero
de Señoras,
el ladrido de los perros más solo que nunca al fondo de
los corredores,
todo pasó rápidamente, como en el cine, cuando aún se
oía el zumbido de la avispa gigante.

Los niños muertos por juguetes, asesinados por grandes
mecanos armados,
con los que ellos soñaban cada noche, fueron recogidos
al alba sin mercados,
sin máscaras sueltas, sin churros, sin canciones (fue la
primera vez),
sin caballos blancos, sin manicuras, sin timbres de relojes,
entre ambulancias,
linternas, sábanas, delegados del gobierno, funebreros y
vírgenes llorando.
La sangre de los primeros niños muertos corrió toda la
noche.
Cada niño tenía un número sobre el pecho, el 7, el 9,
el 104, el 1,
pero la sangre corrió y se hizo río y fue una sola entonces,
la primera que corrió por los canales del sobresalto y el
rencor.
[ . . . . . . . . . ]
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poema de Raúl González Tuñón

Ilustraciones:

  1. Algunos de mis alumnos de New York University
  2. Fotografía de Hengki Koentjoro

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