Tengo que quedarme inmóvil, petrificado, fosilizado: quieto como una estatua. No es muy difícil (ni muy fácil), ya que el espacio de tiempo entre la primera campanada que nos detuvo y nos silenció, y la segunda campanada que reinicia la realidad y el movimiento —y el paso del tiempo, porque éste también parecía haber sido paralizado— es de tan sólo seis segundos.

Los gritos y risas que acompañan a la incansable correría durante la espera de la primera campanada del día acaban con esta última. El celador mueve con una mano enorme —que emerge de la manga derecha del guardapolvos color azul marino, algo manchado de tinta y marcas de dedos saturados de tiza— el badajo que cuelga del cen­­­­­­­­tro de la campana de hierro, y le  propina a ésta el golpe que produce el tañido. Es así: su mano firme empuña la corta pero gruesa soga que pende del badajo y le da un tirón rápido y brusco hacia el costado. De este modo lo impulsa para que golpee contra la boca de la copa invertida de pesado y sonoro metal: ¡TAAANNNN!, suena estruendosa la larga onda acústica, expandiéndose desde la pared lateral izquierda del patio cubierto —es allí donde está instalada la campana—  hacia todo este ámbito cerrado y a los dos patios abiertos contiguos, uno a cada lado. Durante los milisegundos que le toma a la vibración del tañido para expandirse hasta alcanzar, y penetrar, las paredes exteriores de la escuela, todos nosotros ya nos hemos inmovilizado y callado hasta formar una imagen inerte y crear un éter enmudecido.

Un tableau vivant; un diorama.

Pero, no: aunque estoy detenido casi hasta el estado de expectante letargo, si presto toda mi atención auditiva puedo captar la respiración agitada y anhelante que sin éxito tratan de contener (¡la imagen estática tiene que ser perfecta!) aquellos que corrían o saltaban al máximo de sus posibilidades físicas en el momento mismo en que sonara aquella primera campanada.

El patio de esculturas griegas y romanas del Metropolitan Museum of New York tiene más movimiento que nuestro patio cubierto durante esos cinco o seis segundos entre las dos campanadas: Todos participamos en estado de éxtasis nirvánico de este, nuestro particular, colectivo y tácitamente obligatorio “juego de las estatuas” que inicia cada uno de nuestros días de clase en la Escuela Nro. 1 General José de San Martín.

     Siento, más que observo, a mi alrededor toda esa inmovilidad de piernas con zoquetes caídos y rodillas sucias; zapatos, zapatillas y una que otra alpargata polvorienta; guardapolvos blancos (o ya no muy blancos) sobre pulóveres de lana, y más de una bufanda (las gorras brillan todavía por su ausencia en esa década de los cincuentas). Mi guardapolvo está tan almidonado que mamá tuvo que ‘despegarme’ los bolsillos (usando un cuchillo) para que yo pudiera meter en ellos mi paquetito de masitas Manón y un chocolatito Suchard de los de papel color blanco y verde, que son los que más me gustan (si hoy me porto bien en la escuela me prometió para la vuelta también un carambón Lheritier).

La dureza del almidón, en lugar a ayudarme a permanecer rígido me insta  a hacer cualquier ademán inesperado —y el tan sólo imaginar este gesto potencial me provoca a su vez una “picazón psicológica” que me dificulta todavía más esta demanda de inmovilidad. Pero sigo quieto, sin romper el balance estático-estacionario (que entonces tiende de modo indistinto a cero o a infinito) de todos y cada uno de los alumnos de la escuela.

Si hubiera una cámara en el centro mismo del suelo rectangular del patio cubierto, y sobre un trípode ésta girara trescientos sesenta grados de forma lenta, se vería de manera integral la coreografía interrupta de un cuerpo de ballet integrado por … ¿cuántos?, . . . ¿cien alumnos? distribuidos espacialmente de acuerdo a una estética singularmente aleatoria.

Los chicos de guardapolvos nos hallamos tan inertes como los cuerpos de Pompeya, cuya acinesia no ha sido perturbada desde aquella erupción del 24 de agosto del 79DC: la ceniza, la lava y el lodo del Vesubio que los sepultaron, los mantuvieron así durante casi dos mil años. Nosotros necesitamos sólo seis segundos del mismo sopor.

Nuestra erupción paralizadora es la primera campanada. Algunos (yo, por ejemplo) fuimos sorprendidos en la mitad de un paso o un salto, o a medio camino entre la posición de sentado y la de de pie, como observo que se halla el Caballo Pontalti. Veo a Coqui Coria y a un par de pibes más en una postura semi-curva, como colmillos de marfil de elefante —erectos pero torcidos al mismo tiempo, cual si se hallaran expuestos en el bazaar de Istanbul. Entonces por uno o dos de esos seis segundos en mi mente visualizo de este modo a nuestro patio cubierto: las baldosas de su enorme piso ahora elaboradas alfombras, tapetes y runners persas y turcos.

Noto que el rostro del Masca Bonini se ha congelado en una sonrisa; el de Juancito Musanti, en un gesto de sorpresa. Las facciones habituales —delicadas y dulces— de Martita Schlegel se han transformado en un rictus helado de puro asombro; la cara de Susana Matan expresa un grito enmudecido. Nidia Pederiva, Irmita González y varias otras chicas tienen sus palmas semicerradas sobre pulidas y blancas piedras de mármol de jugar a la payana (nunca logré hacer más que “la del dos”; ¡como máximo, “la del tres!”). Lo mismo sucede con las manos de El Seisdedos Pérez y otro par de  nenes, pero en éstas hay bolitas. Héctor –el Gordo– López y Anggeli sostienen, como si estuvieran exhibiéndolas, figuritas redondas de cartón donde hay caras de cracks de fútbol. Y Zenón lleva aprisionada bajo su brazo izquierdo una pelota de trapo hecha de medias viejas.

Siento que mi zapato derecho es un poquito menor que el izquierdo (¿o tengo un pie más grande que el otro?), y me aprieta. Percibo que el jopo de mi peinado tiene la gomina aún fresca y no logra sostener firme el cabello en su lugar. Advierto que aunque es otoño una absurda gota de transpiración acaba de asomar bajo mi patilla izquierda y marcha camino a derramarse por mi cuello, después de pasar bajo el lóbulo de mi oreja. Pero no me muevo ni un milímetro, sobre todo porque veo la mano izquierda del celador levantada hasta sus ojos; está contando los segundos, acompañando su marcha con un reloj de bolsillo. Sé que cuando el “segundero” así lo designe, su otra mano tirará de nuevo de la soga del badajo.

¡TAANNN!, suena una vez más la campana, restauradora del transcurso de la vida.

Ésta nos compele a ir a formar de inmediato, ahora ya renacidos, intercambiando algunas palabras mientras nos distribuimos en buen orden dentro del patio cubierto, listos para responderle un alto y sonoro “¡Buenos días!” al “¡Buenos días, alumnos!” del director de la escuela.

Ahora la inmovilidad es relativa: nos hallamos formados en línea de fondo: Filas ordenadas con el alumno más alto adelante y el más bajo al final, segregados por sexo. Filas de pibes y filas de nenas con espacios vacíos entre grupo y grupo —ya que estamos también separados por Grado, del primero al sexto (somos siete clases, en realidad, ya que hay dos “Primeros”: inferior y superior). Mi hermana Pupi está un grado más adelantada con respecto a mí. Entonces puedo verla, parada firme y seria en el pelotón a nuestra izquierda, la falange del grado superior al mío —sus trenzas bien ajustadas a la derecha y a la izquierda de su cabeza, tirándole del pelo negro brillante que esta separado por una raya perfecta que va desde la frente hasta la coronilla por el centro mismo del cráneo. La alumna ejemplar.

Las maestras que se hallan formando un muro de autoridad detrás de la alta silueta del rubio y alto director (todo el cuerpo docente sin excepción viste impecables guardapolvos blancos). Este último es el Bebe Murphy. Bajo la diafanidad del guardapolvos se asoman unas muy argentinas camisa blanca y corbata celeste. Hay un detalle, no obstante, que hoy resultaría incongruente: un cigarrillo rubio encendido se quema entre sus dedos. En deferencia a la gravedad del momento, no lo ha pitado ni una sola vez desde que llegó desde la Dirección, que se halla en el hall de entrada. En cambio, con el brazo relajado, colgando hacia abajo, lo deja humear en forma ascendiente sobre los dedos finos y largos, el anillo de oro y la manga del guardapolvos blanco, tan almidonado e inmaculado como el mío (¿su mamá también le despega los bolsillos con un cuchillo?, me pregunto en silencio).

Es en ese momento cuando de las bocinas metálicas del patio cubierto comienza a sonar una melodía harto conocida por todos nosotros, que se adueña de todo el edificio. Es la banda de sonido del momento más sublime de toda mañana. Mientras observamos por las ventanas abiertas cómo en el patio descubierto del frente el Flaco Asprella iza la enseña nacional, no muy afinados pero entusiastas todos, docencia y alumnado entonamos al unísono nuestro diario “Saludo a la bandera”:

Salve, argentina, bandera azul y blanca, 
jirón del cielo en donde reina el sol;
 
tú, la más noble, la más gloriosa y santa;
 
el firmamento su color le dio.
 

Yo te saludo, bandera de mi patria, 
sublime enseña de libertad y honor,
 
jurando amarte, como así defenderte,
 
mientras palpite mi fiel corazón.

 

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New York City – 30 de enero de 2017

Ilustraciones: Fotografias de la clase del Primero inferior de 1955 y del edificio de la Escuela Nro. 1 General José de San Martín.

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2 COMENTARIOS

  1. Ex-refinero; me acuerddo de Angela, pero en 1955 había también dos «porteros» hombres; uno rubio casi pelirrojo y otro morocho; y se turnaban para tocar la campana.. No recuerdo a Ángela haciéndolo, pero puede que mi memoria lo haya borrado. Unabrazote, para vos y para Miguel Manguich también. Siempre agradecido por los comentarios. Y,, respondiendo a otra pregunta tuya: Sí. Espero hacer un libro de todas estas aguafuertes baraderenses. Cuando esté listo; allá estaré para lanzarlo, no?

  2. Creo que quien tocaba la campana por esos años era la sra portera del colegio Angela Rotela.
    Genial Hugo

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