Me encuentro sentado al volante del Chevrolet ’51 de mi viejo, detenido a la derecha del Chocolatín, en la dirección San Pedro, al comienzo mismo del camino de tierra que corre paralelo entre la cuneta de la Ruta nueve y el alambrado del primer campo del pueblo. No tengo más que once o doce años y estoy en la etapa de “manejar solo” o “desacompañado”, ya casi al final de mi aprendizaje.  Papá se baja del auto para que yo practique manejar solo por los caminos de tierra que se entrecruzan entre esos campos a la derecha del acceso.

Mientras manejo solo, él me esperará entreteniéndose en la contemplación de los camiones cargados que pasan por la nueve, o de los teros y perdices que cantan y revolotean por ahí, o entonces de alguna liebre que cruza rauda hacia los trigales. Alguna vez aparece alguna comadreja; en el peor de los casos, un zorrino.

Cuando tengo que —o mejor— cuando por fin papá me deja manejar solo, significa que he llegado a un punto de destreza como conductor de automóviles que no es diferente, en concepto, de la etapa del aprendizaje en las clases de piloto aéreo del Aeroclub Baradero cuando llega el momento del esperado ‘vuelo solo’.

En el proceso de aprender a manejar un coche, al menos para mí, el momento en que me dejan solo es el ideal para experimentar y hacer cagadas (¡y las hago!), que no podría ni pensar en hacer con papá sentado a mi lado, mucho menos en el aeroclub, al lado de un instructor.

En realidad, si lo pienso bien corrijo lo que acabo de escribir: si uno hace cagadas en vuelo, éstas se hacen sentado al lado del instructor mientras uno va aprendiendo a volar —antes del ‘solo’—, ya que los instructores, mientras aleccionan en lo técnico, táctico y estratégico del volar, también se aseguran de inculcar en uno una responsabilidad moral asentada en principios inclusivos entre los cuales, es obvio, figura de modo prominente el peligro de muerte.

En teoría, desde la oportunidad misma del primer vuelo solo y hacia el futuro, cada vez que uno esté al comando de una aeronave, leerá y re-leerá en su mente memoriosa —oirá como banda de sonido o música de fondo— estas leyes y las entenderá como reglas inquebrantables ad aeternum. Si esto es un hecho o no tal vez lo pueda confirmar o disputar el piloto Pablo Berniger. Para asegurarse es mejor ir a preguntárselo a él, ¿no?

Tuve dos instructores de vuelo, el sampedrino Barceló (lo llamábamos así, por su apellido), cuyas piernas llevaban tatuadas para siempre las cicatrices de un accidente aéreo durante el cual “a puro evo” había aterrizado en un campo sembrado su avión con el motor incendiado y las llamas entrándole casi hasta la falda a través del piso de la carlinga, por las aberturas de la pedalera del timón de dirección.

Barceló era un piloto ‘fearless’ y anárquico. Revolucionario. En el aire sabía ejemplificar la veracidad de las teorías que justifican las reglas técnicas inquebrantables por medio de la quiebra lúdica efectiva de estas leyes. Barceló me demostraba el peligro de empinar más allá de la angulación límite la nariz del Luscombe 1949 del club, haciéndome pasar de ese límite hasta que el avión ‘entrase en pérdida’.

La erección excesiva de la ‘proa’ de la aeronave, hacía que sus alas (y el avión, claro) se desplomasen hacia atrás, patinando sobre su ‘apoyo eólico’ hasta escaparse del mismo. En mi lenguaje ignorante de las teorías aeronáuticas, voy a tratar de explicar en unas pocas y burdas palabras lo que quiero significar con lo que acabo de escribir:  debido la inclinación ascendente excesiva de la  nave—las alas cortaban una brecha en el colchón de aire sobre el cual habían estado apoyadas y que las sostenían, y por esa brecha se escapaban, ellas y el avión al que pertenecían, claro, deslizándose al vacío por esa grieta. Sin apoyo, el avión entonces entraba en caída libre. Chau. Para entender estos conceptos prácticos en lenguaje burdo, uno tiene que recordar las frases que uno oía en el aeroclub. Por ejemplo, que un avión a hélice avanza porque esta última “al girar se va enroscando en el aire como un tirabuzón —es decir, la hélice funciona con respecto al aire como un sacacorchos con respecto al corcho”.

Barceló no se satisfacía con tan sólo explicarme la teoría abstracta en el pizarrón de la casilla del aeroclub, sino que ya en vuelo y sentado a mi lado me hacía tirar de la palanca del timón de profundidad hasta que la nariz apuntase alto alto alto, bien alto hacia el cielo. Insistía, “dale más, más, más; dale más nariz, dale más nariz”; hasta que el avión perdía toda sustentación y entraba en pérdida.

Yo debía sospecharlo, ya que existe un principio o motto contra-intuitivo que guía el comando durante un vuelo. Otra frase de moneda corriente en las charlas del aeroclub; esta reza: “Altura con el acelerador; velocidad con el timón de profundidad”. Si tirase con mi mano del timón de profundidad de modo excesivo, ¿por acaso el avión no iba a levantar la trompa y a perder velocidad de modo gradual, hasta que la nave detendría su vuelo ascendiente y como consecuencia se caería debido a tamaño ángulo de inclinación hacia atrás y hacia arriba?

La proa, que había estado irguiéndose como si el Luscombe hubiera decidido ser un cohete, súbitamente cambiaba de orientación y el avión rumbeaba descontrolado en la dirección opuesta. Mi palanca del timón de profundidad perdía toda tracción —quedaba ‘suelta’. De forma figurada digamos que la palanca del timón en ese momento me transmitía la misma sensación yo que sentía en la manopla del manubrio de mi bicicleta cuando era chico y de pronto en plena marcha se me cortaba el freno. O entonces la que uno sentiría en los primeros coches con dirección hidráulica si de repente dejase de funcionar el motor. Eso causó más de un accidente mortal.

Al entrar en pérdida el avión caía de nariz, se precipitaba hacia la tierra completamente fuera de control, a veces amagando un tirabuzón. Pero era ese vuelo en picada lo que permitiría —si uno no entrase en pánico— restablecer la relación del avión, en principio, con la atmósfera etérea. Durante ese descenso abrupto —uno, el piloto— podía volver a colocar al avión sobre algún estamento eólico —alguna fuente de sustentación aérea— y así recuperar el comando de la palanca del timón de profundidad y el pleno control del avión mismo. En ese momento y de esa forma yo aprendía a estabilizar el vuelo horizontal una vez más, y entendía de una vez por todas, de modo perfecto y para siempre qué es lo que NO se debe hacer jamás en un ascenso.

Barceló hacía lo mismo para enseñarme los giros. Empezábamos haciendo unas horribles y aburridas curvas “cajón”, como esas que describen por norma en su derrotero todas las aeronaves comerciales. Descriptas de modo hiperbólico yo diría que estas son curvas tan estables cuanto posible, que mantienen el avión en la horizontal, en un vuelo paralelo con respecto a la tierra, girando lentamente para continuar así; giros absurdos y estúpidos basados en el confort de los pasajeros que tienen copas de líquido en las manos o que están caminando por los pasillos hacia los toilettes. En el plano ideal, los giros cajón fueron concebidos para evitar que el viajero reciba cualquier estímulo físico que le haga percibir —que le recuerde— que se halla a bordo de un pájaro de acero en pleno vuelo a kilómetros de atura allá en el cielo, desplazándose a velocidades impensables.

Después de un par de estos cajones iniciales, Barceló me ordenaba hacer nuevos giros cada vez más “escarpados”, mientras también corregía mis “vicios de postura” —esa tendencia instintiva a posicionar el cuerpo compensando la inclinación lateral del Luscombe durante esos escarpes. Yo insistía en orientar mi anatomía en la dirección opuesta al ángulo inclinado del giro, tratando de mantenerme en ‘las doce’, o sea, vertical con respecto a la superficie del planeta sobre el que volábamos.

“Como en una moto, como en una moto al tomar una curva”, me explicaba Barceló, con paciencia insistente: “Hacé con el cuerpo como hacés cuando tomás una curva en alta velocidad en una moto. Mantené tu cuerpo sentado derechito dentro del avión, esté el avión en la posición que esté. Como en una moto”, insistía;  “—con respecto al avión, no con respecto al suelo, allá abajo. Olvidate de allá abajo. En un avión no hay ‘allá abajo’: hay solamente ‘aquí dentro’”.

Hacía giros cada vez más escarpados, tanto así que llegaba un punto en que nos pasábamos del límite y el avión se caía de costado; esta vez, primero de costado. Se desplomaba como una paloma que acabase de recibir un tiro en el pecho durante el vuelo.

Como en los ascensos empinados brutales anteriores —ahora lo que provocaba la entrada en pérdida eran estos giros escarpados en demasía. Mientras el avión caía, esta vez sí que parecía decidido a entrar en un tirabuzón. Pero una vez más —si supiese lo que hacer— la caída misma se podía aprovechar y brindaba la oportunidad de restablecer el vuelo. Y Barceló me enseñaba cómo hacerlo, y lo qué no hacer nunca más.

Debo aclarar que para este tipo de clases de pura adrenalina práctica elevábamos el Luscombe hasta a alturas muy superiores a aquellas determinadas y permitidas por el club para esta nave en particular, y tal vez más allá de las especificaciones técnicas del fabricante de este modelo de avión. Pero los  aviones —como los perros, gatos y caballos— están dotados de un alma de una dimensión tal que hacen milagros para satisfacer los deseos y demandas de sus amos, como bien lo notó el piloto, escritor y poeta Richard Bach, en su maravilloso volumen El don de volar.

Además, no olvides que ya te advertí más arriba que Barceló era un docente anarquista, ¿te acordás? En última instancia, andábamos por la azotea por razones de fuerza mayor y necesidad: debíamos tener la suficiente área de maniobra celestial como para recuperar el avión de estas entradas en pérdida, caídas libres y tirabuzones voluntarios antes de que se nos acabase el espacio y el avión se estrellase contra el suelo y así acabasen también las lecciones de vuelo para siempre.

Creo que las tardes de clases de vuelo con Barceló fueron los momentos de emoción aérea más intensos de mi vida dentro de un avión. Digo “de emoción aérea dentro de un avión”, debido a que existieron en mi vida otros momentos de emoción aérea fuera de un avión, de los que no voy a hablar aquí hoy. De mi experiencia como paracaidista y de cuando me caí de un avión por accidente, ya te conté en “Agua”, que se publicó en esta columna de BTI en el pasado.

 

Digamos que el polo opuesto a la exuberancia de Barceló, era la circunspección de otro de mis instructores, un señor llamado don Adolfo, quien venía de Buenos Aires a Baradero para darnos clases de vuelo los fines de semana.

Don Adolfo era ya bastante mayor, calvo y de anteojos de aumento con gruesos marcos negros. También era muy malhumorado, pero aun así salía a vivir la noche de los boliches locales. Se hospedaba en un hotelito de la calle Colombres, así que imagino que se sentiría solo y por eso se venía al ruido de los bares del centro.

Don Adolfo se sentaba hasta altas horas —solo— en la barra de Kadín, sobre Anchorena a una cuadra y media de la plaza, donde antes había sido la concesionaria IKA. Allí hallaba interlocutores circunstanciales mientras bebía tal vez una o dos copas de vino blanco. Era piloto, por lo tanto muy mesurado en la bebida (aunque fumaba Marlboros como un escuerzo), mientras que nosotros, meros alumnos, tragábamos medida tras medida de whisky “[El elegido de los] Criadores” con tres cubos de hielo. Esto sucedía el sábado a la noche y la clase de vuelo era al día siguiente, domingo,  a las nueve en punto de la mañana. Por supuesto que a la hora de ir a volar el pedo todavía nos duraba, como bien te imaginarás.

La gente que iba a misa de diez apenas estaba despertando, mientras que yo a esa hora de la madrugada —todavía con las lagañas en los ojos dificultándome la visión del sol que se iba levantando a baja altura y de frente— ya manejaba en dirección al aeroclub para tomar mi clase de vuelo.

En Brasil a la manga de una pista aérea la llaman “la viruta”, palabra que en el portugués brasileño también significa “la loca”. Si observás como flamea desesperada la manga cuando hay viento, entenderás el humor embutido en el lenguaje de ese pueblo.

En este domingo la manga dictaminaba que el despegue debería efectuarse en la dirección sudeste de la pista. La pista corría en diagonal a la geometría del campo del aeroclub, de noroeste a sudeste. O sea que ese día íbamos a despegar semi-de-espaldas al camino que iba del pueblo a Hisisa, y mirando hacia las vías del ferrocarril. ¿Te localizás? No obstante, como a veces me hago quilombo con los puntos cardinales, si estoy equivocado en la orientación del aeroclub con respecto a la Rosa de los vientos, no me des ni cinco de bola y seguí leyendo, ¿estamos? Total vos vas entender igual lo que va a pasar en esta clase de vuelo.

El Luscombe no es un avión muy potente, pero puede hacer maravillas. Sino, preguntale al piloto cordobés Victor Marinhas, cuyas acrobacias en su propio Luscombe nos deslumbraban en el Aeroclub de Lobos, allá por los comienzos de la década del setenta. El Luscombe tiene garra suficiente como para arreglárselas y salir de situaciones desesperadas, aunque sea en el último instante.  Y a veces, por milagro, como bien se lo figuró por experiencia propia el mencionado Richard Bach. Si algún día estás al pedo como bocina de avión (¡justo!) leete El don de volar.

Te la hago cortita, porque esto se está poniendo muy largo: Salimos del hangar hacia la cabecera de la pista y de allí emprendemos la carrera hacia el despegue.

Estamos muy cerca del final del recorrido, pero por algún motivo ignorado las ruedas del Luscombe todavía carretean en contacto con el césped. Por fortuna y de modo inevitable (era obvio), antes de que sea demasiado tarde mi instructor nota la sorpresiva y sorprendente falta de fuerza del motor. Este torque pusilánime ha causado una aceleración deficiente y el avión no ha ganado aún la velocidad necesaria para despegar… y la pista se nos está acabando, flaco. Pero circulamos demasiado rápido para poder detener el avión antes del alambrado y demasiado lento para despegar. ¡La puta madre!

Alarmado, con la premura indispensable y necesaria ante esta emergencia aeronáutica don Adolfo evalúa al instante los instrumentos aeronáuticos. . . y entonces VE lo que estoy haciendo: Descubre con horror que yo he metido los dedos (y ahí los mantengo todavía) entre la perilla (the knob) del embolo que hay ubicado en del centro del tablero del avión y el orificio de su inserción. Este es el acelerador: yo debería haber empujado ese embolo hasta que la perilla quedase al ras del  panel de instrumentos. Esa es la máxima aceleración: A fondo, de modo literal.

Sin embargo, como un boludo, distraído y obnubilado he dejado que mis propios dedos impidan la penetración completa de ese cilindro de acero hasta el fin de su recorrido. O sea, vamos a un poquito más que a medio acelerador. En proporción, ese error mío ha mantenido al Luscombe carreteando a no mucho más de la mitad de su potencia. En un microsegundo, con la palma de la mano abierta Don Adolfo le encaja de plano al cabezal del acelerador un golpe tan violento que lo manda de una hasta el fondo y aplasta mis dedos entre esa perilla y el tablero de la nave.

Yo doy lanzo grito de dolor al mismo tiempo que el Luscombe da un corvovo hacia adelante. El acelerador, ahora hundido hasta el final del su recorrido posible, pone al avión al mango, y no de modo figurativo. El motor del avión ruge con el súbito aumento de las revoluciones y consecuente velocidad . . .  y al fin perdemos todo contacto físico con la pista del aeroclub.

El avión despega.

A duras penas consigo evitar que alguna parte del tren de aterrizaje enganche ese primer hilo superior del alambrado que separa al aeroclub del campo arado vecino. En medio de mi ataque de pánico creo ‘sentir’ las púas del alambre arañar el caucho de las ruedas delanteras del Luscombe. Exactamente en el momento cuando “lo pasamos raspando”, esta vez sí que de modo literal, invaden mi mente imágenes paranoicas de un avión estrellado y en llamas junto al alambrado.

Una distracción similar de un piloto al comando de un Airbus de la TAM, al posicionar en un punto erróneo la palanca de control de potencia de las turbinas (su acelerador), el diecisiete de julio de dos mil siete causó un accidente en el aeropuerto de Congonhas, en São Paulo. En ese caso el error humano ocurrió durante el aterrizaje, cuando la utilización de la potencia se requiere para el frenado, en vez de para la aceleración del despegue. La aeronave no se detuvo a tiempo y acabó estrellándose contra un hangar y provocando un incendio en el cual murieron las ciento noventa y nueve personas a bordo, inclusive el piloto y toda la tripulación.

Pero nuestro Luscombe se halla finalmente en el aire.

Yo trato de dibujar en mi mente alcoholizada esa especie de itinerario rectangular reglamentario que debo describir con el avión durante la elevación. Con don Adolfo todo es de acuerdo al reglamento. Durante las clases de teoría, medio en broma y medio en serio nos dice en inglés, Everything by the book here. Mientras hesito sobre el rumbo a tomar, don Adolfo a roncos gritos me pregunta qué cantidad de combustible he puesto en mi estómago y cerebro durante esta madrugada.

Borrachos de mierda, parecen ser, todos en este pueblo. . . , murmura entre dientes para sí mismo, con la vista perdida sobre el horizonte mañanero de Baradero —un horizonte que también se pierde, más allá del pueblo, de la isla y del Paraná.

Es en esa dirección que, todavía borracho, alineo el Luscombe, alejándome del siniestro inminente, por ahora todavía imaginario.

 

Vaya uno a saber sabe qué historia personal, qué tragedias o miserias asignadas por sus propios errores —o libre de culpa y cargo de su parte, pero en vez por obra de la inexorabilidad ciega y sorda del Destino— han llevado a don Adolfo, ese piloto sexa-o-septuagenario, bastante más allá de la edad de jubilación, a pasar fines de semana en pueblos perdidos de la pampa húmeda. ¿Qué artimaña de su Majestad, La Diosa Fortuna lo puso en relación didáctica con estos jóvenes que pueden pagarse horas de vuelo al comando de un avioncito ya reliquia histórica, después de los excesos —para ellos, corrientes— en medio de la noche y el ruido baraderense? Vaya uno a saber. Cada penitente con su cruz, diría mamá.

Es sólo ahora, en estos minutos matinales de este sábado, que puedo articular con claridad estos interrogantes al respecto de Don Adolfo. Me los formulo al escribir este texto, mientras el sol se levanta frente a mi ventana y a mis ojos sobre París como lo hacía el de Baradero mientras yo dirigía el coche hacia el aeroclub por el camino a Hisisa, para mis clases de vuelo.

Intuyo que de modo oscuro esas percepciones estarían ya en mi mente en aquel entonces, cuando intercambiaba algunas pocas palabras con don Adolfo en la barra de Kadín. Hablaba con el instructor sólo el tiempo necesario para que Justo Beyer o Bocha Arate me sirviesen un Criadores más, con sus tres cubitos correspondientes en el alto y estrecho vaso highball que estos dos ‘dueños de la noche’  impondrían en el pueblo, en reemplazo del vaso bajo y panzón que había sido el standard en los tiempos del reinado absoluto —y ahora, obsoleto— de lo de Vega.

Sólo ahora, como digo, comprendo que yo de alguna forma inarticulada percibía ya en aquel entonces alguna tragedia secreta en la vida personal de don Adolfo. No obstante, a esa edad yo estaba demasiado ocupado en mi propia historia joven, auto centrada y egocentrista. Estaba demasiado borracho de mí mismo como para poder al menos empatizar con la tragedia no dicha, implícita de mi triste, solitario y malhumorado instructor de vuelo, el severo don Adolfo, que dormía solo sus noches de fin de semana en un cuarto de hotel.

En fin; piso el acelerador del Chevrolet ’51 para sentir el motor; le doy un chau a papá con la mano, que rápido coloco de nuevo en la palanca de cambios para enganchar la primera con el embrague ya bien pisado hasta el fondo, como papá me enseñó a hacerlo. Papá a su vez me hace sus señas de hasta luego con un gesto casi ausente, su vista dirigida ya hacia los campos, porque ya entregado su coche y su confianza a mi pericia conductora.

Acelero mientras hago los cambios con cuidado, y así me dirijo hasta el fin del campo, donde me espera la primera curva que, al completarla, colocará al Chevrolet ’51 en la dirección del pueblo y fuera de la vista y del oído de papá.

Termino de hacer la curva, detengo el Chevrolet ’51, y me dispongo a reiniciar todo el proceso. Esta vez, de acuerdo a mis reglas y preferencias.

Me imagino al volante de la galera de los hermanos Dante y Torcuato Emiliozzi. Pongo una primera que saca al auto patinando sobre el camino de tierra, levantando una tormenta de polvo y pedregullos;  estiro esa primera hasta que número de revoluciones por minuto que el motor alcanza es tal que su bramido me recuerda al de los tigres en las películas de Tarzán. Ahí entonces engancho la segunda y piso el fierro a la tabla. Hecho una furia, allá voy yo —un preadolescente— en dirección al borroso umbral que separa la vida de la muerte.

Lo he pensado durante algunos minutos, pero no puedo atestiguar —ni aun con la más vaga certeza— si existiría en ese momento en mi conciencia alguna mínima noción de la peligrosidad que representaba esto de que yo anduviera, a esa edad, solo al volante del Chevrolet ’51 de papá.

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París, sábado 11 de agosto de 2018

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