El Hombre versus La Naturaleza: Siempre creí carecer de mecanismos sensoriales que hicieran que la presencia y vista de las enormes creaciones humanas me deslumbraran tanto como las del universo natural. Cuando vi por primera vez [y subí a] las trágicas torres gemelas del World Trade Center, las admiré por ser los íconos que en sí mismas constituían. La causa de mi asombro fue asimismo la belleza tan particular [y controversial] de estos edificios de la ciudad de New York. Me deleitó la posmodernidad masiva de acero y vidrio de las torres gemelas tanto como el característico Art Déco neoyorkino del edificio Empire State, o entonces la industrialidad de acero inoxidable del edificio Lloyd’s de Londres —y de forma enfática, cada mínimo detalle del edificio de aguda aguja desafiante, también Art Déco: la obra maestra, el canon del estilo; el rascacielos Chrysler de Manhattan.

Todos estos inmuebles hicieron arder mi piel y bullir mi sangre —en parte por sus alturas y dimensiones, lo reconozco. Sin embargo, al depararme con ellos, lo que siempre me golpeaba más que ningún otro de sus atributos eran las formas. Hasta allí llegaba mi interacción emocional con toda esa ingeniería y arquitectura [toda esa máquina, quizás escribiría Cervantes]. Por lo tanto, todavía así continuaba dando por descontado que La construcción humana no podría jamás rivalizar en mi sensibilidad con el placer sensual inconmensurable que me causaban los fenómenos naturales que la Biblia define como productos de La creación divina.

Pensé que tal vez esto se debiese a la existencia de una relación corporal entre mi persona y las manifestaciones físicas de la naturaleza, como la que mantuve con las montañas de Río de Janeiro, esos picos de la fronda tropical que escalé durante diez años. Quizás fue por haber crecido en las tierras de un país que contiene la Garganta del Diablo, desde cuyo mismísimo ras de las aguas vi los saltos del Iguazú, cuyo vapor formó ante mis ojos el único arco iris de círculo perfecto que he presenciado hasta hoy. Aconteció además la extensión magnífica —de costa a costa, internacional— que genera el horizonte interminable del Plata. Acodado a la baranda de mampostería de la Costanera porteña, durante más de una madrugada fijé mis ojos en la confluencia del Mar dulce con el azul del firmamento, que ya comenzaba a mancharse de dorado. ¿Sería, por ventura, la respiración de un mágico felino adormecido, ese murmullo sutil que surgía del suave movimiento de las aguas color de león?

Jamás olvido que el abecedario primordial de La estética lo aprendí de los infinitos atardeceres rayados de escarlata, esos que se ciernen sobre el fértil humus de una planicie sin fin, cuyo regazo cobija a mi pueblo natal.

No obstante, nada me había preparado para este momento, para la sorpresa de esta cita —a no ser el romanticismo que la hace única en el universo. La Tour de l’amour.

Inmóvil, muñido de mi diario de viaje y una lapicera, garabateo ahora bajo los miles de toneladas de hierro que me techan y me abrigan mientras escribo.

Anoto los detalles sintéticos de una epifanía personal.

Ya casi amanece sobre la Tour Eiffel. Una niebla tenue se condensa de modo tal que por momentos se alterna entre garúa y llovizna —la masa férrea brilla contra el cobalto desfalleciente del fin de la noche. Una que otra persona camina sin apuro hacia la torre o se aleja de ella. Sobran los vestigios de un humor fenecido de parque de diversiones o de feria ambulante. Son los restos del día anterior que ya se ha ido — ha emigrado rumbo a otros pueblos lejanos, a otras tierras.

Y aquí continúo, mientras espero bajo la Torre Eiffel el nacimiento del nuevo día, tratando de imaginar cómo la habrán percibido y sentido los contemporáneos del inmortal Alexandre Gustave Eiffel, mientras la circundaban y observaban en la primera década de su realidad arquitectónica —cómo habrá afectado al pueblo parisino de fines del siglo XIX la súbita aparición de esta presencia monumental, artificial y artificiosa.[1]

Estoy sentado en el suelo, apoyado contra una de las cuatro bases de concreto descomunales sobre las cuales se apoya la torre. Por momentos me levanto y camino medio sin rumbo para observarla desde otros ángulos, antes de regresar a mi apoyo para seguir anotando mis impresiones.

Desde mi óptica particular, sus piernas gargantuanas de metal se inclinan y curvan levemente al subir. Se afinan al distanciarse y adentrarse en el índigo velo que oculta la bóveda celeste. Crecen cuando descienden a mi encuentro y finalmente se afianzan en su lecho —cual si fueran las extremidades de un mítico dragón indestructible.

La silueta ascendiente de La Eiffel —en este instante semiperdida en la bruma— reduce la monumentalidad de las catedrales a meros experimentos preparatorios. Emocionado hasta lo barroco imagino que canta. Oigo su voz en un himno al acero, al industrialismo, a la arquitectura proto-brutalista. Percibo ahora que mis ojos están tan húmedos como este amanecer de la Cité Lumière.

El impacto espiritual que me causa la torre me convence de que —sin que yo me percatase— la experiencia de mi vida en su totalidad ha ido esculpiendo mi sensibilidad hasta transformarla en urbana. Esta mole bárbara de la civilización toca cuerdas distintas de mi aparato afectivo —esas que nunca había alcanzado ningún artefacto de la naturaleza.

Porque viví tantos años en el paisaje igualmente majestuoso pero natural de Río de Janeiro, y obtenía tanto placer del mismo, había aceptado sin conflictos la supremacía omnipotente de los accidentes de la naturaleza. Pero ahora, en este momento en que atestiguo cómo la grandeza competitiva de la industria humana puede expresarse hasta el límite mismo de su audacia —en una manifestación tal que quizás agota su destreza hubrística[2]— algún interruptor inefable hace ¡clic! en mi interior, y la presencia de la torre me transfigura también a mí.

Este que formulo aquí no es un interrogante retórico; es real y directo. Me pregunto si por acaso la gente dotada de nuestra sensibilidad urbana particular, será el sujeto de un fenómeno estético experiencial tan extremo que hace que la imagen artificial de un paisaje marino —ese que han replicado, digamos, los pintores Joseph Mallord William Turner o Jean Désiré Gustave Courbet [una obra]les despierte emociones más cautivantes que las que les generaría una visita de observación al punto exacto desde el cual estos artistas fijaron sus ojos en la mar, mientras construían esas imágenes imperecederas. Más de un poeta ha dicho la obra de arte que supera a la realidad que reproduce. Homero y la Guerra de Troya.

En este preciso instante la magia testaruda de la Torre Eiffel se impone en el terreno real pre-existente. Me apabulla su confluencia con todo el imaginario histórico sobre el cual París se ha estado erigiendo desde cuando era tan sólo el enclave romano de Lutetia Parisiorum —y cómo ahora este titán de hierro allí impera absoluto.

Esta edificación de metal rivaliza en mi corazón —y en mi memoria, lo sé— nada menos que con la eterna belleza formal de la Pedra da Gávea. Desde esa megaformación coronada en una mesa de roca una vez también vi el amanecer, después de haber escalado esa montaña —por algunas horas, a ciegas—  en medio de la noche carioca. Desde la cima del coloso vi arder sobre el Atlántico los primeros rayos de fuego del carruaje de Apolo —antes de meterme dentro de mi sleeping bag para dormir sobre el piso de piedra de la cumbre.

Sin embargo, no hay duda de que existe un conflicto espiritual continuo entre las relaciones que el único ser vivo racional-inteligente del planeta Tierra establece con la naturaleza, y las que el mismo individuo establece con el producto de la construcción humana —el objeto de su propia creación.

Esta tarde estuve en el Centre Pompidou viendo unas rocas de dimensiones insospechadas, que pesan tal vez decenas de toneladas y fueron transportadas al museo por medio de un enorme esfuerzo de ingeniería, tecnología y planificación. Son esculturas posmodernas que hacen parte de la exhibición retrospectiva de la obra del artista plástico y performance artist Joseph Beuys. Este escultor ha horadado la piedra de modo testarudo, apasionado. Ha trabajado en cada roca enormes aberturas interiores —huecos cilíndricos de geometría exacta que la atraviesan de lado a lado, como túneles. Los ha pulido a un grado semejante que su apariencia es la evidencia indiscutible de la intervención del artista sobre el arte-facto mineral natural.

También allí permanecí extático, meditando frente a  estas esculturas, en Le Beaubourg, dentro del Museo nacional de arte moderno Georges Pompidou. Después de haber pasado casi toda una noche bajo la Torre Eiffel, ambas experiencias me influenciaron para que me interrogase de modo comparativo. ¿Qué podría significar ese choque visual [the clash] que establece una conversación entre los ‘túneles’ que Beuys taladra y pule a espejo y  el resto de la piedra, que el artista deja subsistir intocado —en estado natural?

Después de ese período de reflexión contemplativa —explicándome la obra a mí mismo— levanté la hipótesis de que estas tremendas rocas intervenidas constituyen una metáfora que expresa la misma intención y se genera en el mismo sentimiento que impulsara al ingeniero y arquitecto Eiffel cuando esculpió hasta el fin su propia Torre de Babel: Desafiar la eterna omnipresencia divina con la marca de la mortal mano humana.

Inmortalizarse.

___________________________

París, julio de 1990  –  New York City, mayo de 2017

[1] Artificioso, adj. Elaborado con artificio, arte y habilidad. [tercera acepción del Diccionario de la Real Adademia Española].

[2] Hubrístico: adjetivo derivado del sustantivo hubris o hybris [vocablo de la lengua griega clásica o antigua, ὕβρις] descripto como “el defecto fatal del héroe trágico”: un ego desmesurado que lo lleva a actos insensatos que causan su perdición; la audacia extrema de la especie humana, por derivación. 

Comentarios de Facebook

1 COMENTARIO

  1. Parabéns, Hugo por mais esse relato fantástico.
    Muito boa a comparação: a criação da natureza e a do homem. No entanto, ambos vem do mesmo criador: Deus (seja de que forma ele se apresenta).
    Consuelo

Los comentarios están cerrados.