Fuimos el primer cuerpo de paracaidistas de mi pequeña ciudad: Lógico que nos creían locos. Estábamos infectados por un virus que nos compelía a aproximarnos tanto cuanto fuera posible a aquella área gris de transición de la cual la mayoría de las criaturas vivientes trata de mantenerse a distancia. Pero no es que quisiéramos transponer el umbral, de ninguna manera. En realidad, la intimidad con el umbral era lo que nos daba la certeza de nuestra permanencia de este lado del mismo. Cuanto más arriesgábamos nuestras vidas, más vivos nos sentíamos.

Había un juego muy peligroso que se practicaba cada vez que no había ningún instructor presente. Lo llamábamos El primero que abre es un maricón. El objetivo de la diversión era permanecer en caída libre el mayor tiempo posible antes de abrir el paracaídas.

Muchas veces observé el juego desde el pasto. Los paracaidistas, minúsculos puntos negros, saltaban al vacío y se desplomaban hacia el campo desde una pequeña mosca metálica volando a dos mil metros de altura. Mirándolos con mi sangre congelada, solo y en silencio, esperaba y hacía fuerza junto con los puntos en el cielo. Caían como piedras; se aproximaban muy rápido mientras yo susurraba entre dientes, “¡Abrilo! ¡Abrilo! ¡Abrilo, por el amor a Dios!” Cuando estaba seguro de que se les había acabado el tiempo, todos los paracaídas se abrían casi al unísono. Esto ocurría tan cerca del suelo que yo no sólo podía ver el rostro de cada paracaidista sino también sus expresiones: una mezcla de pavor y éxtasis.

Abrían los paracaídas tan cerca de mí que, cuando las canopias de sustentación se llenaban de aire súbitamente, estallaban en mis oídos con la resonancia de disparos de arma de fuego: ¡Pah! ¡Pah! ¡Pah!… ¡PAH; PAH! Unos minutos después, con el paño de seda y nailon desplegado en desorden en sus brazos, los paracaidistas caminaban hacia nosotros, mientras decidían quién era el nuevo maricón.

Con sus mamelucos de salto empapados de sudor, no importa cuán frío hubiera estado en las alturas, enloquecidos por tanta adrenalina ya que volvían de pisar el umbral, se habían asegurado de que la vida era un hecho pero aún así la muerte era inminente. Irradiaban un brillo espiritual tan intenso que les prestaba su temperatura y se confundía con el olor de sus cuerpos. Sus voces se tornaban graves y cada una de sus palabras se investía de tal solemnidad que los transformaba por ese breve instante en íconos vivientes.

En el film de Michael Cimino El Francotirador, los soldados jugaban a la Ruleta rusa para emular los riesgos mortales de la guerra de Vietnam; su juego particular les daba a nuestros paracaidistas la certeza de sobrevivir cada salto por un milagro que ellos mismos operaban. Deidades instantáneas, se conferían una oportunidad más por medio de esa diferencia microscópica entre la vida y la muerte. Aunque igualmente arbitraria, su artimaña era mucho más precisa y privada que la Ruleta rusa.

¿Qué es este impulso constante? ¿Qué es lo que nos empuja hacia el peligro? ¿Qué es lo que hace que una persona cree desafíos y formule enigmas vitales que requieren una respuesta inmediata y precisa, o al menos cobran un precio demasiado caro por cualquier error?; ¿son sólo ejercicios dinámicos para mantener alerta el instinto de supervivencia?, ¿o es un recurso extremo para describir la sublime condición de la existencia humana? Tal vez no sea ni siquiera una mera evidencia del Todestrieb[1] freudiano en acción. Quizás todo sea mucho más simple: una advertencia compulsiva, paradójica e insistente sobre el fundamento universal de toda manifestación biológica: su mortalidad.

He pasado buena parte de mi vida creando situaciones en las que dilemas insuperables de vida o muerte deben ser enfrentados, requieren una solución tan veloz como un rayo y no admiten fallas. Trato de medir el riesgo de vida y sus implicaciones en lo que sea que haga, siempre aumentando ese riesgo, desafiando los estándares de seguridad. Literalmente, siempre trato de comprobar si la aguja del velocímetro de cualquier coche que cae en mis manos puede alcanzar su indicador máximo.

En casa, desde temprano comencé a presenciar los esfuerzos para controlar esa región grisácea donde la vida es puesta [o se piensa puesta] en peligro. Los primeros ejemplos me los proveyó mi madre. Mamá era una mujer deprimida, con fuertes rasgos de hipocondria. Su actitud con nosotros era al mismo tiempo sobreprotectora y ausente. Mamá tenía un sentido muy aguzado de la vulnerabilidad humana, que aplicaba a sí misma y a las personas que constituían su reducido universo. En la casa de mi amigo Pepi Cataldo, yo veía las imágenes concretas de aquello que la aterrorizaba. Allí, yo recibía en primera mano la despiadada confirmación de la realidad de la muerte. Insistentemente era aleccionado de forma gráfica sobre las circunstancias que paralizaban a mamá: Todos éramos mortales; algún día, todos íbamos a morir. Podía comprobarlo con sólo caminar una cuadra desde mi casa hasta la de Pepi Cataldo. Cuerpos inertes de toda edad y condición eran descargados en el corralón de la Cochería Amigo y Cataldo para ser preparados para el entierro. Pero mamá parecía creer que la muerte estaba interesada sobre todo en nosotros.

Mamá dedicaba todo su tiempo y esfuerzos para distanciarnos tanto cuanto fuera posible de la proximidad fantástica o concreta de la muerte y sus parientes más cercanos: daños graves, reales e imaginarios. Ella creía que podría salvarnos con tan sólo inmovilizarnos de pavor; entonces, bordó nuestra niñez con una letanía de advertencias macabras: “¡Pará de jugar con esa tijera: te vas a sacar un ojo!” “¡Dejá ese cuchillo: te vas a rebanar un dedo!” En sus descripciones todo era superlativo; las heridas no eran nunca superficiales: si íbamos al río, decía que nos ahogaríamos. Si salíamos a jugar afuera cuando hacía frío, no contraeríamos un resfrío o una pulmonía, sino tuberculosis. Si viajábamos en coche hasta el pueblo vecino, este se transformaría en otra Ikebana Dada del corralón de Pepi Cataldo.

Papá contribuía a los sermones preventivos de mamá. Mientras ella huía de sus molinos de viento, él pintaba nuestro reino infantil en un silencio de colores opacos. Siempre pensé que era un hombre en estado de prisa permanente; caminaba por las calles del pueblo a tamaña velocidad que nunca podía acompañarle el paso: era obligado a trotar a su lado. Muchos años después comprendí que papá estaba siempre huyendo de un peligro abstracto e indefinido.

Mi reacción fue sumergirme en libros, films y canciones que describían gente que vivía y moría sin previo aviso; cuanto mayor el peligro, mejor. Hell’s Bells[3]. Ingresé a la rebeldía preadolescente presto a desafiar y al mismo tiempo confirmar las advertencias de mi madre. Me entregué al juego crucial en medio de los cuatro, y con los cuatro, elementos clásicos fundamentales —identificados ya hace unos 1100 años antes de Cristo, en la Enûma Eliš[4] ancestral Hassite de la mitología babilónica—: aire, agua, tierra y fuego. Lo empecé a jugar de forma tal que el corralón de mi amigo Pepi Cataldo nunca estaba demasiado lejos. Con el paso del tiempo fui intensificando la búsqueda de esa puerta tenebrosa que mamá parecía creer abierta de par en par para nosotros, esperándonos.

Estaba decidido a encontrarla.

A medida que crecía comencé a encarar estas aventuras más seriamente. Lúdico, puse mi vida en juego por medio de sucesivos actos vehementes. Oí tantas advertencias que decidí convertirme en un baqueano de los suburbios de la muerte. Sentía una compulsión irrefrenable por involucrarme en cualquier situación peligrosa, aun cuando los que estaban en riesgo inminente fueran absolutos desconocidos. Además de patrullero de La Parca, me sentía su centinela. Vivía cerca del mar, entonces muchas veces me adentré en forma irracional en aguas embravecidas para rescatar vidas de las garras de Neptuno. En una oportunidad, en medio de olas enormes que rompían en un caos líquido, traté brevemente y sin éxito, de salvar a un hombre que se ahogaba a mi lado. En otra ocasión, nadando en las aguas de Ipanema[5], hallé el cuerpo sin vida de un chico, aún en su traje de baño. Lo arrastré hacia la orilla y lo acosté a mi lado en la arena, como si fuera mi compañero de playa, a esperar al furgón de la morgue. La gente pasaba frente a nosotros y sin duda pensaba que el muchacho estaba dormido.

He sido un individuo imprudente por más de cuatro décadas y sobreviví numerosos accidentes, acaso por milagro. O puede que haya continuado en el mundo de los vivos después de cada una de esas circunstancias debido a ese imponderable que los necios y los inocentes le atribuyen a la Diosa Fortuna: suerte. Por un tiempo, sin cuerdas ni conocimiento técnico alguno, escalé los peligrosos picos rocosos de Río de Janeiro. Más de una vez me perdí por las laderas y pasé la noche agarrado a las ramas de una selva vertical. Otras veces me encontré aferrando mi vida a una roca con los dedos de las manos y los pies. Hace unos pocos años ignoré, pedaleando ferozmente en mi veloz bicicleta sport Schwinn Varsity, un semáforo en rojo de la avenida Central Park West de Manhattan. Acabé estrellado contra un coche que cruzaba por la calle transversal 97th. Street. El médico me dijo que el cuello y la espalda me dolerían por el resto de mi vida. Su diagnostico fue certero.

Mientras volaba con mi equipo de paracaidistas me caí de un avión por accidente. Cerca de ciento cincuenta personas que presenciaban el festival aéreo en que participábamos me dieron por muerto [inclusive mi mujer y mi hijo] durante el par de horas en que estuve desaparecido. Finalmente un grupo de rescate me halló, malherido, en el campo de una estancia.

Recuerdo las circunstancias como si fuera hoy:

 

                                                        Aire

                              My candle burns at both ends; / it will not last the night; /                                                but ah, my foes, and oh, my friends- / it gives a lovely light![6]

                                                                                                      Edna St. Vincent Millay

El Cessna 205 carretea por la pista del Aeroclub Águilas. Participamos de un festival para celebrar el 50º aniversario de su fundación. Los espectadores están separados de la estrecha pista de asfalto por una cerca de madera blanca. Algunos enfocan sus binoculares, otros hacen una visera con sus manos para protegerse de los rayos del sol, y así mejorar su visibilidad de los aviones. Mientras el Cessna ruge hacia la cabecera, veo a mi mujer, a mi hijo y a mis amigos conversando cerca de la puerta del hangar; desde esta distancia parecen pequeños muñequitos de colores y no puedo decir si prestan atención o no a nuestro despegue.

Hace unos minutos Manuel Argüello acabó las maniobras acrobáticas en su flamante Yakovlev Як-50 [Yak-50] y la gente todavía está recobrándose de las emociones. Hizo de todo, ¡hasta un vuelo rasante sobre el hangar con el avión invertido! Las nubecitas azules y blancas todavía se disipan en el cielo cuando nos cruzamos con Argüello que carretea en su hermoso avión ruso rojo —sus alas pintadas testarudamente a cuadros blancos y negros, como diciendo «¡acrobacia!»

Nos muestra dos pulgares hacia arriba.

El Pingüino Le Blanc es nuestro instructor. Además de él, el avión lleva cuatro paracaidistas; en total saltaremos cinco. El Pingüino será el último; hará floreos con su rápido Olimpiek, un paracaídas plano francés muy maniobrable. El Cessna ha sido especialmente preparado para la ocasión: la puerta del copiloto y todos los asientos, excepto el del piloto, El Flaco Neuilly, han sido retirados

De frente hacia el parabrisas, El Pingüino va en cuclillas, al lado de El Flaco. Estamos sentados detrás de ellos, en dos pares frente a frente. Todos vamos equipados con los viejos Paracommanders del club. Como soy El Novato el mío es automático. Saltaré primero y no necesitaré tirar de la manija, porque una ancha cinta de nylon Ballistic de extrema resistencia une el cable extractor de acero de mi paracaídas a una argolla, también de acero, fijada al marco de la puerta faltante del Cessna. Esta correa tiene la misma función de apertura que la manija cuando los saltos no son autocomandados, sino automáticos, como el que realizaré.

Voy detrás de El Pingüino, y contiguo a la abertura que dejó la puerta que fue retirada para facilitar nuestro salto. La cinta del sistema de apertura automática de mi paracaídas tiene un largo sólo lo suficiente como para salir del avión. Mis compañeros de equipo me seguirán después, y tendrán que abrir los suyos con una diferencia de tiempo entre cada uno,  que les permitirá descender a diferentes niveles, como si fuera una fila india vertical.

Terminaremos posicionados de forma tal que, para los de allá abajo, luciremos por ilusión óptica como si estuviésemos uno sobre el otro, con las botas tocando la cúspide de la canopia del paracaídas de abajo. Pareceremos una torre compuesta de gente parada sobre paraguas de colores brillantes, como si fuesen los techos sucesivos de las pagodas chinas. Un absurdo de ilusionismo óptico con el que esperamos deslumbrar al público.

Como no sé maniobrar mi paracaídas con la destreza necesaria para posicionarme en algún nivel intermedio, iré abajo de todos, simplemente descendiendo con ellos “apilados sobre mí”. Seré la base de la pagoda. En parte para guiarme, El Pingüino, nuestro instructor, saltará por último. Gracias a las virtudes de su paracaídas plano Olimpiek, hará evoluciones ascendientes y descendientes. Nos “visitará” repetidamente; mientras me esté guiando, circulará a nuestro alrededor y al mismo tiempo construirá una especie de tirabuzón con chorros de humo rojo y blanco expelidos por dos tubos que lleva fijados a sus muslos. Precediéndonos, deberá soltar los tubos sobre el campo justo antes de tocar tierra. Entretanto circule, podrá indicarme cualquier corrección que se haga necesaria para que yo consiga llegar al blanco exacto.

Ya dije que vuelo de espaldas, sentado en el piso de frente hacia el par que viaja al fondo del avión [el Cessna 205 sólo permite seis tripulantes]. Atrás del piloto y a mi lado, Cuchillo Largo Garaicochea abre una y otra vez la tapa de velcro que cubre el cable de la manija de su paracaídas de emergencia. Clavo Santalla y La Loca McSorley, la pareja del fondo, hacen bromas a los gritos para distraerse de esas maripositas que vuelan en el estómago de todo paracaidista deportivo. Cavilo mientras miro el puño verde neón de la manga derecha del mameluco naranja de La Loca. Una vez le pregunté el motivo de ese puño incongruente. Me contó que era ambidiestra pero zurda por inclinación y —con las maripositas— nunca estaba segura de cuál era su mano izquierda. El puño la ayudaba a decidirse por la correcta en el momento de tirar de la manija de apertura. Estirando sus brazos en cruz, como un Cristo alado, Cuchillo Largo inspecciona las mangas de murciélago de su mameluco planeador negro. Mientas lo hace, sin darse cuenta golpea con el puño mis antiparras. Lo insulto a los gritos…. y así pasamos el tiempo.

Desde hace varios minutos el avión vuela en un curso horizontal estable. El Flaco mantiene un derrotero constante: esto significa que estamos en la altitud deseada y nos acercamos ya al objetivo. Nos preparamos para salir del avión. En cualquier momento El Pingüino dará un golpecito en mi casco para que me levante con cuidado y enfrente la abertura. Entonces estaré listo para saltar. Ajusto mis antiparras y —como Cuchillo Largo— yo también abro la tapa de velcro por última vez [para ver si no está trabado el cable de la manija extractora roja de mi paracaídas de emergencia —uno nunca sabe]. En demostración de afecto le doy un chirlo en la rodilla a La Loca que está cerando[7] su altímetro y a partir de ese momento todos nos concentramos. No hay más bromas ni gritos; el zumbido del Cessna es la banda de sonido de nuestros pensamientos.

De pronto, El Pingüino golpea mi casco y, sorprendido, me levanto rápidamente y giro en el sentido de las agujas del reloj. Debí haberlo hecho contrareloj, pues ahora mi movimiento erróneo expone sin necesidad la cinta extractora a la succión provocada por la abertura de la puerta faltante del avión. Completo el giro. Cuando enfrento a El Pingüino veo su expresión de alarma y siento que, por alguna causa extraña y externa, mi cuerpo tiembla de forma totalmente involuntaria.

Todo lo que sigue parece suceder simultáneamente.

Siento el tirón. En un flash recuerdo las leyendas de fogones en el aeroclub, las historias de paracaídas que se abren por accidente dentro de la cabina y de aviones que entran en pérdida irrecobrable y se estrellan debido a esta situación. Recuerdo las lecciones e instrucciones específicas que rigen el movimiento de los paracaidistas en el interior de las cabinas de aviones “abiertos”, exactamente como nuestro Cessna.

Cuando surge la inminencia del desastre, cuando la inevitabilidad de la tragedia es obvia, cuando uno descubre que no hay escape, se refugia en la negación maníaca: esto no sucede realmente, es una pesadilla, una alucinación. Tal vez los hombres que han adquirido experiencia en los dilemas de vida o muerte enfrenten la inexorabilidad de esta última investidos con la dignidad del samurái que dedica los últimos segundos de vida a la creación de su postrero haiku.[8]

Mientras mi cuerpo es sacudido, mis ojos encuentran los de El Pingüino por un microsegundo y ¡zap…!, desaparezco.

Una fuerza sobrehumana me ha tomado de los hombros y arrancado del avión. Sintiendo mi tronco en fuego, y sin brazos, observo al Cessna de forma absurda: ¡desde afuera y arriba! ¿Estoy a mayor altura que el avión? Mi corazón golpea en mi garganta y un dolor insoportable me invade de la cabeza a los pies. Trato de respirar de a cortos sorbitos; tengo algunas costillas quebrabas.

Colgado de mi paracaídas que asciende sin ninguna lógica, veo que el avión va, en un descenso escarpado, ya lanzado hacia el aterrizaje forzoso. Lo miro estupefacto. Mi borrosa memoria de ese segundo avasallante reconoce la imagen de un instante previo: mis pesadas botas de salto Barbera Mattozzi se arrastran por los spoilers de cola, golpeando en el timón de profundidad del Cessna. No hay tiempo para maravillarse o sorprenderse, ni siquiera para el terror. Tan pronto como el paracaídas descompensa el efecto balón causado por la ventolina de la hélice, comienzo mi viaje a tierra. Desciendo rápidamente, y —no importa cuánto duela mi cuello— debo levantar la cabeza para inspeccionar el equipo. Estimo que unas siete u ocho cuerdas de las veinticuatro del Paracommander se habrán enganchado y cortado en alguna parte del Cessna. Las cuerdas cortadas, agarradas sólo al borde de ataque de la canopia desinflada, vuelan enredadas, por lo que mi paracaídas ahora parece una medusa marina o una pelota de plástico agujereada –en vez de una sombrilla. Sin control, giro en volteretas irregulares, pero lo peor de todo es que cuando miro hacia abajo noto que un grupo de árboles aumenta de tamaño rápidamente: estoy descendiendo en altísima velocidad; si llego así al suelo moriré estrellado. ¡Debo despojarme del paracaídas averiado ahora mismo!

Con dedos temblorosos y rígidos, loco de confusión y horror —casi desfalleciendo de tamaña náusea pero al mismo tiempo absolutamente alerta— abro las poderosas bisagras de los broches de desenganche del arnés. Primero las principales y finalmente las secundarias. Ya suelto, el paracaídas queda atrás y entro en caída libre.

Mi mano encuentra la manija roja.

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[1] Todestrieb: Vocablo alemán: “instinto de muerte”

[3] “Campanas del infierno”. Título de una canción de la banda “metal” AC/DC.

[4] Enûma Eliš: El épico babilónico del mito de la creación, que fuera descubierto en las ruinas de la Biblioteca de Ashurbanipal, en Nineveth, hoy Mosul, Iraq. Aunque se estima que la tradición oral del poema comienza en la Edad de bronce, entre los siglos XVIII y XVI antes de Cristo, teorías arqueológico-científicas recientes lo sitúan aproximadamente en el período que el narrador menciona en este texto, arriba: circa 1100 AC.

[5] Una playa en el barrio del mismo nombre, en la Zona Sur de Río de Janeiro, Brasil.

[6] Mi vela arde en ambas puntas; / no durará la noche entera; / pero ¡ah, mis enemigos, y oh, mis amigos, / da una luz maravillosa!  

[7] Cerar: llevar la aguja o el número dígito de un instrumento de medición –en este caso específico, llevar el altímetro con el que está equipado un paracaidista a la posición CERO:  “… está cerando el altímetro”

[8] Haiku: Composición poética de origen japonés que consta de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente.  Diccionario de la Real Academia Española.

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