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Escribo porque no sé lo que pienso hasta que leo lo que he dicho.

                                                                                                            Flannery O’Connor

Para escribir uno tiene que empezar por algún lugar. Entonces, lo más fácil es siempre buscar la puntita de cualquier ovillo. Tirando de la misma se desenrolla el contexto. Lo que hay que entender es que el contexto no está en el ovillo, sino en el interior imaginativo o memorioso del que escribe.

Ese párrafo introductorio (como también el próximo, abajo) es consecuencia de mi súbito recuerdo de aquellos rojos atardeceres de los otoños de mi infancia y temprana adolescencia (es otoño ahora en los Estados Unidos), tal como los veía desde la terraza de mi hogar natal de Baradero, allá en Santa María de oro casi esquina San Martín, muy cerquita de la ochava noroeste de la Plaza Mitre.

El ovillo de donde proviene y se crea la trama imaginaria está formado por la mixtura primal entre el acervo de experiencias personales —es decir, de la memoria existencial— y el archivo intelectual. Este último contiene la selección de las articulaciones descriptivas más remarcables (es decir, las inolvidables) que fueran extraídas a lo largo de la vida de las fuentes narrativas de cualquier lenguaje que nos ha interpelado —sea el oral, literario, dramático, cinematográfico, pictórico, escultórico, musical, et cetera.

Sin ninguna intención previa, estrategia anterior, ni estratagema literaria, al pensar en los crepúsculos de mi infancia se forma en mi mente de modo espontáneo e inevitable la frase ‘Cae la noche tropical’. Es el título de una novela de Manuel Puig. ¿Existe un cliché para cada articulación mental?

Pienso en ese algo recién descripto y aflora a mi mente la mencionada oración: ‘Cae la noche tropical’. Es a partir de ese título de la novela, entonces, que la puntita del rollo comienza a deshacerse, a desplegarse, a des-enrollarse.

La imagen y su rótulo generarán mi texto, eso espero.

La trama de Cae la noche tropical se desarrolla en Leblón, el barrio playero de Río de Janeiro donde, a partir del año mil novecientos setenta y ocho en adelante, viví durante una década. Por pura coincidencia las protagonistas de ese libro son dos señoras argentinas ya en  la tercera edad, que habitan en ese barrio de la Zona Sur carioca. Manuel Puig lo escribió allí, no lejos de mi departamento; ambos, él y yo, nos habíamos mudado de Argentina al mismo lugar de Brasil, y fue también en mi hogar brasileño donde leí por primera vez Cae la noche tropical —quiere decir que tanto la situación central como la periférica de ese libro, de cierta forma lejana se emparentan conmigo. No obstante, este es un hecho fortuito: no elegí esa puntita ni ese rollo por esa razón ni ninguna otra. No fue una elección, en  absoluto. La referencia me invadió y listo: ella me eligió a mí.

Se diría que a veces escribir es también ‘no escribir’: limitar, depurar, extirpar, tachar, alterar o parcialmente cercenar una imagen con la intención de rescatar otra. Recuerdo el firmamento crepuscular sobre las planicies baraderenses: Las incesantes ráfagas que producen los Dioses eólicos otoñales de mi pueblo —el Pampero y la Sudestada— aran ese cielo de nubes cumulus nimbus o cirrus stratus que dora y funde el último sol. Para evocar este ‘paisaje’ tengo que eliminar una palabra del título de la novela de Puig y así expurgar también toda la memoria de mi experiencia brasileña. Jamás el adjetivo ‘tropical’ podría adaptarse a mi recuerdo del fin del día durante los otoños sobre la pampa húmeda. Sólo por medio de la amputación de ese adjetivo, tropical, una imagen y el concepto sensorial que incluye la misma recuperan su autenticidad y frescura: Cae la noche.  

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Permanezco de pie, solo en la terraza de mi casa, casi entregándole mi dorso al poniente, cerca de los dos alambres desde los cuales flamean nuestras toallas, las sábanas, medias y ropa interior que mamá colgó algunas horas antes. Entonces elevo la mirada sobre los techos de la municipalidad —del corralón de la municipalidad, en realidad, ya que mis ojos se enfocan en un punto del horizonte que se encuentra muy a la izquierda de la parte de atrás de la torreta estilo neorromanesco del reloj y el campanario de la vieja intendencia, más o menos hacia el noreste, por donde oscurece la noche, a contramano de la puesta del sol. Mi vista persigue las líneas rojas, anaranjadas, amarillas y violáceas —esas pinceladas en nubes hechas trizas por los vientos, que parecen alejarse hacia el este, como si corrieran hacia el el puerto, el río y la isla para ‘rajarse del pueblo’, antes de que se ponga de noche.

La ominosa oscuridad se avecina rápido ante mis ojos.

‘Cae la noche’, trato de decirme una vez más. Pero para este entonces —después de haber visualizado mi recuerdo— ya estoy muy lejos de aquel ‘cae la noche’ inicial, porque jamás bastaría un simple ‘cae la noche’ para decirles a hipotéticos terceros ese cielo y las emociones que me provoca…   a no ser que mi escucha o lector fuere otro baraderense como yo.

En un artículo (a paper) titulado ‘The Ever Expanding Home’ (El hogar que crece sin cesar), traté de explicarles a lectores norteamericanos (entre otras cosas) los bajos del Tala, los puentes del Tala, la estrecha ruta anegadiza de doble mano que nos llevaba de Baradero a San Pedro allá por los comienzos de los sesentas, y aún antes.

¿Cómo hablarle por medio de mi escritura a la gente que circula entre los rascacielos que bordean las calles de la Isla de Manhattan, de esas crecientes, de esos puentes estrechos de barandas de cemento blanqueadas, tan geométricas como una serie de pinturas de Mondrian? ¿Cómo hacerles ver las vacas anegadas en el barro, náufragas sobreviviendo en las lomas que emergen por esos bajos durante los desbordes del Paraná, del Arrecifes, del Baradero, del Arroyo del Tala[1]? ¿Cómo explicarles un paisaje poblado de reses solitarias estacionadas en total inmovilidad sobre montículos florecientes de pajonales que sobresalen como si fueran islas?, —ese ganado anegado a la espera de los jinetes que lo rescaten y suban a un camión jaula, cuando los cursos de agua del lugar han abandonado su plácido humor de naturaleza local y llegan transformados en Litoral, en Mesopotamia y en Norte —enloquecidos de alimañas, yararás, y alguna que otra vez también un mítico puma solitario, navegando agazapado en su colchón de camalotes como un Maharajá en su alfombra mágica.

Tal vez de eso se trate: la familiaridad que crea la experiencia íntima toma un referente del archivo intelectual y así etiqueta una memoria. El cliché la comprime y guarda, como si fuera un  archivo zip. Por oposición: así como es suficiente un ‘Cae la noche’ para que nosotros —es decir, ustedes los lectores baraderenses ‘de cierta edad’ y yo— veamos ese cielo que me enmudecía durante mi infancia y adolescencia, tal vez sea absolutamente imposible describirles a esos neoyorkinos el todo (no importa la extensión de texto utilizada) para que perciban con la intensidad con que lo hacemos nosotros todo eso que nos evoca un simple ‘Se inundaron los bajos del Tala’. Es obvio que estas dos referencias (cae la noche; se inundaron los bajos del Tala) pertenecen a mis memorias más antiguas, ya que se originaron en la oralidad local de mi pueblo.

Hago estas consideraciones porque atañen a las posibilidades y límites intrínsecos de toda narración cuando intenta constituirse en traductora de experiencias vivenciales personales o colectivas. Si es eso lo que Marcel Proust trataba de lograr en En busca del tiempo perdido, yo supongo que sería insuficiente la mejor y más extensa descripción escrita que yo fuese capaz de hacer para que esos lectores norteamericanos visualizaran el absoluto (por definición, inalcanzable; de todos modos) de eso que acabo de recordarles a ustedes, la gente de Baradero, con tan sólo una oración ‘cliché’.

A nosotros nos basta lo que podría ser el sintético epígrafe de una fotografía: ‘Los puentes de la ruta cuando se desborda el Paraná’, y ya está. La sola mención del accidente meteorológico-fluvial que solía suceder cíclicamente en aquel lugar inhóspito, muy cercano a la villa del Río Tala —cuando la ruta era todavía un sendero pavimentado a dos manos que llamábamos no sin orgullo ‘La Panamericana’—, es suficiente para que evoquemos lo que he descripto unos párrafos antes, porque oímos (escribo, leemos y recordamos ustedes y yo juntos: re-conocemos) de un modo existencial y emocional.

Mi impresión es que no hay ninguna vivencia existencial desprovista de emoción. Nada nos deja inalterados. Dicho de otro modo: cada experiencia nos modifica, nos transforma. Pero esto es tan sólo una perogrullada, lo sé.

Entonces, como aquí comparto estas palabras con gente que a su vez ha vivido lo mismo —ustedes, mis conciudadanos, quienes guardan esa idéntica memoria emocional— puedo extenderme seguro de ser entendido de modo literal. Y volviendo al anochecer, puedo decir además que ese cielo de los otoños de mi pueblo es único e irrepetible, que nunca lo reconocí en ninguno de los firmamentos de las otras doscientas cincuenta ciudades del mundo en las que ya he estado, y en consecuencia puede ser que también allí haya visto ‘caer la noche’ alguna vez. 

Hay inclusive detalles complementarios que ilustran y completan la experiencia para hacerla aún más única, íntima y personal. Éstos son intraducibles para todo ‘extranjero’ —en el sentido etimológico y también en el sentido existencialista que Albert Camus acuña en L’étranger y que califica a aquel que está incapacitado para percibir con claridad porque carece de la empatía indispensable y necesaria. Sin alejarme demasiado de lo obvio, puedo por ejemplo mencionar la publicidad oral que más o menos coincidía en su ‘arranque’ con el comienzo de ese crepúsculo sangriento de los otoños de Baradero.

Eran mi soledad de la terraza de paredes pintadas del amarillo pálido genérico de tantos patios y terrazas de nuestro pueblo por ese entonces, el piso de cemento grisáceo, los malvones y algunos cactus de mamá, despuntando de las macetas color rojo andaluz (por llamarlo de alguna forma); la escalera que bajaba al patiecito —cuya baranda de hierro negro art-déco fuera obra de Don Alberto Allegrini—, los enormes ventanales hacia el ‘jol de invierno’ donde después de nuestros almuerzos mis padres dormían la siesta en sendos sillones de mimbre, también estilo art-déco; ambos progenitores abrigados por las secciones de La Nación que abandonaban sobre sus pechos o regazos cuando de modo inadvertido e indefectible se entregaban a los brazos de Morfeo.

Éramos yo, la ropa flameando desde los alambres mientras se secaba presa del viento —y el cielo que se cernía sobre mi humanidad como una alucinación. Todo esto era magnificado por la la ‘banda de sonido’ que proveía esa publicidad oral que dramatizara mi joven abanico de emociones, ya desde la misma infancia.  

La ‘Publicidad Marconi’ funcionaba en el sótano del almacén de ese nombre y tenía bocinas metálicas instaladas bien en el centro del pueblo. Una se hallaba en la cornisa de ese comercio, en la esquina de Anchorena y Oro, hoy el bar de Pelecho. Una segunda bocina estaba fijada sobre el Hotel de las Naciones, en la esquina de San Martin y Oro y la tercera sobre el café La Suiza, en la intersección de Aráoz y Oro. Las palabras y las melodías que emitían esas bocinas de metal pintado de color gris de la Publicidad Marconi —cuyo formato de trompa se parecía al de las bocinas amplificadoras que eran estándar en los fonógrafos-victrolas a cuerda RCA Víctor— hacían eco y se deformaban al alcanzar mis oídos, después de haber rebotado por los techos de chapas de cinc y por las paredes revocadas de las casas y patios vecinos.

Yo habría llegado de la Escuela número uno (salíamos a la cinco de la tarde); tomado el ‘café con leche’ de rigor y subido la estrecha escalera desde el patiecito de mi hogar para esperar el anochecer en la azotea. Era un rito que yo efectuaba día a día sin tener la menor consciencia de su realización más o menos cotidiana.

Hoy entiendo que era mi momento epifánico recurrente. Sé que esas fueron mis primeras experiencias metafísicas. Ese lugar y ese momento —bajo ese cielo transfigurado al caer la noche— constituían la oportunidad constante de acceso a una predisposición psicológica por medio de la cual ‘el mundo fenomenológico’ —lo tangible— me abría una puerta hacia estados puramente espirituales.

Ese cielo —desintegrándose en llamas brillantes u opacas según el instante particular de dicho anochecer—, sumado al sonido reverberante de la ‘Publicidad Marconi’, me colocaba en trances de intensidad hasta entonces desconocida para mí.

Quizás fueran esas las primeras melancolías resultantes de mi adquisición paulatina de la conciencia de mi propia mortalidad. Por contrapartida, cada nueva paleta de bermellones proteicos, camaleónicos —ilustrada por las melodías y voces indescifrables de la lejana publicidad oral— me entregaba pautas de la existencia de ciertos misterios inefables que guarda el universo y su historia, y que yo pasaría la vida tratando de develar. 

Cae la noche.

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Hugo Pezzini

Pleasantville, New York. Dos de noviembre de dos mil diecisiete, al anochecer.·

La ilustración del anochecer de nuestro cielo baraderense es una imagen derivada de una fotografía original de ‘Aes Se’.

[1] Los mapas en realidad lo identifican como Arroyo de la Tala, dejando la denominación ‘Arroyo del Tala’ para un río del Uruguay.

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