Vamos a tratar de regularizarnos. Mi editor o agente informal —sin que por eso sea menos demandante o autoritario— es Fredi, uno de los únicos amigos de mi infancia argentina con quien mantengo contacto no sólo constante sino también regular. Cuando me envía un email desde su nativa Buenos Aires y no le respondo al toque, me lo manda nuevamente con la advertencia de que lo hace por segunda vez por si no lo he recibido o ha escapado (SPAM) mi atención en la oportunidad original. “Por las dudas te lo mando de nuevo”, escribe. Así son las cosas. Entonces, estos recuerdos a continuación son producto del material que Fredi en sus últimos emails me ha estado recordando y pidiendo que haga explícito. Contarte las varias escenas sobre el mismo tema que Fredi me propone tal vez me lleve más de un domingo. Por eso escribí “regularizarnos”. Desde el comienzo de la primera fase de la pandemia desaparecí de esta publicación varios domingos. ¿Quién sabe si este asuntito no me da tema para escribir más a menudo? De todos modos, sigue a continuación el caso que decidí exponerte hoy. No me costó ningún esfuerzo, salió a la superficie por sí mismo. Los otros eventos seguirán en los próximos domingos, si es que consigo extraerlos de mi memoria y escribirlos de forma satisfactoria, che. Si no, no.

Corre la segunda mitad de la década del sesenta. Me he ido a Buenos Aires para estudiar ingeniería industrial en la UCA, la Universidad Católica Argentina. Esto no es consecuencia de mi decisión, sino de la que tomaron en conjunto mi mamá y un cierto Dr. Dalfonso. Este individuo es el fundador, propietario y director de un centro de test y análisis vocacionales y de personalidad, que de modo egocéntrico el tipo denominó Instituto caracterológico del Doctor Dalfonso. Tal cual.

Durante tres días, allí fui sometido a una serie de baterías psicoanalíticas cuyo resultado determinó que mis estudios universitarios y mi profesión futura serían la ingeniería industrial. Además, ahora por decisión de mamá y de mi profesora de matemáticas, la señora Casas de Rivadeneira, debo integrarme al Opus Dei. Es un claustro de la ultraderecha católica apostólica romana —bah, una secta de fanáticos religiosos nacionalistas a la manera de Tradición, Familia y Propiedad, pero mucho más establecida e institucional. La fundara en España un religioso franquista y supuesto miembro de la nobleza, el Marqués de Peralta, más conocido como Monseñor José María Escrivá de Balaguer. Su mansión en Buenos Aires, Los aleros, se halla en la esquina de las calles Virrey Olaguer y Amenábar, del barrio residencial de Belgrano R. Este será mi hogar. Cosas vederes que non crederes, Sancho.

No es ninguna coincidencia que yo haya emigrado de mi cuna natal y educacional a orillas del río Baradero a ese enclave porteño de la ortodoxia fundamentalista católica internacional: mi educación pre-universitaria completa se realizó también en instituciones religiosas.

Mi génesis religiosa se inició a los seis años de edad en la Acción Católica baraderense de la calle Laprida. La señorita Righini, mi catequista, me enseñó a repetir el libro de catecismo oración por oración y párrafo por párrafo hasta que lo aprendí de memoria: es que yo todavía no había aprendido a leer ni a escribir. Continuó un corto pasaje por la escuela primaria de las monjas de la orden religiosa Hermanas Pobres Bonaerenses de San José, el Instituto incorporado San José, cuya entrada en esa época era contigua a la capilla del mismo: dos altos escalones y una doble puerta de madera sobre la calle Anchorena. Después llegó mi dulce calvario en el Instituto Santiago Ferrari de la Obra educativa parroquial. Su complejo edilicio se levantaba en la ochava opuesta y en diagonal a la cancha de Atlético, sobre la calle Bulnes. Todavía sigue allí, aunque expandido y modernizado. En ese colegio secundario pasé seis años, porque repetí el segundo de los cinco que llevaba el Bachillerato nacional.

 Entonces no es pura casualidad que para mi carrera de estudiante de ingeniería industrial mi madre haya decidido continuar en Buenos Aires la previa seguidilla baraderense de clases de Religión, misas obligatorias todos los domingos en la Iglesia de Santiago Apóstol —con pasaje de asistencia ‘in situ’—, confesiones, comuniones y retiros espirituales: perteneceré no sólo al Opus Dei (esta locución latina significa Obra de Dios) sino también a la Universidad Católica Argentina, cuya clase más importante durante el año completo del ingreso en su subsede capitalina de Arenales y Riobamba fue la de Doctrina Social de la Iglesia. Allá vamos una vez más.

En fin, nuevito en ese panorama, todavía desconocedor e ignorante de las intricaciones de mi Buenos Aires querido, rapidito me di cuenta de que la libertad bien entendida se hallaba en la calle. Lo descubría todas las mañanas, cuando a eso de las siete cerraba la puerta de Los Aleros y me iba a tomar el ómnibus 302 en la esquina de la Avenida Cabildo y Olaguer. Casi una hora más tarde me bajaba en la esquina de Santa Fe y Callao.

En esta incipiente autonomía porteña, mi compañero de aventuras y de toda toda necesidad y urgencia era—por supuesto— Fredi. Como él vivía en pleno centro y era un muy buen conocedor de la yeca y sus códigos, fue Fredi, por ejemplo, quien me llevó por primera vez a un sucucho pseudo-librería (creo que del Centro de estudiantes de la UCA) a comprar los textos y apuntes pirateados que cubrían el programa de estudios del año completo del ingreso a ingeniería. Factótums de la UCA los copiaban, imprimían a mimeógrafo y vendían en ese recoveco escondido de la calle Riobamba.

Llené una enorme bolsa de lona con estos libros caseros, la mayoría de los cuales jamás abrí. Una minoría selecta —que sí leí—, no obstante, me ayudó a aprobar mi ingreso a ingeniería con un récord que incluía una nota de diez puntos perfectos en dos materias del total de siete que comprendía dicho curso de ingreso. Ya desde ese momento debí haber sospechado que estaba en el programa de estudios equivocado: las dos disciplinas en las que obtuve esa nota insuperable habían sido Inglés y Coloquio. El examen final del coloquio consistía en un diálogo tête-à-tête con el decano de la facultad, el doctor Agustín Durañona y Vedia. Este examen oral era obligatorio, se rendía por último en la lista de exámenes finales del curso de ingreso, y la asignatura era crucial y eliminatoria. Llegada esa fecha, sentados en dos sillas frente a frente, el decano de ingeniería y yo nos trenzamos en una discusión que sobrevolaba el cuerpo general del “curriculum cultural” que abarcaba el coloquio. Era un abanico de temas históricos, artísticos, filosóficos y culturales que en los EE UU (esto lo vine a descubrir después, durante mis estudios en este país) se agrupaban en una clase titulada Orígenes y fundamentos de la Civilización Occidental. Obtuve un diez, como te dije, pero  esta materia no guardaba relación alguna con las ciencias exactas y el cientificismo de la ingeniería. Mmmm.

Ergo, un par de años más tarde abandoné el Opus Dei y la ingeniería, en busca de algo que estuviese más cercano a mi auténtica pero aún nebulosa vocación. Reemplacé esa malograda carrera por la de periodismo. Se dictaba en un centro educativo denominado Instituto Grafotécnico : Escuela superior de periodismo. Nunca entendí ni me preocupé por saber qué significaba ‘grafotécnico’. Si fuese hoy, me hubiera bastado googlearlo. Creo que hasta hoy se halla en el mismo punto de la calle Moreno, a una cuadra de la Jefatura de Policía.

Sin embargo, mi rebelión fue sólo a medias: para mi nuevo hogar pasé de la mansión Los aleros del Opus Dei al pensionado estudiantil que en la esquina de Yapeyú y Don Bosco tenían los curas salesianos para hospedar a pibes como yo, que siempre andaban entre entre hábitos y sotanas. En vez de viajar en el ómnibus de la línea 302 a la UCA, ahora iba al Grafotécnico en los hermosos vagones con interior de madera y puertas de apertura a mano (como varias líneas del Métro de París) del subte de la línea A. Éste hermosísimo tren subterráneo corría por las entrañas de la Avenida Rivadavia y me depositaba a una cuadra de la facu de periodismo.

En esta nueva fase de preparación para una vida de periodista, Fredi me seguía acompañando a todos lados y alentándome en mis estudios y en mi vida en general. No le importaban demasiado mis oscilaciones vocacionales —me secundaba en lo que fuera. Así fue cómo con este muchacho empezamos a ir al centro equipados. Yo, con una flamante cámara fotográfica Nikon FTN 50-300mm (mis viejos “tenían guita”) y él con una clásica Leica de chasis de aluminio. Hasta hoy discutimos quién de los dos tenía mejor óptica. Ambas máquinas eran unas máquinas. En la pre-historia de los celulares inteligentes y dotados cámara, o sea, antes de que éstos existieran, llevar cámaras en ristre era una actitud restringida a los reporteros gráficos y a los fotógrafos profesionales.

Para ir a ‘sacar fotos’ elegíamos los eventos más candentes de la ciudad. De una forma vagamente consciente encarnábamos una manifestación embrionaria o incipiente de proto-periodistas. En realidad, de periodistas no teníamos todavía NADA. Ni siquiera merecíamos la vanidosa autodenominación de freelancers. No habíamos escrito nada, no habíamos publicado nada; ningún texto, ninguna foto. Nada. Nuestra actividad diletante nos situaba en una zona grisácea en la cual éramos al mismo tiempo espectadores, testigos e inquisitivos detectives. Curiosos.

Novatos en la actividad, identificábamos  los acontecimientos que testimoniaríamos por medio de una metodología empírica en la que contribuía el azar, el ruido callejero, las noticias de la radio o la TV, los amontonamientos, los coches en colisión, el fuego que emanase de la ventana de algún edificio —las sirenas, por supuesto— y la presencia de la Guardia de Infantería de la Policía Federal, fuerza de choque fácil de identificar por sus uniformes ‘blindados’ y sus camiones celulares azul marino igualmente blindados.

Cuanto mayor era el quilombo, más interesados estábamos —en realidad cualquiera de estas cosas nos entusiasmaba más que a un nene la calesita. Teníamos que presenciarlo y documentarlo con nuestras cámaras fotográficas. Sí o sí. Al día siguiente o cuando tuviéramos ganas revelaríamos el material recogido en el cuarto oscuro de nuestro amigo en común, Carlos “el Gordo” Pinto. Sólo el futuro determinaría si alguna vez  haríamos alguna cosa de todo esto.

Así fue cómo una vez terminamos subidos sobre los parapetos laterales de la Casa Rosada durante uno de los varios y frecuentes golpes de estado de ese período de la historia argentina. Presenciamos cómo las orugas de los tanques de guerra arrancaban pedazos de asfalto al desplazarse alrededor de la Plaza de Mayo. Desde nuestro puesto privilegiado (lado a lado con reporteros gráficos de verdad) vimos cómo los milicos se abrían en alas al descender de los camiones verdes del ejército y se arrojaban cuerpo a tierra, para apuntar sus FAL 762mm desde las veredas de La Rosada. Observamos también oleadas de manifestantes de la izquierda, peronistas y anarcos que protestaban contra ese golpe dentro del golpe arrojando piedras y botellas hacia todo objetivo militar o policial. La cana respondía con gases lacrimógenos, bombas de efecto moral —es decir, de luz y estruendo— y palos a diestra y siniestra.  

Los levantamientos populares cordobeses del Viborazo y el posterior Cordobazo habían debilitado de modo irrecuperable al gobierno militar del golpe original: El Jefe del Estado, General Onganía, acababa de ser derrocado por su misma fuerza armada y los militares aguardaban el arribo de otro General del Ejército a quien habían fletado desde Washington para que —en vez de Onganía— ocupase el sillón presidencial de la nación argentina: Roberto Marcelo Levingston.

Era una noche cerrada, esa del siete al ocho de junio del setenta. Hacía un frio polar y llovía a cantaros. Invierno Porteño, como lo definiera Piazzolla. Regía el toque de queda y el círculo restricto y prohibitivo de la Plaza de Mayo a esta hora ya había sido extendido e incluía todas las manzanas circundantes a la plaza y a la Rosada. A lo largo de la Avenida Leandro Alem vi cuadras de camiones verdes del Ejército ahora vacíos y estacionados: eran los transportes que habían traído a las tropas desde Campo de Mayo.

Cuando llegó la noche, llegó también la caballería, debo agregar. No recuerdo si fue a planazos de acero o también a puro palo que nos rajaron de nuestro parapeto lateral de la casa de gobierno y a los manifestantes de la superficie integral de la Plaza de Mayo. Toda esta área se había transformado en una tierra militarizada, controlada por medio de tanques de guerra y soldados armados. El perímetro externo había quedado bajo el control de la Guardia de Infantería de la Policía Federal

Mientras el país permanecía por el momento, acéfalo, nosotros nos guarecíamos a la intemperie (bajo un estrecho alero de un café) en la esquina opuesta a la intendencia. Cualquier alero estaba okey. Nos habíamos entremezclado (o lo que es peor, confundido) con la masa de manifestantes antigolpe —los dichos peronistas, zurdos, anarquistas y es seguro que también algunos radicales. La esquina de este café era nuestra tercera posición. Allí habíamos llegado cuando nos corrieron a palos del palier y las escalinatas de la catedral, nuestra segunda posición. Era la segunda porque habíamos subido esos escalones para guarecernos de la cana y de la lluvia cuando huimos en estampida desde el costado de la Casa Rosada, nuestra primera posición. Fue durante ese primer desbande de la Rosada que nos extraviamos de los periodistas auténticos y en la confusión nos mezclamos con los manifestantes, como te dije.

Siempre corriendo, pasamos por los Neptunos con sus cañones de agua y por los camiones celulares de los duros de la Federal: la fuerza de choque de infantería de la policía. Se hallaban sentados en filas paralelas desde el frente hasta el fondo de estos camiones azul marino. Tal vez para mantenerse motivados lanzaban una especie de rugido o grito (¿un canto de trabajo?) mientras se mecían hacia la derecha y hacia la izquierda de modo rítmico y al unísono. Sentados de la forma como lo he descripto, el movimiento acompasado de la guardia de infantería hacía oscilar los camiones celulares de un lado a otro, cuyos elásticos amortiguadores crujían de modo conspicuo. Era una visión y un ruido dantescos. Tan sólo ese espectáculo nos dejaba las piernas flojas y el cuerpo temblando. Un horror; así de tiernitos éramos.

Al fin las tropas de Guardia de Infantería de la Federal descendieron de los varios celulares y formaron columnas —o filas, mejor dicho— que comenzaron a avanzar hacia la ochava de la Avenida de Mayo donde nos hallábamos guareciéndonos bajo los aleros y balcones de un café. Los infantes marchaban directamente en nuestra dirección y detrás de ellos cerraban la marcha dos Neptunos, uno en cada mano de la avenida.

Con gran estrépito los infantes estampaban los borceguíes contra el asfalto al tiempo que golpeaban con sus bastones largos los escudos que llevaban enganchados en los antebrazos. No eran los escudos de acrílico resistente de hoy día sino tal vez de fibra de vidrio reforzado. Cuando ya estaban a menos de diez metros de los manifestantes, es decir, de nosotros, este pelotón antidisturbios abandonó la formación en fila india. Se abrió de modo frontal en abanico y así creó una muralla de escudos contiguos que protegía a los guardias en su avance. Sin prisa y sin pausa la formación continuó su paso hacia nosotros. Los estampidos de los borceguíes contra el asfalto, los gritos o rugidos de los milicos y los golpes de los bastones largos contra los escudos marcaban el ritmo de su ofensiva implacable. Todo para aterrorizarnos, y bien que lo lograban.

Cuando estuvieron bien próximos, levantaron esos escudos para protegerse por completo de las piedras y botellas que llovían de nuestro lado. Ahora la cana nos observaba a través de las pequeñas aberturas rectangulares que los escudos tenían a la altura de los ojos. El uniforme de la fuerza de choque además estaba equipado con cascos, viseras, máscaras antigás, chalecos a prueba de balas, rodilleras y coderas.

A esta altura, los manifestantes entre quienes estábamos habían retirado de sus emplazamientos permanentes todos los cestos de residuos de esa intersección y sus cercanías. Habían arrojado a la calle la basura, la habían amontonado y por fin prendido fuego en el cruce de esa esquina. Habían así improvisado una barricada de humo y llamas.

Lamentablemente, tengo que confesar que Fredi y yo ignorábamos por completo las estrategias periodísticas de desplazamiento y posición durante estos eventos políticos violentos. Es por eso que en el momento de este conflicto entre los guardias de la Federal y los manifestantes, por un error absurdo debido a nuestro analfabetismo al respecto, Fredi y yo nos hallábamos entre los desacatados. Sólo nos separaba de la Guardia de Infantería la barricada que constituía el fuego y el humo pestilente de la basura incendiada. No sabíamos aún ni habíamos notado que el resto de la prensa estaba ubicada (siempre se ubica) detrás de la tropa militar o al menos a sus costados, y avanzaba junto con ella. Jamás con los manifestantes. Esa noche empecé a entender que—si la prensa no avanza desde atrás de la fuerza de choque, su estrategia es el movimiento lateral, avanzando o retrocediendo de espaldas y en paralelo a las paredes y de acuerdo al movimiento de las tropas. Desde esa zona segura, los periodistas observan la calle, la tropa y los manifestantes. Crean así una especie de panóptico desde el cual absorben visualmente la totalidad del evento. De vez en cuando, un reportero gráfico baja rápidamente a la calle, toma algunas fotografías y regresa después a la zona de seguridad que esa estrategia propicia y la policía reconoce. Además, en esos casos la prensa lleva sus credenciales de PRENSA bien visibles. Nosotros, ni idea. Por eso, confundidos entre los revoltosos, también nos confundirían con ellos.

La policía decidió atacarnos con todo su arsenal disuasivo. Desde atrás, los dos Neptunos accionaron los cañones hidráulicos que lograron apagar el fuego en pocos minutos. A puro chorro de agua amarillenta los Neptunos voltearon a algunos manifestantes y desbandaron a la mayoría. Una carga inmediata de la brigada de infantería produjo la correría general del resto los revoltosos (les enragés, dirían los franchutes). El humo de la basura incendiada, los vapores de los gases lacrimógenos y el estruendo de las bombas de efecto moral también se volvieron insoportables. Así fue como la masa nos arrastró en su huida hacia la protección del bar de la esquina. Fue una invasión caótica.

Para disimular, los que pudieron, fingiendo ser parroquianos, ocuparon la totalidad de las mesas del café. Otros rajaron hacia el baño. A los rezagados —entre los que nos incluíamos Fredi y yo— no nos quedó otra que permanecer de pie entre las mesas. No sabiendo qué hacer de mejor, tratamos de conversar como si estuviésemos no en un café porteño sino en un boliche bailable. Por complicidad, simpatía política o pura misericordia el gerente y los mozos se apiadaron de nosotros y se quedaron sota ante el desborde. No creo que lo hayan hecho especulando que los invasores ordenarían una cantidad de cócteles u otros tragos que generasen una buena caja al fin de la jornada.   

Detrás de nosotros y pocos segundos o minutos más tarde, por ambas puertas del bar entró una buena parte de la formación de Guardia de Infantería. Ahora sí y de inmediato el dueño o gerente del lugar salió de atrás del mostrador y levantó los brazos, tratando de impedir la entrada de la tropa. “¡Acá no! ¡Acá no! ¡Acá no!”, gritaba. Un par de escudos lo empujaron violentamente y el tipo se fue al suelo. Se levantó rápido y volvió a su refugio detrás de la caja registradora. Vi por uno de los ventanales que afuera diluviaba y que al borde del cordón ya se estacionaban los celulares de ventanas enrejadas. Transporte de detenidos.  

Lo que te voy a relatar a continuación te resultará un poquito anticlimático, pero la vida real nunca es como en las películas de acción. Las cosas suceden como suceden, sin que nadie considere el efecto que causarán (o no) en la sensibilidad de la audiencia o los espectadores, ¿no es así?

Como si me hallara dentro de una pesadilla, vi de cerca la imponencia de los uniformados que acaban de invadir el café. Noté que el agua de lluvia todavía bajaba como una cascada por los ropajes de esos canas que habían venido marchando bajo el chaparrón desde los camiones celulares aparcados en las veredas de Plaza de Mayo. Sin duda esa agua habría penetrado hondo bajo sus vestimentas y los cuerpos de los policías debían estar helados y empapados. Las máscaras antigás ahora colgaban de su pecho. Vi entonces sus rostros. Casi todos tenían la misma expresión impasible, bigotes recortados militarmente, piel cobriza y rostros aindiados. Eran espartanos, automáticos e insensibles. Percibí que el agua que bajaba por el rostro de uno se mezclaba con la exhalación de su respiración y la transformada en un spray que se proyectaba en el aire.

 En menos de un minuto los infantes tomaron posesión del lugar e hicieron marchar a los detenidos hacia los celulares, en fila india y de documentos de identidad en mano. Había comenzado la redada de los revoltosos de la esquina. Con Fredi retrocedimos como pudimos y sin saber bien qué hacer, instintivamente nos plantamos contra y de espaldas a la barra, nuestras cámaras visiblemente colgadas en nuestros pechos.

Dos escudos se nos vinieron encima. Con una voz aflautada de pánico a Fredi se le ocurrió gritarles bien alto “¡Prensa!, ¡Prensa!”. Los policías deben haberse dado cuenta de inmediato que éramos inermes. Nuestro aspecto sobresaltado —no: aterrorizado— y nuestras ropas y rostros adolescentes típicos de los pequeños burguesitos sobreprotegidos de la clase media nos delataron. Habíamos sido sorprendidos en el lugar equivocado y en el momento equivocado. La cana, acostumbrada a identificar de un vistazo tanto los peligros latentes como el privilegio tácito de ciertos sectores sociales inofensivos, decidió ignorarnos. Como si no estuviéramos allí o fuéramos invisibles, en el último instante los de los escudos se desviaron hacia el baño. Al menos en esta afortunada ocasión la fuerza de choque no se ocupó de nosotros. El ir y venir de los arrestos continuó por algún tiempo, mientras —estupefactos como estatuas de sal— Fredi y yo nos limitamos a absorber lo que se desarrollaba ante nuestros ojos.

Cuando sobramos libres tan sólo unos pocos venturosos, incólumes todos, salimos a la calle. Sin mirar atrás y ni siquiera notar la lluvia emprendimos nuestra marcha forzada de fuga en dirección al Congreso.

Ese fue nuestro bautismo de fuego periodístico, o tal vez tan sólo la pérdida de nuestra virginidad.

________________________________________

Jiminy Peak, Hancock, Massachusetts, New England, 14 de enero de 2022

Comentarios de Facebook