Ayer estuve en Argentina y charlé con un par de amigos.

No, no en carne y hueso. Fue una charla a distancia: Aníbal Parissi me invitó a su programa Dinosaurio de Radio, que se difunde por la estación LS2 96.9 FM Baradero. Como era una conversación entre tipos que se hallaban en lugares lejanos entre sí, Argentina (el lugar donde nací y me crié) <—> Estados Unidos de Norteamérica (el lugar donde vivo desde hace más de cuatro décadas), no podía estar ausente el tema de la distancia y los sentimientos que la misma me provoca. Esto me puso nostálgico (la letra cursiva o itálica es pertinente, como verás) y me dejó pensando en la visita que tenía planeada y confirmada para este último marzo pasado, pero Mister Covid-19 prohibió ese viaje de modo terminante. ¡Carajo!, iba a ver Argentina una vez más.

Por ahora, no pudo ser.

Toda la sensibilización que la entrevista con Aníbal Parissi causó en mi espíritu, llevó mi memoria al momento de mi primera visita a Argentina después de haber dejado el país, también por primera vez.

Dos imágenes.

Llegué de Brasil a Buenos Aires en un frío mes de julio. No había pisado Argentina durante ocho años. A la edad que yo tenía en esa época, ocho años es mucho tiempo. El período que comprendió ese período brasileño  lo viví, en una buena parte, en Ipanema —habitaba un departamento de frente en la planta baja de una calle corta y sin salida llamada rua Sadock de Sá.

La máxima altura edilicia permitida en Ipanema cuando arribé al barrio era cuatro plantas (sin ascensor). Esa vía de circulación en la que yo vivía, Sadock de Sá, se hallaba arbolada del modo tupido que es característico de Ipanema. Los dos o tres pisos superiores de los pocos edificios erigidos eran invisibles desde la calle: se alzaban por encima de la fronda. 

Yendo por su transversal (rua Montenegro, que hoy se llama Vinicius de Moraes), la rua Sadock de Sá distaba una cuadra de la Lagoa Rodrigo de Freitas —la imponente laguna—, y cinco cuadras de la playa, yendo por Montenegro en la dirección opuesta. El cul-de-sac que constituía Sadock de Sá nacía en la rua Montenegro y moría sofocado contra una colina rocosa tres cuadras después —el cul-de-sac propiamente dicho. Yo vivía a una cuadra de la esa pared pétrea.

Exagerando un poco, te diría que —hasta ese momento histórico de mi visita a Argentina, después de ocho años continuos en Brasil— Sadock de Sá y algunas otras pocas calles aledañas habían constituido mi universo personal: absorto y absorbido por el entorno y la cultura local, en Río yo dividía mi tiempo entre largos jogging alrededor de la laguna (un óvalo irregular de algo más de siete kilómetros) y mi vida en las arenas de Ipanema; paraba precisamente en el Posto 9, el lugar más caliente del momento, como lo calificarían en Puerto Rico. En esa playa yo corría por la blanda arena seca o la dura de la orilla, según mi deseo o necesidad física. Además, nadaba —allí aprendí a hacerlo en mar abierto y en larga distancia—, practicaba el surf, el morey boogie y el body-surf (jacaré, en el lunfardo brasileño). Hacía ejercicio en los aparatos gimnásticos públicos de la playa y fumaba mucha maconha con los amigos o casuales interlocutores playeros, la mayoría hippies, claro: me hallaba en Brasil y en ese momento de su cultura popular. Tomaba el sol incandescente y omnipresente y me deslumbraba con esos atardeceres perfectos y rápidos del trópico —al fin del día, el sol se zambullía en el mar, a la izquierda de las montañas gemelas —el morro Dois Irmãos. La sierra que culminaba en esos dos picos cerraba las playas de Ipanema y Leblón como si fuera un muro entre éstas y una tercera más al sur, São Conrado, donde imperaban las alas delta.

Volviendo a Ipanema. La gente que había quedado en la playa hasta esa hora final de la tarde observaba de pie y en silencio el proceso de descenso y la posterior desaparición del astro central de nuestro sistema solar. Cuando la parte superior de la circunferencia solar al fin “se hundía bajo el agua”—o sea, cuando el sol se ocultaba detrás de un horizonte hecho de agua de mar—todos los presentes rompían en una alta gritería y aplausos colectivos generales. Era un ritual diario absolutamente emocionante. Imperdible. Sólo he presenciado algo comparable en Oia, un poblado al noroeste de la isla griega de Thira (o Fira, pero popularmente conocida como Santorini), donde también se lo viva y aplaude. No obstante, en este caso la gente está vestida y observa la puesta del sol en tierra firme y desde lo alto de los acantilados, lejos del agua. En Ipanema, si se te canta la podés mirar hasta ¡adentrado en el mar!

En esa época, Ipanema era un lugar de casonas, chalets señoriales, los edificios de tres o cuatro pisos que te mencioné antes, y algunos pocos hoteles proto-boutique que prefiguraban el futuro de la zona: el barrio era todavía un hábitat exclusivo de ‘locales’ o ‘nativos’ —poblado de hippies, artistas, músicos, poetas, bohemios, borrachos conocidos y otros no tanto. La Bossa Nova misma había nacido allí, por esas ruas de Ipanema. Garota de Ipanema —Olha que coisa mais linda mais cheia de graça/ é ela menina que vem e que passa/ num doce balanço a caminho do mar. . .

Cuando visto desde las montañas que lo circundan, el barrio se devela como una barra breve y delgada barra de arena entre el agua dulce de la laguna Rodrigo de Freitas y las saladas del Océano Atlántico. La laguna desagua su caudal por medio del canal del Jardim de Alah, un recto curso de agua que marca de forma neta y precisa la separación entre las playas de Ipanema y de Leblón.

 

Desde unas dos décadas antes de mi llegada a Ipanema —o más preciso aún, desde siempre— a la manera del Greenwich Village de New York o del antiguo Quartier Latin de París, este barrio carioca ha sido (y todavía es) el asiento de cada revolución sociocultural brasileña. En términos de influencia, Ipanema es a Brasil lo que EE.UU. es a Latinoamérica. Pero también es cierto que antes de ese momento —si uno se remonta a comienzos del siglo XX— Ipanema no era ni siquiera un ‘suburbio urbano’ de Río, sino tan sólo unos pocos caseríos dispersos y perdidos en una barra compuesta de dunas semicubiertas de vegetación reptante —que afianzaba las arenas de las primeras a su posición permanente— y tupidas pitangueiras retorcidas que se erguían de vez en cuando entre las líneas de esbeltas palmeras. Ipanema nació en la zona sur de Río de Janeiro como una explosión nuclear: su vida es corta pero avasallante.

Ahora bien: lo que trato de hacer al brindarte mi background brasileño es preparar(me) el terreno psicológico, para así colocar en contexto la descripción romántica (es decir, emocional) del momento de mi llegada a Argentina después de haber volado desde Brasil, en mi primer y corto abandono del trópico (es decir, de Ipanema). Mi primer retorno a Argentina, un retorno que en el futuro se repetiría en retornos iguales: siempre temporarios, siempre insuficientes —desde siempre y para siempre tan sólo una breve visita a mi país natal, ese hogar original dejado atrás, en mi pasado.

Enorme y dificultosa esta tarea que hoy me he impuesto. Me releo hasta aquí y percibo que —pero no necesito preguntarme por qué— antes de lo que te voy a narrar, me he extendido en una descripción más o menos minuciosa de mi corta calle sin salida, del barrio y de mis ociosas y placenteras actividades en ese lugar. Te lo conté de modo espontáneo, sin proponérmelo, sin darme cuenta y sin motivo ni “agenda” previa que lo justifiquen. Todo este “prólogo en el trópico” era innecesario. Hubieran bastado las dos oraciones iniciales con que me adentro en el tema, para entonces pasar directo a hablar de mi llegada a Argentina. Me cito en ese inicio: “Llegué de Brasil a Buenos Aires en un frío mes de julio. No había pisado Argentina durante ocho años.” Suficiente, ni una palabra más. Eso bastaba: a continuación, yo en Buenos Aires. No obstante, dispuesto a hablar de mis impresiones al volver a Argentina, me siento a mi escritorio, abro un documento Word en blanco y no consigo evitar darle las dos primeras páginas al que era entonces mi lugar de adopción biunívoca. Ipanema era mía y yo era de Ipanema.

Ahora mismo, mientras escribo frente a esta ventana por la que penetra el sol que baña un paisaje otoñal inerte de un pueblito de los Estados Unidos cercano a New York —Pleasantville, ni de Brasil ni de Argentina— y con el sonido del piano de Khatia Buniatishvili ilustrando mi momento —no algo de Piazzolla ni de Yupanqui (ni de Vinicius ni de Chico Buarque)— siento que los músculos de mi estómago se tensan y comprimen frente a esta auto-demanda de evocar de modo afectivo mi primera ‘vuelta al hogar’. ¿De qué manera no-emocional podría haberlo hecho, de todos modos? El Nostos. ¡Qué hermosa palabra griega!, nostos: la vuelta al hogar. Me demoro en Brasil cuando voy a recordar esa vuelta breve a Argentina porque el retorno al hogar significa la imposible e infructífera tarea de reconstruir el cordón umbilical.

Homero en su poema se aboca a la descripción del retorno de Odiseo/Ulises a su tierra natal, pero al componer su narrativa el poeta se va demorando en la descripción de este viaje de vuelta. Llena el itinerario de peripecias épicas que extienden el viaje durante diez años, antes de que el héroe griego pueda poner por fin sus pies sobre la arenas volcánicas de Itaca. Cuando —después de haber disfrutado el libro en su totalidad— uno cierra la contratapa de la Odisea, uno no sabe si Odiseo/Ulises permanecerá en Itaca o si esto será tan sólo la ocasión de una corta visita. No. Homero decide terminar su relato a la postre de tan sólo un par de acontecimientos relacionados al arribo de Odiseo/Ulises al mencionado enclave de la antigua Grecia, su cuna. El lector llevará consigo para siempre la duda de si el noble guerrero naval permanecerá al lado de Penélope, quien tanto lo esperara, o si poco después se hará una vez más a la mar. El imposible nostos siempre cerniéndose sobre aquel que una vez se fue.

Vuelvo al aquí y al ahora, pero continúo con el nostos: mi condición de autoexiliado de hace más de cuatro décadas (y de neurótico obsesivo-compulsivo, ¿un síndrome postraumático del exilio? ¡je!) me ha incorporado un tema recurrente y un equipaje léxico especial. Eterno extranjero, recaigo en ciertos vocablos y su significado en mi vida personal y en mi vida profesional (siempre entremezcladas, casi fusionadas). En mis clases, en mi escritura, en mis conferencias, en mis conversaciones con amigos o la gente de mi familia —me halle donde me halle —trotamundos, ande yo por donde ande, por ciudades de Europa o de América— caigo de modo insistente y central en la idea y el significado del nostos, de la vuelta al hogar, de la imposible vuelta al hogar. Siempre Del lado de allá, tal como titulé mi último libro. Repetitivo, lejos de la cuna y del regazo de la madre tierra, en otro libro mío anterior, Belleza terrible, explico que la palabra ‘nostalgia’, deriva de esa primera, nostos; y que una posible acepción primera y original de la palabra nostalgia es “el dolor de una vieja herida”. Argentinostalgia.

Pero al fin he llegado a Argentina.

De ese primer arribo a mi país —después de haberlo dejado ‘para siempre’ ocho años antes—, vive plasmada en mí una fotografía mental del primer día, una instantánea impresa en mi retina y en mi memoria del atardecer de esa jornada en una esquina crucial de Buenos Aires. Su fuerza no reside en ningún hecho dramático. El instante que te describiré es más que suficiente, como lo es la última luz del sol que descerraja el crepúsculo en el mar de Ipanema.

La foto.

Llego del Aeropuerto Pistarini, largo mis dos mochilas en el departamento que mi viejo tiene en la esquina de Riobamba y Sarmiento y de inmediato vuelvo a la calle.

Quiero meterme bien bien en el trocén. Tomo el subte en la esquina de Corrientes y Callao y me bajo en Corrientes y Florida. Asciendo a la superficie y la escalinata me deposita en la vereda de una de las ochavas de esta intersección.

Atardece. Hora del rush.

La iluminación pública y todas las vidrieras ya están encendidas.

 

El asfalto y las calzadas brillan inmaculadas en su higiene absoluta; los colores de la mercadería expuesta en los negocios se reflejan en el piso, tornasolándolo. La geometría de esa reflexión multicolor ilustra la arquitectura interior y exterior por la que circula una multitud de peatones.

Al entrar y salir de los resplandecientes locales, los clientes y paseantes abren y cierran las puertas de vidrio. Los miro hacerlo: empujan o tiran de esos portales vítreos y es como si manipulasen enormes paneles espejados en ambos lados, donde al mismo tiempo en se reflejan ellos mismos también reflejan el entorno exterior e interior que los circunda. Es como si estos pedestres de Corrientes y Florida jugasen con las imágenes móviles para mi estupefacción personal. Es onírico; la masa de peatones se desplaza duplicando la realidad de los interiores y exteriores, proyectándola ante mis ojos. Todo es muy limpio y ordenado, elegante, impecable y animado. El movimiento es intenso a esta hora de las compras postreras de la jornada.

En Brasil, me he ido olvidando de la abundancia en que, en comparación, vive la mayoría de mis conciudadanos, y de su estilo de vida. Aun cuando vivo en Ipanema —una pequeña burbuja donde se concentra la elite socioeconómica brasileña— lo que traigo plasmado como la característica general del ‘país tropical’ es la mendicidad general; la gente durmiendo bajo las cornisas, sobre las veredas, las enormes favelas enclavadas en las faldas de las montañas, los pivetes de rua (los pibes de la calle, les gamins en francés) por doquier. La miseria dominante. El contraste con esta esquina porteña al azar, es “gritante”, como diríamos allá en Brasil.

También hay una diferencia de “estilo”. Dicho esto me siento obligado a recordarte que eso que uno llama el buen gusto —lo estético mismo (o la estética)— es arbitrario, idiosincrático. El factor que lo determina depende de la pertenencia a cierta clase socioeconómico-cultural. En última instancia uno desarrolla estándares de belleza y de costumbres (actos, gestos) de acuerdo al nivel adquisitivo o las posibilidades económicas personales, y del entorno comportamental que a uno lo rodea e influencia durante el curso de la vida. Y del discurso que normativiza e informa ese entorno. Cada clase con su gusto; cada perro con su cola. Queda establecida esta premisa admonitoria entonces, para poder seguir hablando de las impresiones ‘afectivas’ que lo que presencio en la esquina de Corrientes y Florida me despierta. Mea culpa, pendejo de clase media.

 Acabo de llegar de ocho años en Brasil, un lugar donde la gente a diario usa ropa informal o, desprejuiciada, anda nomás semidesnuda. Unas bermudas y sandalias de goma Hawaianas son suficientes. Las pibas, un soutien mínimo o en su defecto un simple pañuelo de seda para cubrir un poco los pechos, con un nudo atado a la espalda; en la cadera, muy talle bajo (a algunas se les ve el comienzo del pelo púbico, ¡bah!, los pendejos; te lo juro por mi vieja), una minifalda o una kanga de batik translúcido y listo. Está todo bien: este es el país del cuerpo.

Imaginate el contraste: Caigo a Buenos Aires en pleno mes de julio. En la Ipanema que acabo de dejar es siempre verano (con quince grados, los cariocas ya sienten frío). Medio amnésico de mi pasado argentino, observo atónito el ajetreo humano muy bien abrigado y emponchado que cruza avenida Corrientes por la senda peatonal. Sin moverme, miro los coches flamantes y lustrosos del tráfico que viaja por Corrientes hacia el bajo para salir de la ciudad a plena hora pico —ahora parados acelerando impacientes en el semáforo en rojo que los detiene al llegar a Florida.

¡Florida y Corrientes! Como una galaxia, una miríada críspida de infinitos puntos de luz; un universo en sí mismo. Observo todo a la manera de un film de altísima definición; se revela una imagen hecha de piezas irregulares en relieve y de colores brillantes, que encajan exacto unas con otras a la manera del rompecabezas perfecto que diseñara el Espíritu Supremo de la Porteñidad. Vos mirá nomás.

 

Y los porteños: una porción considerable de hombres lleva sobretodos o trajes de tonos sobrios, a veces algún Príncipe de Gales con chaleco y moñito. Las mujeres, ropajes de colores apenas algo más estridentes. Pasan abrigos de pelo de camello, tapados de piel, mantas, chales, bufandas y bufantes pañuelos de satén o de seda; de vez en cuando un elegante sombrero. Noto que las minas argentinas exhiben costosas joyas de plata u oro en sus cuellos; las alhajas penden también de los lóbulos de las orejas, se ciñen a las muñecas de sus brazos y de sus dedos (se ve que no hay pibes al acecho con facas o Gilettes, no como en Brasil). Los caballeros llevan buenos cortes de cabello y las damas van peinadas con elaborados trabajos de coiffeurs estilistas.

En estos pocos años afuera todo esto se me había borrado, o al menos lo había dejado de lado, olvidado hasta nuevo aviso, puesto en compás de espera. Ahora aguzo el oído, presto atención a los fragmentos de conversación de los que pasan. Sigo durito como una estatua en la esquina de Corrientes y Florida. No preciso moverme: el universo argentino circunvala mi alrededor. En Río, tanto en casa como en la vía pública se habla en portugués. Después de ocho años vuelvo a oír la charla del centro —Mis conciudadanos hablan en ese hermosísimo, sublime castellano argentino ¡tan nuestro, tan único, tan distinto, tan exclusivo, en el sentido más literal del adjetivo! Nuestro lenguaje enfático, agudo, super expresivo, entusiasta, cargado de inflexiones italianizadas. Curioso que a esto último los argentinos ni lo notemos, no lo sepamos o ignoremos. No obstante, hispanos de otras tierras siempre lo detectan de inmediato y más de uno me lo ha hecho notar.

En esa esquina de Corrientes y Florida casi desfallezco de emoción ante tanta belleza; para mí, inesperada hasta el absurdo. Home sweet home.

En ese momento me queda claro el significado de la daga que atraviesa y hace sangrar el corazón del tatuaje que casi la totalidad de los marineros ostenta en el brazo diestro. Nuestra Señora del Mar, Patrona de los Navegantes, protégenos.

He llegado a Argentina.

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Pleasantville, New York. Sábado 31 de octubre de 2020

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