¡Hola! como mañana domingo 24 de julio vuelo una vez más hacia París, te dejo aquí el relato «paso a paso y en tiempo real» de uno de mis viajes hacia allá, desde la salida hasta a la llegada. Lo escribi en 2019. Ahí va:

El Uber llega a la hora indicada. Viajo con tan sólo una maleta.

Hablemos un poco de guita: más de una valija encarece el pasaje, porque si despacho una segunda a la bodega del avión, tendré un charge de cincuenta dólares extra. Conseguí este pasaje de New York a París hace unos tres meses por setecientos dólares, pero la compañía aérea me daría un descuento de cien si aceptase una tarjeta American Express Air France que la misma ofrece. Además, cada cierta cantidad de dinero que yo gastase usando esa tarjeta, me daría un numero proporcional de millas de vuelo gratis en dicha aerolínea.

Acepto la tarjeta, recibo mi descuento y tres meses más tarde —este último primero de julio— parto hacia mi verano parisino con una maleta que he llenado, después de decidir ‘qué NO llevar’ a Europa, en vez de lo opuesto, o sea ‘qué SÍ llevar’. Viajo además con una mochila ‘de mano’. Este contenedor portátil me permite ingresar a la cabina con mi flamante computadora HP de diecisiete pulgadas. La compré especialmente para prevenir algún accidente en París que me dejase sin esta herramienta de trabajo, porque la que hasta entonces poseía ya no era enteramente confiable. Llevo también dentro de la mochila un segundo celular, un iPhone VI, además del principal, un Xr. El primero es un modelo bastante anterior. Esto de llevar dos teléfonos se justifica porque ya perdí un flamante iPhone X cuando, sin que yo lo percibiera de inmediato, se cayó del soporte de mi bicicleta y adiós. Lo estaba utilizando como GPS y velocímetro, medidor de distancia, contador de la quema de unidades calóricas, etc. Si por desventura me volviese a suceder el mismo accidente en París —ya que no abandono mi ciclismo en Europa— el iPhone VI representaría una pérdida menor con respecto al Xr. Esta pieza de equipaje de a bordo, dicha mochila, contiene también una novela de Balzac, Eugene Grandet, y la revista The New Yorker. Ambas publicaciones serán mi material de lectura posible durante el vuelo. Por último, traigo ahí dentro un par de artículos de toilette indispensables: pasta de dientes (con su cepillo) y un tubo de desodorante. Caso contrario, ¡Puajjj!

Subo a bordo sabiendo que haré una escala en Chicago.

El vuelo transcurre sin sobresaltos y aprovecho la parada en esa ciudad del Estado de Illinois para comer una hamburguesa con fritas en el McDonald’s del aeropuerto. En este punto haré un cambio de aeronave a una mucho más espaciosa. La cabina del avión del trayecto New York a Chicago disponía de tan sólo dos hileras de dos asientos cada una, o sea, un total de cuatro por fila, separadas  dos a dos por el pasillo central. En cambio, la aeronave que cruzará el Océano Atlántico tiene a la izquierda y a la derecha de la cabina dos pasillos que separan dos hileras de tres asientos cada una contra las ventanillas y una hilera central de seis asientos, creo (¿Podrían ser ocho?). Mi elección es siempre alguno de los que dan al pasillo, sobre la hilera extrema del lado derecho, considerándolos desde el punto de vista de quien se sienta mirando hacia el frente. Como soy zurdo necesito el espacio necesario para mover con libertad el brazo y la mano izquierda, para comer, por ejemplo. Si me siento en el asiento del corredor de esa hilera de la extrema derecha, mi mano y brazo izquierdos dan hacia ese pasillo, y así estos huyen de la interferencia del brazo y el codo del pasajero sentado a mi lado (por ahí un gigantes estándar de la «estirpe» norteamericana, la que hubiera existido si eligiera cualquier otro asiento de una localización diferente. La segunda razón para sentarme en ese asiento del corredor derecho es que prefiero poder levantarme y salir hacia el pasillo sin incomodar a otros pasajeros. Puede que durante el vuelo desee ir al toilette (lo que sucede siempre de modo necesario e indefectible: tengo la edad que tengo) o ir a la kitchenette en busca de líquidos durante la alta noche. Puede que simplemente se me ocurra salir a caminar por ese corredor si me canso de estar sentado.

No tengo mucho para decir del resto del vuelo: leo algo de Balzac y más tarde la página editorial de la revista The New Yorker, en la cual el editor David Remnick hace una crítica ácida a los desmanes de Donald Trump. La disfruto. Trato de ver un film pero, de la lista de películas que ofrece el cine individual —hay una pantalla en el respaldo de cada asiento— ninguna me satisface. Desde hace ya un buen tiempo el criterio que rige la selección del material disponible para ser exhibido en los vuelos ha comenzado a basarse en la ‘tranquilidad del pasajero’. Entonces todo es blando y superficial.

Alrededor de mi cuello llevo una de esas almohaditas circulares que sostienen la cabeza en posición confortable; cubre mis ojos un antifaz negro “blackout” y controla mi audición un par de headphones BOSE que otorgan sonido en alta fidelidad estéreo o silencio absoluto, según yo lo prefiera. Me desfallezco en un sueño más o menos profundo, en medio de un silencio que complementa música en muy bajo volumen, con el antifaz que ciega mis ojos y la mullida almohada de cuello que sostiene mi cabeza y protege mi vértebra cervical (que está hecha mierda desde hace años por un accidente de ciclismo). Duermo un par de horas, hasta que una especie de instinto de viajero consuetudinario me despierta sólo un momento antes de que las azafatas comiencen a servir el desayuno, unos cuarenta y cinco minutos antes del aterrizaje. Café con leche, un mini omelette de queso hecho sandwich con un croissant (una medialuna: no podía ser de otra forma: estoy a bordo de un avión de Air France), jugo de naranja, yogurt y rapidito después, el aterrizaje.

Aeropuerto Charles De Gaulle de la ciudad de París.

A pesar de tener ciudadanía italiana no viajo con pasaporte italiano (expirado desde los ’90) —éste me enviaría directo a la corta cola de la Unión Europea. En vez, uso mi pasaporte norteamericano; por lo tanto no me queda otra que hacer la larga cola de extranjeros no pertenecientes a la Unión Europea, quienes ingresan al continente por este puerto. No obstante —como mi pasaporte ostenta numerosos sellos de entrada y salida de Francia y otros puertos y aeropuertos de Europa— sé que no será necesario que pase por el cuestionario sobre mis razones para venir a este continente y país, la duración de mi estadía, dónde me hospedaré y otras intimidades del mismo estilo. En los ochenta, cuando viajé por primera vez a Europa (Londres) hasta los traveler checks (la ‘moneda’ popular de esas épocas) me hicieron mostrar en inmigración (viajaba con un pasaporte Argentino).

Después de largos minutos de cola, cuando por fin llega mi turno de pasar frente a las cabinas para el control de ingreso, le digo al agente de inmigración un escueto Bonjour. Al hojear velozmente las páginas del documento, este funcionario ve los sellos de mis repetidas estadías previas en el continente, como te dije arriba. Entonces, casi sin siquiera mirarme a la cara, el joven coloca su propio sello, que me autoriza a permanecer seis meses en la Unión Europea. Por último, me dice a su vez au revoir. Esta actitud despreocupada de los agentes de inmigración franceses constituye algo absolutamente distinto a la que genera la paranoia norteamericana por la amenaza del terrorismo. Ese pavor institucional hizo que cuando salí de EE. UU. un agente de seguridad norteamericano intrascendente observara mi rostro con atención, detenimiento y cara de pocos amigos, mientras lo compara con la foto que exhibe mi documento de viaje. Eso es lo que hace la policía de US Homeland Security que control los pasaportes y tarjetas de embarque a la entrada del sector restricto (salas de embarque) a los pasajeros en el Aeropuerto Kennedy.

Paso por inmigración francesa, como te dije, busco mi maleta en el carrousel de equipajes, camino a través del puesto de aduana sin que nadie me detenga para revisar mis bultos y ya estoy en Europa.

El aeropuerto Charles De Gaulle no sólo confirma que ya estoy en Europa sino que también me recuerda la multiplicidad étnica de Francia, país que ya poseyó colonias en África, Indochina, India y el Caribe. Chinos y vietnamitas; africanos negros y árabes oliváceos del noroeste y centro de África, le Maghreb —una visible parte de ellos en sus ropajes tradicionales: veo por supuesto muchos shadors y un par de burkas. Caminan en sentido contrario al mío, acercándose y cruzándome mientras se dirigen hacia sus vuelos, en tanto que otros me pasan veloces y ansiosos alejándose en dirección a la sección desde donde parten los medios de transporte terrestres.

Yo camino despacio, en estado de total plenitud iluminado—, como me siento siempre que llego a Europa. Soy un pendejo pueblerino siempre deslumbrado.

Me siento también feliz y relajado porque en el carrousel de equipajes he hallado intacta y presente la valija de la cual me había separado en el aeropuerto Kennedy. El año pasado KLM embarcó mi maleta hacia Londres, pero yo viajaba a Ámsterdam. Esta compañía aérea demoró una semana entera para localizar mi valija y reenviarla a la ciudad holandesa donde yo había desembarcado. Como consecuencia de ese accidente pasé todos esos días en estado de total ansiedad (¿perdí para siempre todo lo que traía?) y vestido todo el tiempo con la misma ropa —excepto un día entero en el cual anduve por la calle con la ropa de Bennie, quien es una cabeza más alto que yo. Además, porque todo lo mío estaba en la valija perdida, quedé imposibilitado de tomar mis vitaminas o utilizar en mi trabajo papeles, libros y otros materiales que debían haber llegado junto conmigo en ese viaje. Cuando por fin tuve todo eso en mis manos, comencé a enviarle a KLM una serie de emails en cuyo texto demandaba que la compañía me indemnizase con un nuevo pasaje de ida y vuelta de New York a Ámsterdam (es lo mejor que se me ocurrio) —con fecha en blanco y sin día o año de expiración. Dándome eso, la compañia compensaría los daños psicológicos y perjuicios prácticos que yo había sufrido mientras mi valija andaba sola por el mundo.

Me arreglaron con un cheque de 500 dólares. ‘Ta bien.

El amplísimo trayecto desde mi puerta de llegada hasta el hall central de medios de transporte terrestre del aeropuerto De Gaulle se siente interminable, pero para mí es como los paseos por calle Florida de mi juventud: no me importa tener que caminar toda esa distancia. Mi valija y mi mochila van en un carrito del aeropuerto que se desliza suavemente, casi sin necesidad de esfuerzo alguno de mi parte y para colmo es gratis, por gentileza de ese lugar. Para vos esto no debe significar nada, ya creo que eso es normal también en Argentina. No obstante, se hace sorprendente para mí: mis varios viajes dentro de los Estados Unidos durante los meses precedentes a éste me han hecho olvidar esta gratuidad, porque los carritos de equipaje en Estados Unidos cuestan dinero —cinco dólares si no estoy equivocado. Antes que pagar esa guita, prefiero arrastrar mi valija rodando sobre sus rueditas y llevar la mochila en mi espalda. Cheap bastard.

Por último y antes de dejar el aeropuerto parisino, voy al baño. Desde mis años de mochilero me guío por el principio de viaje que reza “Cada vez que hay un baño disponible, utilízalo”. Uno nunca sabe cuándo será la próxima vez que hallará un baño. Cuando se anda largas horas por espacios públicos, se deben utilizar todos los baños esporádicos con los cuales uno se cruce: el cuerpo animal tiende siempre a satisfacer alguna necesidad fisiológica oculta, con tal que se le dé la oportunidad de manifestarse, o la provoque uno mismo con su paciente actitud de espera. Entonces, cada vez que hay la oportunidad, uno debe satisfacer esa necesidad que pudiera surgir en cualquier momento posterior. Vos me entendés.

Aliviado después de este último compromiso con el aeropuerto, me dirijo a la hilera de máquinas automáticas de expendio de pasajes de transporte: ahí uno puede comprar tickets para el métro y/o pasajes para los trenes de corta y larga distancia o urbanos/ suburbanos. Yo viajo en el RER, un tren suburbano cuyo destino final es justamente el Aeropuerto Charles De Gaulle, sólo que lo tomo en sentido contrario: voy desde el aeropuerto hasta el centro de París.

Porque en septiembre este mismo tren me traerá de regreso al aeropuerto, compro un ticket de ida y vuelta del Aeropuerto a la Gare du Nord (estación del norte), que es la más conveniente para mí. Hay un tren local que hace paradas en todos los barrios y “pueblitos” entre estos dos puntos (digamos como un supuesto tren “Ezeiza a Retiro”) y otro rápido cuya primera parada sería justamente la Gare du Nord. A pesar de que son identificables, nunca sé cuál es cuál y no me interesa: Viajo sin prisa, entonces tomo el primero que parta. Hoy, subo a uno que parte cinco minutos después de que he bajado las escaleras mecánicas hacia el andén. Es un local.

El tren sale del aeropuerto con pocos pasajeros pero en cada estación suben grupos que poco a poco lo van llenando. Como bajé las escaleras mecánicas al final del andén y entré al tren por la primera puerta que hallé, la última, voy sentado en el último asiento del último vagón. Del otro lado del pasillo se sienta un matrimonio con un nene y una nena. A nuestras espaldas se halla el amplio espacio porta-equipajes. Si doy vuelta la cabeza hacia el porta-equipajes, de mi lado veo mi propia maleta y mi mochila; y del lado del matrimonio con hijos, sus tres maletas. Es obvio que esa familia también acaba de llegar al país. Es una pareja mixta: ella es una mujer del sudeste asiático y él un europeo de raza blanca. Como el chico de pueblo que soy, me maravillo oyendo el diálogo de la pareja en fluente vietnamita (son jóvenes “de buen pasar” económico y ambos hermosos). Trato de imaginar cómo este hombre europeo adquirió esa fluencia natural de la lengua de Vietnam y cómo conoció a esa preciosa mujer que le dio esos dos hijos tan hermosos como ellos (tienen unos seis o siete años). Pero no olvido que Vietnam ya fue la colonia francesa de «Indochina», por lo tanto la historia de franceses que trabajan y viven en Vietnam es tan común como su viceversa. El niño de esa pareja duerme con la cabeza apoyada sobre la falda de su madre, y la niña —con los brazos apoyados en cruz sobre el alféizar de la ventanilla— observa con expresión soñadora el paso de la semi-campiña parisina.

En una de las estaciones sube un grupo de árabes. Uno que mantiene una animada charla en su celular se sienta a mi lado y habla sin cesar en árabe hasta que el tren entra al túnel que antecede a la Gare du Nord. Cuando el tren llega a esa estación, una gran parte de los pasajeros se baja. Descienden junto conmigo; tenemos el mismo destino. El tren continúa su viaje y yo subo las escaleras mecánicas desde el andén hacia el hall de la estación. El carrito del aeropuerto ha quedado atrás en De Gaulle así que ahora mi mochila ya está en mi espalda y llevo a cuestas la pesada valija que se desplaza sobre sus rueditas.

Cuando se acaba de ascender dicha escalera, uno se depara con que el hall de la Gare du Nord es en realidad una especie de gran shopping mall (como sucede hoy con los aeropuertos). Está lleno de locales: boutiques de ropa, un par de filiales de compañías de teléfonos celulares, cafés, restaurantecitos de comidas rápidas y un par de bares. Camino por toda su extensión y al fin entro en el corredor que lleva a los accesos al métro. Tengo en mi billetera un atadito de diez tickets de métro (son rectángulos de papel rígido similares en forma y tamaño a nuestros antiguos boletos de tren). Los compré en la máquina expendedora del aeropuerto junto con mi pasaje del tren RER, pero todavía no preciso usar ninguno: el ticket del tren RER incluye el ingreso y viaje en el métro hasta mi destino final.

Inserto el boleto en la ranura, lo retiro cuando el mecanismo lo eyecta por una segunda abertura idéntica y dos puertitas automáticas se abren. No son molinetes como los del subte de Buenos Aires sino puertitas de dos hojas. En ciertas estaciones, además las puertitas hay también una barra de molinete. Guardo el ticket en mi bolsillo porque puede serme solicitado en cualquier momento por la policía de transporte. En París el paso por el molinete (es decir, por su equivalente: la doble puerta con o sin barra de molinete) no es prueba definitiva de pago. En una época mucha gente viajaba de modo fraudulento, después de haber saltado barreras de las salidas, de haberse pegado a la espalda de otro pasajero cuando este último pasaba entre las dos puertitas de acceso, o usado otras creativas artimañas de ciertos viajeros del métro. Cuando llegué a París por primera vez, a la salida del métro fui interceptado por una “patrulla de tráfico”. Mi aspecto de mochilero debe de inmediato haberme transformado ante los ojos de la cana en un sospechoso de evasión de pago. Te imaginarás que en ese momento, yo vengo del aeropuerto y todavía no entiendo ni hablo francés ni conozco parís y sus vericuetos.

Ni bien los policías me interceptan de modo automático saco de mi bolsillo el pasaporte y trato de entregárselos abierto en la página de la foto e información personal. Ante este absurdo (en Francia es impensable que la policía te pida documentos de identidad, al menos no en esa época pre-terrorismo), el grupo de policías de tránsito ríe un poco y uno de ellos me dice, “No, no; le ticket. Le ticket du métro”. Por mera fortuna y en un gesto inconsciente, cuando la ranura apropiada eyectara mi ticket al ingresar al métro, yo lo había metido en el bolsillo de mi anorak, en vez de arrojarlo a alguna cesta cercana (o al piso, por aquellos años). Lo pesco del fondo de mi abrigo y así evito una multa por evasión de pago. Los canas, satisfechos; gracias.

Vuelvo al presente: paso la entrada al métro y comienzo la larga caminata por varios corredores, desvíos y escaleras de ese sistema que me llevarán de la Gare du Nord a la estación del métro de La Chapelle, a la que arribo después de todos recorrer todos esos laberíntos peatonales (aunque con las direcciones varias perfectamente indicadas y señalizadas). Como ya he hecho este trayecto innúmeras veces y me lo sé de memoria, me voy preparando de antemano para el esfuerzo que me demandará la última escalinata no automática — que me deja siempre  s-i-n   a-l-i-e-n-t-o. Son tres largos lances de escalones empinados con dos descansos intermedios y los tengo que subir llevando mi valija y mi mochila: allí transporto el peso que representa el contenido indispensable para abastecer las necesidades de mi vida en París durante algo más de tres meses.

En este punto el métro no es subterráneo sino un elevado cuyos rieles se hallan a muchos metros de altura del tráfico motriz que circula debajo, por los bulevares sobre los cuales dicha ferrovía corre (por eso la enorme escalinata que debo ascender resoplando). Llego casi desfalleciente a esperar el métro, que allí es aéreo, como te digo.

Entro al métro y me quedo de pie: está lleno.  Esta vez también me ubico tan cerca del final del vagón como sea posible para que mi equipaje no obstaculice el movimiento de los numerosos pasajeros. La hora es cercana a las diez de la mañana, es inevitable que el tránsito de vehículos y de seres humanos sea igualmente intenso. Es un día hábil y la ciudad hierve de actividad. La estación de destino, la de mi barrio, es Couronnes (Coronas). Mientras viajo hacia allá, me distraigo observando desde esas alturas el tráfico matinal. El elevado permite un ángulo de observación excepcional, pero efímero: un par de estaciones más adelante el métro se sumerge en las entrañas de la Ville Lumière.

Al fin llego a Couronnes. Bajo del métro, subo los últimos escalones y salgo a la calle: piso por fin los suelos de París. Mis veredas.

Respiro hondo, como siempre, embargado de emoción y alegría y comienzo a caminar por la calle transversal a la de mi departamento. Esa transversal, rue Jean-Pierre Timbaud, en este punto es eminentemente árabe: locales de venta de comida “halal” —la comida autorizada por la religión islámica, idéntica en significado a lo que representa la comida “kosher” del judaísmo. Hay un par de librerías de literatura en escritura tambien arábiga; pequeños restaurantes de shawarmafalafelgyros y baklava; tiendas de ropa árabe y africana: velos, burkasshadors, túnicas masculinas, sombrerillos del rito islámico —que tienen el mismo significado ritual del yarmulke o kippah del judaísmo o sino del antiguo solideo del catolicismo.

Aunque a menudo sucede, nadie en nuestro medio cultural debería sorprenderse ante cualquier cabeza cubierta con un adminículo sartorial obligatorio. Reglamentos sobre si una cabeza debe ir cubierta o no, es un rasgo clásico de las disposiciones y ritos sagrados de la religiosidad universal: hasta un tiempo reciente, los hombres católicos no podían ingresar a las iglesias de sombrero o gorra, mientras que las mujeres no podrían hacerlo sin mantilla. Algunos de ustedes se acordarán. Hombres: cabeza descubierta; mujeres, lo contrario. Ya que hablo de las disposiciones religiosas del atuendo (shadorburka, velo, túnica, yarmulkes y solideos): hay una realidad evidente que se nos ha vuelto invisible: ¿Te has dado cuenta de que la vestimenta que cubre casi por completo a la Virgen María (y a otras santas prominentes), salvo por la diferencia de su color (el celeste y blanco de las pinturas religiosas de la Madonna) es casi idéntica a la de cualquier mujer mahometana? Esto se hace aún más obvio en el hábito de las monjas de las órdenes católicas: es casi idéntico en concepto y cobertura a la ropa de las mujeres de la Arabia Saudita actual, digamos. En este caso, es idéntica hasta en el color negro.

Paso delante de todos estos comercios del Medio Oriente hasta llegar al punto donde la Rue Jean-Pierre Timbaud hace una horquilla y tomo la rama de la izquierda: esta rama es la que continúa llamándose así. A partir de este punto y durante dos cuadras —excepto por una panadería en la próxima esquina y el sindicato de obreros metalúrgicos en el medio de la manzana— esa arteria estrecha y de adoquines se hace residencial.

En la próxima manzana comienza la sección festiva que es característica de mi barrio —Parmentier-Oberkampft. Éste ha absorbido de modo gradual el espíritu underground, artístico, bohemio e informal que supo antes tener su vecino al sur, Le Marais, el barrio donde vivía cuando me mudé a París por primera vez, en el 2004. Este último se ha transformado en la versión parisina del sofisticado Soho neoyorkino. Le Marais, el barrio medieval que fuera mi primer hogar —con sus estrechas callejuelas tortuosas pobladas de multicentenarias mansiones y edificios de cuatro o cinco pisos—, es hoy un centro de moda y arte. O sea,  carísimo. Si caminás por sus calles, te encontrás (como en Soho, New York) las boutiques de los diseñadores exclusivos y las mejores galerías de pintura y escultura,(comerciales, no museos, aunque en Le Maraís está el de Picasso), además de los típicos cafés y restaurantes que lo caracterizan —entre ellos, Les Philosophes, el cual constituía la excelencia bohemia del barrio, pero que hoy también ha sido invadido por los turistas.

Esta transformación del Le Marais aparejó un fenómeno de ‘gentrificación’; es decir, los precios de los inmuebles dispararon a las nubes y este encarecimiento a su vez forzó a la población bohemia, excéntrica, artística que allí vivía a emigrar un poquito más hacia el norte de la ciudad, donde todo es todavía más accesible en términos de guita: inmediatamente “arriba” de Le Marais en el mapa de la ciudad, viene mi barrio de Parmentier-Oberkampft. Es aquí donde ahora habita o hace noche la bohemia. Sigo en el mismo medio que en 2004, entonces.

Paso frente a los varios bares y restaurantes, algunos cerrados porque sólo abren después de las diecinueve o veinte, unas tres o cuatro casas de té árabes donde se puede fumar en hookahs o narguilés. Doblo en la esquina de la Rue Saint Maur, la mía, paso por el bar Au chat noir y abro la primera puerta de mi edificio, que es en realidad una verja de hierro. Sigue una doble puerta de vidrio que también debo abrir, y por fin una tercera hacia el hall de los ascensores.

Subo al séptimo piso. Introduzco en la cerradura la llave que no he usado desde hace varios meses, la giro y abro la puerta. Me encuentro en mi hogar de París. Y con mi gata siamesa, Missia.

__________________________________

París, sábado 20 de julio de 2019

Comentarios de Facebook