Quis poterit habitare de vobis cum igne devorante?[1]

   Isaías, xxxiii : xiv

El romántico diálogo con la muerte a veces se transforma en una discusión áspera en la que no hay nada que hacer excepto abrazar con violencia a la Dama de Negro, poseyéndola. ¿Con cuánta frecuencia los románticos aventureros y artistas la toman para sí? Un día —con el mismo fatalismo con que los atributos trascendentales de la existencia son enfatizados o negados por arriesgadas labores— la misma mano que introducía la bala solitaria para jugar a la Ruleta rusa decide insertar la totalidad de proyectiles en el tambor del revólver.

La droga de moda era Lexotanil[2]. El Lexotanil se puede utilizar tanto como tranquilizante o como somnífero. Tenía las pastillas desde hacía tiempo, en cantidad, siempre pensando en su posible utilización. Era mi stash[3]. No las había comprado yo: lo había hecho Mita, mi chica —que no sólo era alcohólica sino además adicta a varios medicamentos psicotrópicos. Mita ya no podía dormir ni aun tomándolos, pero con ellos en su organismo conseguía desaparecer de la vida consciente por algunas horas preciosas. Mezclado con alcohol, el Lexotanil se transforma en una droga eufórica. Bajo su efecto, Mita discursaba interminablemente para su grupo —el entourage personal de mi diva decadente— en Sanguerie, el pub donde la conocí a ella y a la tribu del Lexotanil.

Como hacía poco tiempo que yo había regresado a Argentina después de vivir casi una década en el extranjero, no lo sabía, pero el Lexotanil se había hecho tan popular en Argentina que comenzó a aparecer en la literatura y el cine de ese país. En el film de Eliseo Subiela, El lado oscuro del corazón, mientras canta por monedas en los pasajes del subterráneo porteño, una muy punk Dalila ulula «¡Lexotaniiiiiiil!» El Lexotanil era un fenómeno cultural, de la misma forma como el Valium y el Quaalude lo habían sido mucho antes en los Estados Unidos —el best-seller  de 1966 The Valley of The Dolls[4], de Jacqueline Susann, está plagado de ambos.

Siempre que se acudiera a la farmacia clave, en la Argentina de aquellos tiempos uno podía comprar cualquier cosa sin receta. Mita compraba de un saque tres o cuatro cajas de Lexotanil de treinta comprimidos cada una. En una de esas adquisiciones me regaló un par de cajas, pero yo continué usando su Lexotanil, con el fin de ahorrar mis propias pastillas para El Sacrificio. Este era el título de un film del director ruso Andrei Tarkovsky, Жертвоприношение [zhertvoprinoshenie[5]], y lo habíamos adoptado como un eufemismo para referirnos —cuando estábamos en presencia de terceros— a nuestro pacto de muerte. El protagonista de esa película [mientras misiles apocalípticos ya lanzados navegan los cielos] vacila entre la redención y el suicidio espiritual.

Nos gustaba jugar con la idea del suicidio; éramos deprimidos crónicos y alimentábamos nuestra depresión con arte. Admirábamos el arte de los suicidas; si nos enterábamos de que un artista había terminado su vida por mano propia, de inmediato aumentaba nuestro respeto e interés por él y su obra. En esos días hablábamos de suicidio frecuentemente. Pasábamos el tiempo discutiendo nuestro acuerdo eutanásico con la naturalidad con que otras parejas planean sus vacaciones. Pero la vida nos separó antes de que pudiéramos emprender juntos el viaje.

Entonces vine a New York con mi stash.

En aquel entonces yo vivía en un edificio llamado West Side Studios. Era uno de esos lugares del Upper West Side of Manhattan, en la Calle 94 Oeste, en el que ofrecían a los inmigrantes ilegales pequeñas habitaciones con baño privado y kitchenette [“studios”], a precios excesivos pero ninguna pregunta.

Tenía todo planeado a la perfección. Sería un asesinato cuyos detalles sólo el asesino y la víctima conocerían: el crimen perfecto. Regresé del trabajo consciente de que este sería mi último retorno. Había limpiado mi cuarto con esmero y puesto todo en orden. Había desenchufado el teléfono y el contestador telefónico. Había arrojado mi yerba al inodoro y oprimido el botón de descarga; quería evitar cualquier impresión de que mi autoinmolación había sido simplemente accidental o la sobredosis de un drogadicto: en mi concepto personal, el suicidio estaba investido de honor y solemnidad.

Entendía la congruencia absoluta entre el Bushido y el Seppuku[6]. Los movimientos deliberados del samurái cuando este abría su abdomen obedecían estrictas normas de ritualización. Habría, siempre que fuera posible, otro samurái a sus espaldas, listo a pasarlo a degüello si —porque el tormento se le hiciese insoportable o por cualquier otra razón— se viese obligado a interrumpir el suplicio con el acero de la kaiken tantō[7] a medio camino. Por otra parte, bastaría con que el sujeto del harakiri contorciera su rostro en un humillante rictus de sufrimiento para que su acólito también lo decapitase con la hoja de su katana en un gesto preciso. Todo se debía a una cuestión de dignidad suprema: bajo esa antigua, sagrada y tradicional escala de valores siempre se escogería la muerte sobre el deshonor.

Parafraseando a James Clavell[8]: Cuando —debido a alguna gravísima humillación, un deshonor extremo o una vergonzosa derrota— el fiel samurái se aproximara con humildad a su shōgun y le implorara: “Por favor, mi Amo y Señor, os suplico vuestra autorización para cometer Seppuku; no puedo continuar viviendo con esta vergüenza”, el guerrero no haría otra cosa sino preservar su dignidad fundamental. Habría sido rara la ocasión en que este deseo del samurái no fuese satisfecho por el Lord feudal nipónico.

El suicidio ritual era el acto supremo de coraje de un hombre de honor: este debía perecer con la dignidad de los Bonzos que —sentados inmutables en la posición de loto— en mil novecientos sesenta y tres fueron devorados por las llamas de la gasolina con que ellos mismos se habían rociado y después encendieron —como forma de protesta contra la barbarie norteamericana en Vietnam.

Había cambiado mi ropa de cama. Ahora sábanas negras cubrían mi lecho: elementos dramáticos que exaltarían mi deceso ritual. Sabía el significado universal de los lienzos negros porque había crecido jugando en una empresa de velorios y sepelios, la Cochería fúnebre Amigo y Cataldo: tenía total intimidad con la escenografía (y además la fantasmagoría) de la muerte.

Me había duchado y después había vestido calzoncillos negros limpios. Cuando vivía en el hogar familiar mi madre siempre me interrogaba sobre el estado de mis medias y ropa interior antes de que saliese a la calle por cualquier razón. Me advertía enfáticamente que sería una vergüenza que me hallaran sucio o andrajoso si algún accidente me llevara a un hospital o a la morgue. Pareciera ser que para ella también era todo una cuestión de honor,

Puse el acondicionador de aire al máximo. Era verano y no quería que la corrupción de mi humanidad física pudiese apestar si  los líquidos corporales y sus humores comenzasen a emanar después de tan sólo veinticuatro horas o aún antes: No sabía cuánto tiempo demoraría para que mis empleadores o conocidos se preocuparan por mi ausencia e iniciaran la búsqueda que eventualmente los llevaría a la presencia de mi cuerpo exangüe.

Lo había pensado todo hasta el menor detalle, por lo tanto tenía el estómago vacío. Había sentido la tentación de engullir las pastillas con ayuda de whisky (“straight no chaser!”[9]), porque pensaba que además de potencializar su efecto, el alcohol conduciría la droga más rápidamente a mi torrente sanguíneo, pero no lo hice. En cambio, decidí usar una botella de agua mineral francesa Évian: evitaría así el riesgo de arruinar todo vomitando.

Sentado en mi cama, mientras desde el estéreo Glenn Gould tecleaba febril el Sechste Brandenburger Konzert[10] de Bach [Glenn Gould era, sin duda, el músico más apropiado para despedirme[11]], comencé a extraer las pastillas. Venían en cajas rectangulares de cartón color amarillo pálido con inscripciones en verde claro, empaquetadas una a una en tarjetas plásticas, dentro de burbujas selladas por una fina película de aluminio. Yo empujaba las pastillas con mis pulgares y las contaba. Cuando los comprimidos eran expelidos de la tarjeta, el aluminio al estallar producía un ruido metálico: ¡pop!, ¡pop!, ¡pop! Conté 60 pops. Suficiente para matar un caballo, pensé, exagerando.

Cuando terminé, corté en pequeños pedazos las cajas y las tarjetas con una tijera, los arrojé al inodoro y apreté el botón de descarga. No quería que nadie que pudiera llegar antes de mi expiración supiera qué antídoto usar contra mi poción fatal: es decir, esta medida intentaba evitar que alguna intromisión potencial inesperada pudiera enterarse a tiempo del contenido de mi estómago.

Las Lexotanil formaban una montañita de juguete sobre mi almohada. Ingerí tantas como pude a cada trago, bajándolas con abundante agua que bebí directo de la botella. Me acosté y sentí frío, entonces me cubrí con la sábana negra, y por último apagué la luz.

Algún receso arcaico de mi mente infestada de vestigios católicos ya albergaba su aullido: un demonio impaciente me aguardaba agazapado a las puertas del Inferno.

Cerré los ojos y comencé a esperar.

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Upper West Side of Manhattan, 1996

Fotografía de Mónica Carretti

 

[1] “¿Quién de vosotros deberá habitar en el fuego devorador?”

[2] Lexotanil (genérico Bromazepán): una de las drogas del grupo de las benzodiazepinas [fórmula: C14H10N3BrO ].

[3] Stash: provisión secreta (en el uso más corriente de esta palabra, de drogas ilegales) para uso futuro.

[4] El valle de las muñecas.

[5] Жертвоприношение [zhertvoprinoshenie], vocablo ruso: “sacrificio”.

[6] Bushido: código de honor samurái. Seppuku o harakiri: autoinmolación ritual de la cultura clásica japonesa.

[7] Kaiken tantō: espada corta de samurái, de longitud aproximada a la de una daga media. Era usada para defensa y ataque en interiores donde tanto el largo de la espada samurái media, wakizashi, o de la mayor, katana, sería excesivo. La kaiken tantō era también un regalo tradicional de casamiento dado a la esposa de un samurái. Ella la llevaría como parte del atuendo de su kimono —para autodefensa y para su propio harakiri, si la necesidad de cometerlo surgiese (ante la inminencia de ser apresada por el enemigo, por ejemplo)

[8] El autor parafrasea pasajes de la novela Shogun,  de James Clavell.

[9] Straight no chaser: una manera de pedirle al barman o mozo un whisky puro, sin ningún aditivo ni agregado. También puede llamárselo  “straight up”, “neat” o “cowboy”.

[10] Sexto Concierto de Brandenburgo.

[11] Glenn Gould, el pianista canadiense, hacía uso excesivo de medicaciones psicotrópicas, y este abuso fue una de las causas de su muerte temprana.

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