Nos presta la Vespa el novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi. Vos lo debes conocer al novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi. Es el rubio teñido pintón, ese de jopo, que llegó al pueblo con su padre italiano para construir el esqueleto de madera dentro de cuyas guías se va a derramar  el hormigón líquido, que una vez seco y solidificado constituirá la estructura fundamental de sostén —el esqueleto definitivo, digamos— del futuro edificio de Correos y Comunicaciones, en la esquina de Santa María de Oro  y Araoz, justo en diagonal al Café la Suiza. Demolieron hace poco la casona esa que estaba abandonada desde antes de que yo naciera. ¡Qué los pario!

El rubio teñido pintón, ese de jopo, y su padre son dos estrellas, dos vedettes en el pueblo: trabajan sobre los andamios estrechísimos caminando en alta velocidad, mientras usan con destreza las herramientas de carpintería que llevan en unos rarísimos cinturones de cuero con una gran hebilla en el frente y llenos de argollas y bolsillos todo alrededor. Además los dos usan botines de caña corta de cuero color natural. Este tipo de calzado especial de trabajo no existe en el pueblo. Fascinante.

Cuando ya han colado el hormigón —por lo tanto las columnas están listas y el enmaderado se ha vuelto inútil— veo al rubio teñido pintón, ese de jopo, caminar rápido sobre los tirantes, a la altura de lo que va a ser el tercer piso del correo. A cada paso, con la parte curva esa del martillo que tiene una hendija en el medio, engancha un clavo, lo arranca y lo mete en uno de los bolsos esos del cinturón, sin detenerse ni por un instante para hacerlo.

El rubio teñido pintón, ese de jopo, trabaja sobre la marcha a una velocidad que jamás he visto en ninguna obra del pueblo hasta ese momento, y mirá que a los pendejos nos encanta ver trabajar a los albañiles, a los carpinteros en lo de don Vicente y Mito Airaldi, casi al lado de la joyería de mis viejos, casi al lado de mi casa, al herrero de la otra cuadra cuando les mete las herraduras al rojo vivo en los cascos a los caballos y después les encaja a martillazo puro esos clavos largos y cuadrados—con los que a veces, después de que se lo pedimos hasta el cansancio, dobla para nosotros y nos hace anillos, que en el futuro serán “punk”. Después de herrarlos les lima los cascos y por último los barniza. Quedan hermosos y los caballos hasta parecen estar  orgullosos de sus herraduras y cascos renovados.

Pasamos horas observando a cualquier laburante manual, así que tengo las pelotas bien abultadas de memoria y experiencia, de tanto que he visto hacer estos trabajos de carpintería; la construcción del “encofrado”, como lo llaman; por lo tanto tengo muchísima experiencia de mirón, equivalente a la de un experto en laburantes, tanto los locales como los visitantes. Puedo juzgar sin pifiarla, y te digo: lo que el rubio teñido pintón, ese de jopo, y su padre italiano hacen no se parece a nada de lo que he visto hasta hoy en día. Como estos, dos, jamás habrá otros; te lo juro.

Vuelvo del Ferrari, tomo el café con leche con dos tostadas con manteca y dulce de leche y salgo cagando pa la esquina para verlos trabajar un rato mientras anochece. Cuando ya la luz es tan débil que no se ve un carajo, dejan de trabajar; el tano cruza a la Fonda de Liaudat para morfar la cena; es ahí donde se hospedan ellos, padre italiano e hijo teñido, pero el rubio teñido pintón, ese de jopo, cruza para el Café la Suiza para tomarse un vaso de vino, comerse una picada y charlar con nosotros. Lo rodeamos para escucharle contar sus historias, como si fuera alguna especie de héroe extranjero. Ha laburado junto a su viejo por todo el país desde chiquito. Él y su padre son carpinteros itinerantes de la construcción. Eso es lo que nos cuenta el rubio teñido pintón, ese de jopo.

 Volviendo al tema. Como a esta altura ya nos hemos hecho amigos, el carpintero rubio teñido pintón, ese de jopo, novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi nos presta su motoneta Vespa en el Club de Regatas a Pepi y a mí mientras él se queda tomando sol en el muelle flotante donde atracan las canoas. Las minas lo campanean desde el otro muellecito del costado; ese de gruesos listones de madera que tiene una baranda de caño de hierro todo alrededor y un banco de madera pa sentarse y está protegido por la sombra que le dan los tres sauces que hay ahí.

Pepi, que es más canchero que yo para pilotear una moto, la maneja. 

Salimos a los pedos del club en la Vespa pal lau de la Alcoholera.

Es una de esas tardes de enero cuando los  tábanos zumban preanunciando las chicharras y los grillos del atardecer, y si caminás bajo los árboles de la costa hasta la bahía, se escucha también el canto de la ranas. Ya pescamos ranas ahí y las asamos en la parrilla del tinglado. Nos salieron duras y secas como cuero crudo. Después, el conserje Cándido nos dice que se las podríamos haber dado a él, y que las hubiera freído después de pasarlas por huevo y harina. Así es como se hacen, nos dice. Qué carajo sabemos nosotros, ¿no? Lo único que hacemos siempre en el club son asados. O en el tinglado o entonces enfrente a la escalera de bañistas de la pileta, esa que sale de al lado del vestuario de los hombres. No muy lejos del campito de fútbol, entre la pileta chica y la cancha de tenis, esa jaula de alambre tejido con piso de polvo de ladrillo. Por ahí hay dos o tres parrillas. Tengo que ir y contar cuántas son. Después te digo.  

Este verano hay una sequía espantosa; el río está recontra-bajo—hasta los camalotes de la orilla se han secado. Por el camino a la Alcoholera uno se encuentra con unos huellones profundos que tiempo atrás han dejado las ruedas de autos semi empantanados sobre ese barro viscoso de antiguas lluvias, cuyos surcos ahora están resquebrajados por el calor y la susodicha falta de agua.

La motoneta se comporta bien. Yo voy en el asiento de atrás agarrado como chuncaco a la  cintura de Pepi pa no caerme,  ya que el hijo de puta mete pata con todo como siempre que maneja cualquier cosa, el inconsciente. A cada huella que agarra —dependiendo de cómo la encara— la moto da un corcovo y un barquinazo tales que si no vas bien agarrado te manda a la reputísima madre que lo recontra mil recontra parió. O más lejos todavía.

A veces Pepi le pifia al huellón, y entonces la moto medio como que se monta a la barranquita del surco que las ruedas de los autos cavaron cuando el barro todavía no se había secado. Así que cada dos por tres no nos vamos a la  mierda en un derrape de puro ojete nomá. En este sentido, los pibes tenemos un ojete del tamaño de una olla de puchero; un Dios Aparte, como diría mi vieja. Caso contrario, yo no estaría escribiendo esto porque hubiera estado ya allá en el cementerio que hay al final de la Rodríguez derecho. Ya salí raspando de más de una. Si se enteran mis viejos me matan.

Como ambos vamos vestidos nada más que con la malla —o mejor dicho, desvestidos: ni zapatillas tenemos puestas; vamos los dos descalzos— yo trato de no imaginar, no pensar en cómo vamos a quedar en carne viva —desollados, como diría mi mamá— si somos despedidos de la Vespa a la velocidad que el animal de mierda sádico este de Pepi la hace correr por esos caminos descuidados de la costa del río a la motoneta flamante del rubio teñido pintón, ese de jopo, novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi.

En esta zona, la caterpillar es tan sólo un insecto lepidóptero. Lo de que la caterpillar es un lepidóptero lo aprendí en la clase de zoología con la de Guidotti, allá en el Ferrari. El camino Alcoholera-Papelera no conoce ese bicho, ni al de verdad ni al de hierro. Ese que en el pueblo llaman por su nombre técnico, no por la marca: la motoniveladora de la municipalidad (o de vialidad, qué carajo sé yo de eso, ¿no? De eso no sé un carajo, minga, como te digo). Si aunque mas no fuera le pasasen una rastra tirada por un caballo viejo, ciego y rengo, pero ni eso. El bajo durante la sequía ta todo abandonau. No sé quién tiene la culpa porque no me acuerdo si el intendente es Chalá o Chabrol, un radical  o un peronista. Qué se yo. De política aprenderé más adelante. Todavía hay mucho tiempo pa eso. El camino de la costa, excepto desde el puerto hasta el Tiro, donde está un cachito mejor —pero un cachito nomás, apenas pasable— está a la buena de Dios, como dice la sampedrina que me dio a  luz. Es al pedo el rempujón, digo yo, como bien sabes. Y también sabés el resto. Si es corta, es corta y sanseacabó. No hay polvo.

Llegamos a la esquina del Tiro y Pepi toma la curva con todo, encarándole a ese camino lateral, alejándose del río, como si fuera a salir pal pueblo por la subida del Tiro y usando el envión que la Vespa va a agarrar si acelera a fondo en la recta. Yo me pregunto si el motor de la Vespa tiene resto pa esta hazaña cuando Pepi toma otra de sus curvas kamikaze y encara ahora pa dentro del Tiro. Pasa rauda la Vespa por arriba del guardaganado del portón de hierro forjado: prprprprprprprprrrrr! Tiembla la Vespa, tiembla Pepi, y yo siento que a mí me tiemblan hasta las bolas al pasar el guardaganado de hierro.

Entramos al Tiro cagando aceite, y ya estamos circulando por el césped, donde “Está prohibido pisar el césped”, según está escrito con letras grandes en un cartel de madera pintada de blanco con letras rojas, enterrau con una estaca en el césped. Pero el cromañón este del Pepi (que por esa época es mi mejor amigo) enfila la Vespa directo pa la pileta derrapando con la moto sobre el pasto. Yo en el asientito de atrás de la motoneta—en la garupa, como dicen en el Brasil— prendido como ladiya al asientito de adelante, ya que Pepi a esta altura está todo transpirado y es imposible mantenerme agarrado a su cintura, que está toda babosa y pegajosa de la mezcla de sudor y tierra. Me doy cuenta que el aspecto de nosotros dos a esta altura debe ser repelente. Igual, a Pepi es al pedo decirle nada. No le pidas que  vaya más despacio, ni mucho menos que pare pa que te bajes, porque acelera más, el hijo de una gran mil putas. Es por eso que es mi mejor amigo, pienso yo en silencio.

Pepi le da con todo a la Vespa hasta que casi nos metemos a la pileta de natación del Tiro; la rueda de adelante toca la mismísima cerca de alambre tejido que la rodea. Lógico que la pileta esta llena. De agua y de gente, porque hace un calor bestial. Seguro que por ahí anda el guardavidas, o peor aún, el contramaestre del Tiro. Es imposible que alguna autoridad no nos haya visto entrar a los pedos con la motoneta por arriba del césped del Club Tiro Federal Argentino. En cualquier momento nos sacan cagando, nos echan a la mierda. Te apuesto lo que se te cante. Un atado de Jockey con filtro, si es que fumás rubios. No sé.

Nos bajamos de la Vespa, la apoyamos en el alambrau, y Pepi estira los labios como si fuera a darle un beso a alguna mina, pero lo que hace a continuación es lanzar un silbidito agudo interminable y maricón pero que es audible hasta la puta madre que los parió. Sabés cuál; hablo de ese silbidito que se hace aspirando el aire pa dentro, ese que últimamente andan usando las hembras en el pueblo para llamar a sus amigas: ¡FFfFFffffUuuuuhiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiihhhh!

Sabés cuál es, seguro. Imposible que no lo hayas oído por el pueblo. Ester, la mucama de mi vieja le silba escondida desde el balcón de mi casa o entonces desde la ventana de la pieza de mis viejos a los machos que la tienen caliente cuando pasan por la vereda de enfrente. Les hace ese silbido a todos los tipos que a ella le gustan. Los otarios miran parriba y ella se esconde atrás del visillo y los espía. Desde atrás del visillo uno ve pa fuera pero los de afuera no ven pa dentro. Así que la Ester mira a sus machos potenciales desde atrás del visillo de tul que hizo mi vieja —que tenía un boliche de costura (‘un atelier de moda’,  dice ella) en San Pedro con sus hermanas, las chicas de Veiga, antes de que mi viejo se la sacara a bailar en un baile del Centro de Comercio del pueblo de los camoteros y acabara casándose con ella y trayéndola a Baradero para siempre.

Ni bien el silbido del Pepi les llega a los oídos a dos pendejas morochitas conocidas de él que están rebuenas, de inmediato ellas dirigen los ojos a la moto y a Pepi y a mí y se vienen pal alambrau de la pileta pa conversar con nosotro. Las dos están en malla y chorreando agua todavía, recién acabaditas de salir de las pileta por los escalones del lado playo que hay frente a la cancha de paleta. Sabés cual es. El otro lado —el lado de lo hondo de la pileta, ese donde están los trampolines, queda del lau ‘e la calle. No ese; vienen de salir por la parte playa de la pileta, como te digo. ¿Entendés?

Se paran a charlar enfrente de nosotros, dos, separados solamente por el alambre tejido bajito con baranda de hierro pintada de blanco de la pileta. Todos encendemos un pucho y mientras fumamos yo las miro: Las dos tienen pelo largo lacio negro y el agua les corre por la cara y por el cuello, se les mete adentro del corpiño de las mallas, y yo me imagino que el agua sigue bajando por adentro de las mallas hasta llegarles al bosque. Te imaginas la calentura, ¿no?  Por ahí capaz que también ellas están calientes y por eso estaban metidas en la pileta; qué puede uno saber, ¿no? De eso sí que no tengo ninguna experiencia. Nunca hasta ahora he visto como es el bosque, sin ir mas lejos. La cara de Dios, como le dice el Pepi, que se la cuenta de que ya vio varias y hasta tocó un par de vegetaciones. A Pepi se le para rápido, es más calentón que yo todavía. Algunos de la barra le llaman el pava ‘e lata, pero la verdad es que en ese mes de enero del que te estoy contando, todos los de la barra andamos como techo de zinc bajo el febo asoma ya sus rayos. Lo que de calentón tiene Pepi es más que nada fama; nada más que fama; tiene fama nomá. Pura fama. Chusmerío de café. Vas a ver lo que te digo. Seguro que le pusieron la fama en las mesas del Hotel de las Naciones, que por otra parte está cerquita de la cochería fúnebre de su viejo y hasta hay una puerta en la parte de atrás del hotel que sale directo al corralón de la cochería. Mas de una vez nos fuimos a tomar un café a las mesas de la ventana del hotel pasando por esa puerta y cruzando los largos corredores, pasillos y galerías donde están las piezas del hotel. Siempre hay viajantes fumando y charlando y tomando mate en la galería. De pasada lo arrastramos con nosotros al Juancito Rossi para invitarlo a un café. Juancito es el pibe que vive ahí porque es huérfano pero los dueños del hotel lo adoptaron y ahora lustra zapatos en los umbrales del frente del hotel. Tiene un cajón de lustrar de cedro precioso.

Bueno, la cosa es que hablamos un rato con las mina’ al borde del alambre tejido ‘e la pileta y Pepi entonces les pregunta de sopetón a las dos si no tienen un equipo de mate, y ¿no es que las dos turritas tienen? Entonces nos invitamos a tomar mate con ellas. Nos dicen que sí, pero que antes tenemos que darnos una ducha porque damos asco. ¿No te dije? Se quedan las dos hembras cuidándonos la moto y nos vamos a la ducha abierta que hay pa lavarse las pata antes de meterse a la pileta y nos lavamos rapidito cosa de que se vaya un poco el sudor y la tierra y listo. Total, si igual nos vamos a ensuciar y vamos a sudar de nuevo, ¿no? Mucho baño al pedo, no.

Volvemos limpitos para que nos inspeccionen las dos pendejas, a ver si pasamos el control de higiene. Las dos minitas que se habían quedado cuidándonos la Vespa mientras nos duchábamos rapidito, nos miran venir y se hacen como que nos huelen, y  al final nos aprueban la pinta. Entonces allá encaramos los cuatro pal lau de los árboles —pa ya pa tras, pal lau de los árboles que hay al costado derecho y atrás del edificio del Tiro, medio como que yendo  pal campo prohibido —ese que existe entre el edificio del Tiro y los blancos. Ahí no te podes meter porque es el trayecto de las balas que salen desde los stands donde tiran los tipos con los máusers. Es a lo largo de ese campito que las balas hacen su viaje relámpago hasta los blancos. Te metés a joder por ahí y te recontracagan a balazos; de ahí no salís vivo ni con la protección de ese, el Dios Aparte del que habla mi vieja.

De eso tengo algo de experiencia porque desde que me hice amigo de mi amigo grande Enriquito Genoud, empezó a convidarme a la Cena de los hombres de los miércoles (hay también de las mujeres; no me acuerdo en qué otro día) en el Club Social, y una cosa lleva a la otra, y entonces resulta que Enriquito es tirador en el Tiro Federal, entonces me dice que vaya con él que me va a enseñar a tirar con máuser. Empiezo a ir, y–no sé si por mi experiencia con el Churrinche 4,5 mm y después con el Maheli 5,5 mm de aire comprimido que tuve, ¿no es que soy un tirador muy certero y efectivo para mi edad? Resulta que el contramaestre del club, que creo es un tal Omar Caviedes, pero no estoy seguro, le dice a Enriquito que por qué no encuentra dos pibes para que representasen al Club Social (esto porque Enriquito Genoud es una especie de ‘socio emérito’ del Social) en el Campeonato juvenil provincial de tiro, que se realizará durante la mañana de un domingo del mes siguiente en el Tiro.

Pibes tiradores en el Club Social, solamente yo y el Quito Deppeler. Así que empezamos a ir a practicar todas las tardes bajo la supervisión del contramaestre Omar Caviedes y Enriquito Genoud (si es que este primero es el contramaestre, por ahí Omar Caviedes no tiene nada que ver con esto y estoy confundiendo los tantos. Si es así, perdoname, por favor, Omar). A cada día que pasa mis tiros se vuelven más certeros. Llega un momento de que de cada diez tiros siete u ocho son ‘mosca‘, justo en el centro, entre el mismísimo uno y el cero del 10. El pibe marcador, desde el foso, allá lejos, bajo el blanco, agita la pala de lado a lado del blanco y después va haciendo con ella un círculo, que paulatinamente recorre el blanco en círculos concéntricos que disminuyen de tamaño hasta que la pala circular queda apoyada justo en el centro, cubriendo el número diez. Así se marca una mosca.

Los pibes marcadores trabajan en esa fosa rectangular que te digo, esa que va de punta a punta por abajo de los blancos, bien protegida de los proyectiles ‘full metal jacket‘ de los máuser. Está toda hecha de cemento, como una trinchera de la Segunda Guerra Mundial, pero mejor todavía, porque esta es de cemento y las de la Segunda Guerra eran de barro, como el camino de la costa. Lo que iba a contar es que llega el domingo del campeonato y Quito y yo vamos a las siete de la mañana, ya que los primeros tiros de prueba empezarán a las ocho. La cagada es que todavía nos dura el pedo macuco de whisky que nos agarramos en la fiesta de quince de la Gloria Santi, allá cerca de la estación. Te la hago cortíta y sintética: en vez de todas moscas, Quito y yo hacemos casi todas papas: eso es cuando la bala de mauser ni siquiera toca el blanco. Los pibes marcadores mueven las palas de lado a lado del blanco como hace la aguja del metrónomo que tiene arriba del piano mi ex-profe de piano, la señora de Daubián, allá frente al Atlético, por el bulevar. Los pibes marcan con las palas totalmente abiertas, un abanico cuyos extremos se salen del blando; marcando así que los tiros pasaron por afuera del blanco. Balas perdidas: Papas.

Nos eliminan para siempre del flamante equipo de tiro del Club Social, que había sido recién formado y cuyos miembros éramos sólo Quito y yo. Enriquito me perdona porque chupo whisky con él, y le gusta la noche. En realidad, es Enriquito Genoud quien me está enseñando la noche. Pero igual yo me quedo con tanta verguenza y humillación que nunca más aparezco por el salón de tiro del Tiro, ahí donde están los stands y anda siempre merodeando y controlando el contramaestre Omar Caviedes. Qué joda.

Igual, de esa experiencia resulta que cuando me toca la colimba en la marina y tengo que pasar las pruebas de tiro, con F.A.L. 7.62 mm, (eso quiere decir ‘fusil automático liviano), con ametralladora automática de alta precisión de 9 mm (sabés cual es; la panzona cortita cuya tapa superior es también la traba: levantás esa tapa y en cualquier momento se te escapa un tiro. Ya vi a un centinela en la Costanera Sur encajarle un tiro de nueve milímetros a un marinero chaqueño justamente por ese motivo. Suben al chaqueño (que es también centinela. Todo esto sucede durante la dictadura del General Lanusse. Vigilamos la Costanera y todo el puerto 24 horas al día) a una pickup Ford F100 que pasa por ahí y lo llevan cagando (y sangrando a borbotones) al Hospital Naval).

También manejo la pistola Ballester Molina 45 mm como nadie. Resulta que acabo siendo el mejor tirador de toda la clase 1949 de la Armada Argentina, y eso influencia para que me designen asistente, camarero, chofer y medio como que guardaespaldas (siempre tengo una cuarenta y cinco en la cartuchera y un FAL al lado mío, apoyado en el asiento del acompañante del Falcon negro) del Capitán de Navío José María Barbieri, comandante del Crucero acorazado Nueve de Julio durante mis primeros trece meses; quien es después Jefe de Relaciones Públicas de la Aramada Argentina–en el Edificio Libertad, ese en Comodoro Pi y Corbeta Uruguay, ese al que le llaman El elefante blanco durante mis siguientes catorce meses de marinero. Siempre a su servicio y a sus órdenes, hago mi trabajo tan bien (esto ya te lo conté) que al final de esos veintisiete meses, cuando me van a dar la baja, el Cheyene (así lo apodan al Capitán Barbieri), me dice si no quiero dar la vuelta al mundo a vela en la Fragata Libertad, como asistente del comandante de esa Nave Enseña de la Armada Argentina. Yo daría la vuelta al mundo en un viaje de un año, parando en todos los puertos designados (the ports ‘of call’) de los varios países del derrotero; haciendo lo mismo que había hecho y siendo tal quien había sido durante mi tiempo bajo el Capi Cheyene hasta ese momento, pero ahora del comandante de la Libertad. Un vicealmirante cuyo nombre he olvidado.

Pero estoy recaliente con una mina brasilera y como el gran Mono pajero pelotudo que soy, le digo «No gracias, Señor Capitán («mi capitán» dicen los otarios de Ejército);  prefiero la baja, por favor». Hasta hoy me arrepiento de esa decisión equivocada, como te conté hace unos meses.

Volvamos al Tiro, por favor, para tratar de olvidar este oprobio naval: Las dos hembritas se han enrollado las toallas de la cintura para abajo, así que ahora la parte apetitosa y jugosita va cubierta, pero nimporta; es perfecto igual, que importa, si estamos yendo a tomar mate de jeta, con dos minas que están rebuenísimas y todas mojadas, en malla y sobre el pasto y abajo de los árboles de atrás del edificio del Tiro, por donde a veces está medio desierto y de repente, quien te dice, hasta se da una de franelear. Todo es posible. Algún día se me tiene que dar a mí también, ¿no te parece? Ya estoy bastante en edá pa eso.

A mí me tiemblan un poco las piernas, pero por ahí es de haber andado en la Vespa; vaya a saber. Si se lo comento al Pepi, seguro que después en el corralón se lo cuenta a Pancho, a Bohle, a Cherro, y hasta a Marujo Linera si anda de visita con su boina de vasco y su el pucho de un Particulares de doce sin filtro en la comisura ‘e los labio. Los de doce sin filtro son esos de forro interior de papel de aluminio rojo y atado  blanco con letras rojas y sin celofán, los de albañil. Esos.

No le voy a decir un carajo a Pepi eso de que me tiemblan las pierna, porque ya te conté antes del día cuando mi vieja abrió la puerta de mi pieza a la hora de la siesta y me agarró haciéndomela. Se lo comente a Pepi lleno de vergüenza (pa que carajo fui a contarle, pero tenía que desahogarme con alguien, tenía), y el muy guacho de inmediato se lo fue a decir a los gritos en las caballerizas a todos los peones, que se empezaron a cagar de risa y a decir por algo te diran Mono. Así que de que me tiemblan las piernas mientras caminamos hasta el escondite arbolado me lo guardo pa mí. Al Pepi ni mu. No le digo una mierda al Pepi. No le cuento eso ni por puta al Pepi. Chusmo de mierda, mi mejor amigo.

Ni bien hallamos un lugar bastante aislado y medio oculto, las dos minitas se sacan las toallas, ponen el equipo de mate en el medio y estiran en el suelo cada una de las dos toallas bien estiraditas frente a frente sobre el pasto. En una me siento yo y en la otra se sienta el Pepi, cada uno de nosotros con una de las hembras al lado. A él  le toca una y a mí otra. Dejamos que ellas elijan, como hacen todos los de la barra. Pa que cagarla, ¿no? Si elegís vos y por ventura a la mina le gusta el otro — está interesada en el Pepi, digamos; es un ejemplo, por ejemplo— se arruina todo de salida. Que elijan ellas, ¡que tanto!

Pepi saca el Carusita del bolsillo y enciende la mecha del calentador a alcohol que la mina de él había sacado de la caja del equipo de mate. El equipo de las minas es un cajoncito de madera forrado con una tela a cuadritos chiquitos rojos y blancos, como los colores de los Particulares de doce sin filtro, los de albañil. Por el borde tiene una puntilla todo alrededor la caja del equipo de mate, bien de mina; no camino por el Tiro con uno de esos en las mano ni que adentro del cajón esté lleno de doblones de oro de un galeón pirata o algo así.

El equipo de mate de las pendejas viene con el calentador, la pava y un aparato que es una especie de dos tachos con tapa con manijita pa abrirlos, agarrados con una barra de metal; uno tiene azúcar y el otro la yerba Taragui con palo. La tapa de los tachos tiene una ranura cada una pal mango e las cucharita. Muy elaboradito todo; cosa de hembra, no? Además veo adentro de la caja del equipo de mate un paquete de Criollitas, pero está sin abrir, así que quien sabe si es para comer con nosotros o no. Por ahí no lo abren ni nos convidan. Pero nimporta; eso de tomar mate es pura excusa. Lo que queremos son las pendejitas. Uno va al Tiro porque ahí hay minas que son menos complicadas que las del Regatas. Pepi y yo somos  re-pendejos y nada populares. Vas a ver que las minas del Regatas no nos dejarían que les toquemos ni el equipo de mate siquiera; no tomaríamos mate con ellas ni que estuviese diluviando, ni que vengan degollando, dos dichos de sabés quién. Imagínate si íbamos a poder tocarlas a ellas, las hembras del Regatas, ¡ni con una caña de pescar de dos metros como esa que usa el Gallego Rodríguez gordo y bajito para pescar desde el muelle ‘el Regata!

Pepi, sin decir agua va, de repente la agarra a la mina que le tocó a él y le encaja la boca en la boca. Yo imagino que le mete la lengua hasta la garganta llena de gusto a mate dulce de yerba Taraguí con palo. Creo que a ella le gusta, porque le agarra la nuca a Pepi y le empieza a acariciar esa parte de atrás del pelo que Rafa Crescenzi, el padre de la novia del carpintero rubio teñido pintón, ese de jopo, le corta cepillito casi rapado, hasta que le siente de verdad como un cepillito si le pasás la mano a contrapelo. Parece un colimba pero arriba lo tiene más largo, y además, todo termina en un flequillo medio rubio, pero el de Pepi no es teñido, que yo sepa.

Yo miro a la mía y ella pone unos ojos como de enamorada de la telenovela de las nueve por el Canal 9, Cuatro hombres para Eva; entonces yo  me acerco y me pongo a tiro, más o menos como a unos diez centímetros de su boca o menos; más cerca que eso no me animo. No me animo a llegar más cerca que eso, pero ella sí se anima y se acerca a mí y de pronto soy yo el que tiene la boca de ella en la mía. Creo que fue ella la que empezó. Yo no hice nada.

Nos besamos bastante, y yo yo yo yo yo casi me muero. No tiene gusto a mate dulce de yerba Taragui con palo ni por putas. Siento como si fuera hecha de terciopelo y de miel, toda mojada y suavecita. Casi me desmayo de tanto que me gusta. Pero en ese momento, ¿no es que el agua de mierda hija de puta y la putísima madre que la parió empieza a hervir? La hembra de Pepi entra como en una especie de pánico y salta para sacar la pavita del mechero del calentador rápido rápido rápido, porque sabés que el mate con agua hervida no sirve pa una mierda, ¿no?

En fin, como ellos dos largan, mi hembrita larga también al unísono. Se acaba la joda. Siempre me he preguntado cómo funciona esta clase de sincronía que existe entre dos minas amigas; es medio como esas hermanas gemelas de los cuentos, que piensan con un solo cerebro pa las dos. Tomamos mate. La otra opción está descartada por esa tarde. Bueno, como te digo: mientras conversamos con las minitas unas boludeces que ni me acuerdo, tomamos unos mates por un largo rato, comiendo las Criollitas —gracias al Dios Aparte, porque la verdad es que yo vengo con un hambre y una sed de náufrago de ese galeón pirata lleno de cofres con doblones de oro español ya desde cuando salimos del Regatas en la Vespa. Parezco un pibe de Calcuta, o de Biafra, qué se yo.

Mientras tomamos esos mates bajo la arboleda, a las dos hembritas las mallas se les van secando. Yo hago de tripas el corazón y trato de tocarle un poco los muslos a la mía. Son una locura; la piel parece hecha de seda—o de terciopelo, como la parte de adentro de la boca, pero solamente humeda de los restos de la pileta; no empapada de miel como adentro de la boa. Debajo de la piel siento su carne  firme y tibia. Pero cuando empiezo a subir con mi mano y a encarar pal lau de adentro del muslo, siguiendo la textura de esa piel deliciosa, ahí donde el muslo se pone más calentito, no muy lejos del bosque y la caverna, ella se levanta de la toalla y se queda parada al lado del equipo de mate, mirando pa delante sin decir nada. No sé qué le pasó.

Sin saber bien qué es lo que corresponde hacer en una situación como esa, la imito: yo también me paro. Pepi saca la mano que le había metido adentro del corpiño a la mina que está con él (es más rápido el guacho, no tiene respeto ni vergüenza), y las dos agarraran las toallas y cada una enrolla la suya todo alrededor de la cintura, el culo, las gambas, etc. Adiós. Otra vez están vestidas como nativas de la Polinesia, Tahití, Bali, Bolivia o no sé de dónde carajo. En algún almanaque de almacén me acuerdo de haber visto algo parecido.

Cierran el equipo de mate, nos dan un chau rapidito y ya medio desinteresado, y encararan pa la pileta de nuevo, las dos pendejas en malla y toalla.

Pepi patea la Vespa, que no arranca hasta la quinta o sexta patada. Está medio ahogada la moto. ¡Que sorete! Pero al final arranca, ¿eh? Pepi se sube y yo me subo también. Salimos cagando y derrapando de nuevo por el césped, haciendo pinta con cara de machos. Guardaganado otra vez ¡Prrppprrrprrrrrppprrrr! y curva kamikaze de nuevo, pa meterle con todo por el camino del costado del Tiro hacia el camino de la costa. Así llegamos por segunda vez a la costa del río y Pepi encara la curva pa la derecha, pa seguir pal lau de la Alcoholera alejándonos del Tiro , de las minitas que estaban rebuenas, y aún más del Regata, en la dirección de las casillas de los pescadores, y más allá. No vamos a parar hasta la Alcoholera.

Nos vamos levantando tierra, ambos al palo. La moto va a la tabla y saltamos por los huellones como pichingayo en olla de aluminio. Pero los colores de la costa han cobrado una cierta fosforescencia porque, para nosotros dos, el sol del crepúsculo ahora brilla con un resplandor glorioso. Ganadores. Un Dios Aparte.

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New York City, Sábado 29 de septiembre de 2018

 

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