Comienza en un extremo fabril y termina en el otro extremo fabril: son nuestros “polos industriales” locales; uno es el norte y el otro es el sur. En el norte, la planta que se levanta es la productora de líquido inflamable que todo el pueblo conoce como La Alcoholera o La Acética. En el sur, está su gemela sólida: La Papelera. Ambas marcan un engañoso “fin de camino’, ya que éste no termina sino que encuentra sus únicas curvas reales en el norte y en el sur. De la misma forma y modo drástico en ambos límites el camino se aparta del río y asciende la barranca hacia las periferias de un Baradero rural, aún nada o apenas urbanizado —sólo por un par de chalets en el extremo norte, y uno que otro caserío de la Colonia Suiza en el sur.

No a media distancia, pero sí en su centro neurálgico, este camino de tierra lleno de bajos pantanosos —con huellones ariscos donde más de un coche se queda encajado— de súbito suspende su polvo o su barro porque allí lo cubre una corta cinta de asfalto. Surge allí una especie de alfombra de macadán que detiene la continuidad de la “tierra hacia el norte y tierra hacia el sur”. El breve tapete —que en realidad es una intersección— está flanqueado por los adoquines de La bajada de piedra y por los del acceso al playón general con sus galpones, que constituye el Puerto de Baradero. El tapiz de asfalto de ese cruce de tres calles corresponde a los metros finales de La bajada al Puerto. Por ese nombre todo el pueblo conoce esa vía de circulación de tráfico, que no se inicia en la esquina del zanjón y el potrero de Sahia, frente al “Colegio de las hermanas”, ni tampoco se inicia en las barreras del Ferrocarril Mitre —ese paso a nivel donde oficialmente la gente siente que “entra” al pueblo. En verdad, La bajada al Puerto es la última sección de un camino que nace, como perteneciente a Baradero o al menos emparentado a este nombre y en el partido de ese nombre, mucho más allá (bastante antes de ser La Calle San Martín): su origen se encuentra a aproximadamente ocho kilómetros de distancia del puerto, en la cabecera del Acceso. En ese lugar los coches tienen que circunvalar un rond point en cuyo centro se levanta el monumento a la Primera Colonia Agrícola del país. Este paralelogramo de concreto, que llamamos indistintamente El Monolito o El Chocolatín, marca el punto de ingreso a Baradero para quienes se acercan en sentido perpendicular el Acceso, circulando por la Ruta 9. Por unos escasos cientos de metros el monumento conmemorativo no se halla en el lugar exacto que equidista de las dos ciudades más importantes del país: Buenos Aires, su Capital Federal, y Rosario, la pujante ciudad santafecina de cuyas cercanías llegó mi familia, Pezzini, a nuestro pueblo. La Ruta 9 es también (de tierra todavía en el momento de esta narración, no lo olvidemos) La Panamericana: la mera mención de este nombre nos hace imaginar selvas, desiertos, fronteras reales donde las banderas cambian de color y el idioma adquiere acentos remotos, extranjeros.

Pero si desde El Monolito lanzamos una línea imaginaria que continúe hacia el este, alejándonos del primero y del pueblo, se llega a una interrupción abrupta causada por una calle transversal que forma el capitel de una “T”, con respecto a la anterior. Apropiadamente, llamamos a este fenómeno vial El Martillo. Detrás del almacén allí situado, se inicia una zona feral, salvaje, borgeana, que nos lleva a Portela, Luján, Mercedes… a las distancias interminables de las planicies bonaerenses. Bien se podría calificar a este capitel de El Martillo como la intersección genitora de la larguísima calle que fenece en los adoquines del puerto: La San Martín es nuestra versión pueblera de la bonaerense y porteña Avenida Rivadavia, “la más larga del mundo”.

Dibujado así este mapa de los confines de nuestra geografía vial, volvamos a la costa y a la intersección portuaria de la costa –a la crucial encrucijada, si la redundancia sonora lo permite— y percibamos que aquí una vez más la ciudad reafirma su carácter industrial: no impera allí el silencio ni los murmullos puros de la naturaleza, ya que existe la sonoridad permanente de la ingeniería humana, el ommmmmincesante del continuo proceso que transforma el grano en producto. Este ommmmmse mezcla al canto de los pájaros, al sonoro silbido del viento en la fronda, a la leve musicalidad que produce el movimiento de las sinuosas aguas del río Baradero cuando acarician sus bordes. Sí: la Bajada de piedra y La bajada al Puerto se encuentran y confluyen (e interceptan El camino de la costa) en las proximidades de Refinerías de Maíz. El olor fluvial y portuario característico de esa zona se impregna de vez en cuando de un aroma con el cual los baraderenses han desarrollado una profunda intimidad desde el comienzo mismo de sus vidas. Todos por igual sabemos cómo huele el grano triturado, molido, tostado, fermentado, transformado.Transfigurado. Hemos olvidado por completo que el maíz que cubre nuestros campos y sostiene nuestra economía, cerca de ocho mil años antes de Cristo ya fue el “maná” de las poblaciones nativas de los valles de Mesoamérica. Jamás recordamos que somos los alquimistas modernos que aquí hoy transformamos un alimento prehistórico, de los más antiguos de la humanidad agrícola. Nuestra amnesia por familiaridad nos impide sorprendernos de que milenios antes estos mismos marlos hayan sido desgranados por callosas y broncíneas manos Olmecas, Toltecas, Mayas. No obstante, conocemos en sus mínimos detalles los ritmos de La fábrica; su gente y su tráfico, sus horas y sus “turnos”: “El pito de la fábrica” nos habla con regularidad de cronógrafo, y si tenemos sueño liviano nos despierta antes del amanecer para que percibamos el paso de un coche, una moto, alguna bicicleta, transeúntes todos que marchan hacia Refinerías para el turno de las cuatro de la mañana.

Tirando una rectilínea aproximada desde esa industria hasta el río, o siguiendo uno cualquiera del par de zanjones que van a desaguar allá sus desechos, encontramos la alta arboleda de El Lido –nuestro antiguo balneario. Si nos remontamos hacia el norte, la situación primal de El Martillo se replica en medio de los caseríos que colorean aquí el lugar. Por alguna razón mítico-folklórica local se le atribuye a esta zona un carácter salvaje, feral —que es más fácil de entender para la razón infantil de los que pedaleamos el área y la adulta de los que la nadan— de supuestos remolinos acuáticos mortales y sombras terrestres amenazadoras, cuchilleras. Esta es La vuelta brava; su nombre lo dice todo, y más allá, alguna vez la inundación. Los sauces en la isla, una vaca inmóvil y contemplativa, el canto de un tero, el eco de la ronca bocina de un barco carguero aguas arriba en el Paraná, atrás de la isla… la subida de La Papelera y el fin de la costa recorrible. El extremo norte.

Si llegando al fin de La bajada al Puerto doblamos en dirección inversa, hacia la derecha, el camino de tierra hace una “ese” justo donde la embarcación de Bichito Allegrini, la Estrella de Mar, está permanentemente “anclada sobre la tierra” fingiendo un calafateo que nunca se concreta. No obstante, he visto a Polito Capitanelli y a sus padres, Tito y Eve, junto a sus tíos Cacho y Nelly Iglesias preparar canastas y cajas frigoríficas de metal, para emprender un viaje misterioso “a la isla” embarcados en la nave de Bichito, del que regresarían días después con bogas, bagres, en más de una oportunidad también un surubí, y a menudo copiosas bolsas de caracoles. Los comeríamos casi de inmediato —hechos en el guiso magistral de Nelly y Eve— en medio de la animada algarabía comunal consiguiente, todos los vecinos convocados al efecto en carácter de urgencia a su enorme cocina de larga mesa —pared de por medio con la de mi hogar natal.

A continuación, enfrente, y por todo lugar hasta “La bahía”, se levantan e imperan las instalaciones del Club Regatas (la preposición “de” eliminada por completo en nuestra sintética denominación del paraíso de cada y todo verano). Todavía no hay en el pueblo un club de pesca, ni ninguna marina. Los bajeles principales —fuera del mencionado Estrella de Mar de Bichito y los barcos areneros de Spósito, siempre anclados en el Puerto— son, primero, el yate del “Negro” Hernández, que en el futuro adquirirá la familia Gastellu y entonces abordaré en algún fortuito viaje “al Pinto” –ese riacho meandroso casi invisible pero de buena pesca que mi tío Rogelio eternizara en un óleo sobre tela. Sumadas al mencionado, también están amarradas cerca del muelle del club las pesadas canoas A (la vocal que tomamos por ‘anchas’) y los botes F (la consonante que creemos que significa ‘Finos’), codiciados por ser tan angostos y aquadinámicos. También se halla anclada en el sitio la lancha de Refinerías Welcome, equipada con un Evinrude fuera de borda, que Palmáz pilotea en alguna regata de doble-pares y tartanas, llevando a bordo los jueces. El público ansioso estira los cuellos, todos acodados en la baranda de madera del muelle o agrupados en el plano inclinado de tablas por el que después de la competición los barquitos a remo retornarán al “Salón de botes” del Regatas. Reina en el éter la voz ronca y nasal de Jorge Sempio narrando la disputa y censurando de forma ácida al timonel del doble par de Los Coria:

—¡Pesimamente timoneada se acerca a la meta la embarcación “B. 3”!

Caminando por la calle escaldante del enero en la costa; pasada la bahía nos guarecemos del sol abrasador bajo el próximo quincho, ya que no es más que eso: un techo de paja o juncos sostenido por postes de madera tallados a pura hacha. Bajo éste se yergue el mostrador de ladrillo a la vista. Su superficie horizontal es la larga mesada donde se apilan los vasos y platos y se despacha “para llevar”. Detrás se impone la enorme parrilla donde se asan las achuras, el vacío, las tiras y entrañas; y se doran y crocantizan los chorizos y las morcillas. Bebemos un tinto helado no con demasiada soda pero sí con tantos cubos de hielo como quepan en la copa. Usamos el vino no sólo para saciar nuestra sed sino también para bajar el par de provoletas grilladas que compartimos entre cuatro o cinco muchachos –enteramente desnudos y descalzos, a no ser por nuestros trajes de baño, todavía empapados de nadar en el río o de zambullirnos en la pileta. Relajados y en silencio, mirando el río con reverencia —o exaltados y parloteando, olvidando nuestro entorno— cortamos las provoletas y las comemos levantando los cubos resultantes con las puntas agudas de nuestros cuchillos serrucho. Estos quesos cubiertos de orégano y pimienta negra se derriten melosos sobre las tablas en las que nos los sirven. En un hornillo-parrilla de metal emaltado con un nicho de brasas ardientes que las mantienen chirriando, las carnes nos llegarán a continuación y también las cortaremos sobre la misma madera. Esta forma autóctono-mediterránea de comer le otorga su nombre al restaurante: La Tablita. Mientras esperamos que la carne esté a punto y llegue el hornillo a la mesa, volcamos algo de aceite de oliva sobre la tabla para frotar trozos del pan francés calentito que llega a La Tablita desde El Vasquito, y los comemos junto con los restos del queso derretido, la sal, el orégano, la pimienta. Placeres gastronómicos del verano en la costa.

Siguiendo camino se llega a una región de tramayos y líneas atadas a estacas casi al borde del agua. A lo largo de un terreno semidesolado languidecen unos baldíos. Detrás de éstos, casi apoyadas contra la barranca, se levantan entre los yuyos varias de esas humildes casitas campesinas que, sin intención peyorativa, en lenguaje gauchesco llamamos “ranchos”. Metros después encontramos el otro club acuático de la costa: El Tiro. Allí domina el paisaje la pileta de natación a ras de tierra, compartiendo la vista con la cancha de paleta, atrás, y la edificación de estilo colonial del Tiro Federal Argentino, como es su nombre completo, a la izquierda del observador. Los estampidos de máuser 7.65 mm se oyen diariamente durante las cuatro estaciones del año. Las armas de su arsenal se mantienen limpias y aceitadas gracias al trabajo del “armero” — un colimba solitario y afortunado, ya que es el único conscripto local destinado a pasar su servicio militar en el pueblo que lo vio nacer. Desprovisto de cabo, sargento, capitán, o cualquier otro uniformado de rango superior, el miliquito acepta órdenes tan sólo de los socios más antiguos del club: Cheruses o Genouds, tiradores eximios de chaquetas beige con la insignia del club en el pecho y el acolchado de gamuza marrón en el hombro donde se apoya el arma para aguantar el culatazo reactivo a la explosión del disparo. A mil doscientos metros de distancia, cuando un chico desde el foso desliza lentamente su paleta, reproduciendo con el movimiento el círculo negro central circundado por líneas concéntricas negras impresas sobre el poster de cartón, está marcando “la mosca”: la bala ha perforado el centro mismo del blanco. Pero si la paleta se mueve de derecha a izquierda y viceversa, casi lacónicamente, como lo haría la aguja de un metrónomo o una bandera blanca de “rendición”, estará marcando “la papa”: el proyectil no ha tocado el blanco en absoluto. Bala perdida.

Suenan los estampidos de máuser mientras los bañistas del Tiro se broncean de ojos cerrados sobre el tupido césped de su parque frontal. Los ecos de cada balazo rebotan en las barrancas y se pierden en la isla, mientras —un par de segundos antes de caer en las aguas del río— una tiradera circular de red se abre por la fuerza centrífuga de sus plomadas al girar en el aire. Dibuja un plato volador perfecto en el bajo cielo contra el fondo rojizo de los últimos rayos del sol. De esta forma crean belleza al liberar la tiradera las manos diestras de un pescador anónimo y solitario. Sin saberlo, este criollo reproduce con su movimiento algo aproximado a la estética clásica del Discóbolo, inmortalizado éste en una escultura de bronce de hace casi dos mil quinientos años, cuyo original se perdiera ya en la antigua Grecia y llegara hasta nosotros gracias a un par de copias esculpidas en el mármol de la Roma helenista.

No demasiados minutos de caminata después de haber pasado El Tiro, la calle se hace más y más agreste, pero más tarde se llega a una microurbanización ribereña formada por cabañas de madera casi contiguas, casi todas de tan sólo uno o dos ambientes, pero algunas con un garaje donde es más probable hallar el remolque de una lancha que un automóvil: son las “casillas de pescadores”. Esta es una villa que representa el lujo y goce natural de la gente simple. Son casas de fin de semana para el hombre o la familia que sabe hablar con el río porque conoce con intimidad su voz y su ritmo (no recuerdo a ninguna pescadora que poseyera una casilla allí). Protegen los pequeños jardines frontales cercas de madera, rejas de hierro forjado o ascéticas alambradas. De éstas cuelgan secándose las redes que ostentan flotadores de corcho como si fueran enredaderas que han dado fruto. Cañas de pesca, un salvavidas decorativo, algunas pocas herramientas de granja, una que otra parrilla apoyada a una pared—si es que no está ya fijada de forma permanente a su bancada de cemento, y equipada con una cadena y manivela para regular la altura desde las brasas— son el santo y seña del disfrute apacible y contemplativo a la orilla del río.

Y desde allí hasta el fin, separados del camino y del río por la cerca de alambrado de púas, imperan el campo abierto y los pajonales. Al fondo, la omnipresente barranca que tal vez le haya dado nombre a nuestro pueblo (el Bajadero). De niño, durante los picnics del Día de la primavera, exploré sus grutas incrustadas con fragmentos fósiles de animales prehistóricos y artefactos indígenas, de la mano de la hermana Adelina, o de María de los Ángeles, o de Ana Blanca, o de alguna otra monjita del Colegio San José cuyo nombre he olvidado. Continúa la caminata hasta alcanzar La Alcoholera y su viejo muelle —el terminal con los caños para bombear el líquido a los tanques de las barcazas transportadoras. Llega la curva; termina el camino de la costa. El extremo sur.

Respirando hondo, emprendemos la subida y el río comienza a quedar atrás, allá abajo… en la distancia.


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New York, 28 de noviembre de 2014
Fotografía: Mónica Carretti

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5 COMENTARIOS

  1. Cierto, querido Ex-Refinero: al invertir los puntos cardinales Norte/Sur, se me dio vuelta la Rosa de los vientos entera. Por eso identifiqué también el oeste como este. Corregido todo ahora ya en mi manuscrito, pero gracias a vos también por esa advertencia. Un abrazote
    Hugo

  2. Es exactamente como vos lo decís, Pulga en la oreja. Tenés toda la razón. Perdón por este error crucial. Ya escribí un comentario esta mañana reconociendo mi error y agradeciéndote la observación, pero no sé por qué no sale publicado. Así que estoy tratando de escribirlo nuevamente para ver si esta vez sí se publica. Muchas gracias por el llamado de atención, una vez más. Un abrazote
    Hugo

  3. Genial , como siempre tus relatos.
    Pero también al leer , observé lo que comenta La pulga en la oreja.
    Y «El Martillo» es hacia el oeste.

  4. Norte: la Papelera; Sur: La alcoholera.
    Tenés toda la razón del mundo. ¿Lapsus freudiano o falta de sentido de orientación? Gracias mil, querido/a Pulga en la oreja. Corregiré el manuscrito para la próxima vez. Te lo agradezco de verdad!
    Un abrazote enorrrmeee!
    Hugo

  5. En el NORTE la Alcoholera y en el SUR la Papelera????? No es al revés?????

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