Por: Federico Jeanmaire

Microfilmar el año mil ochocientos noventa y cinco del diario La Nación, además de cierta novedosa conciencia sobre la muerte, me trajo también una grata sorpresa. En el mes de marzo, encontré dos largos artículos referidos Lidya, mi bisabuela.

El diario había enviado un corresponsal hasta mi pueblo.

Con el fin de que indagara acerca de sus poderes.

La leyenda sobre el asunto me había llegado en cuentagotas durante la infancia. A regañadientes. Entre secretos e historias que los adultos contaban a media voz, lo más lejos posible de los oídos de sus bisnietos. Mi padre, sobre todo, se negaba terminantemente a hablar del tema. De cualquier modo, algo había escuchado: que Lidya tenía poderes psíquicos sobrenaturales, que podía mover con la mente objetos de un lugar a otro, que hipnotizaba con cierta facilidad y que, un buen día, había decidido que ya estaba bien, que había vivido demasiado, que no quería vivir más y entonces se había quedado en la cama durante unos días hasta que, finalmente, había muerto.

La palabra bruja, con la que a veces se referían a ella, no me impresionaba.

Hasta me resultaba simpática.

Lo que en verdad le impresionaba a mi infancia de la historia de Lidya, era que, un buen día, hubiese decidido morir.

Desesperar. Antiguamente, los hablantes del castellano supieron utilizar el verbo desesperar para definir a aquellos que decidían terminar con sus vidas. Un desesperado era un suicida. Alguien que ya no esperaba nada de la vida. O alguien que no había querido esperar más tiempo para morir.

Se trataba de un pecado.

Muy grave.

Un pecado que dejaba al suicida fuera del circuito divino de la eternidad cristiana. Porque, claro, ese alguien, ese desesperado, se había colocado por encima de los designios de Dios. Dios, aquel único ser omnipotente que podía determinar el momento exacto para la muerte de cada uno de sus hijos predilectos, los animales humanos.

Lydia ocupa el lugar central de la bóveda familiar. Sus restos yacen debajo del altar, detrás de un vidrio, dentro de una suerte de sarcófago, algo más grande y más lujoso que los demás ataúdes. Aunque no está sola. Comparte el sitio preferencial con su marido, mi bisabuelo Emilio, aquel que le comprara el edificio a un tal Fraga justo medio siglo antes de mi nacimiento.

Tu padre y el resto de sus nietos la amaban.

Repite tres o cuatro veces mi madre desde el lado argentino del teléfono.

Y yo me quedo pensando un buen rato en sus dichos luego de cortar con ella. Pienso en la infancia de mi padre y en la de sus hermanos y primos. Debe haber sido maravilloso tener una abuela bruja. Un privilegio que seguramente envidiarían la totalidad de los niños del pueblo. Pero también me quedo pensando en que mi madre acaba de utilizar la palabra resto. Sin tener la menor idea de lo que estoy intentando escribir. Inés eligió esa palabra, entre otras varias posibles, para repetirme el amor de aquellos nietos por su abuela. Y la palabra, en sus labios, daba la impresión de almacenar a casi todos los seres humanos que no fueran mi padre. En el cuento, lo único importante era mi padre, los demás eran un resto.

Una palabra repleta de cariño, resto.

Dicha del modo y en el contexto en que la dijo y la volvió a decir mi madre.

Una suerte de exhibición por defecto de sus sentimientos hacia mi padre. Una palabra tan imprecisa y tan exacta como en cualquiera de los otros múltiples usos que permite.

En el segundo de los artículos de marzo de mil ochocientos noventa y cinco del diario La Nación, el más largo de los dos, aparece también un daguerrotipo con la cara de mi bisabuela.

La bella joven Lidya Vizca de Jeanmaire, escribe el corresponsal, tiene los ojos de un color azul profundo.

Y agrega que está embarazada.

Lo que no dice, porque no es posible saberlo en ese momento, es que dentro de su vientre lleva a mi abuelo Esteban.

Sospecho que los seres humanos somos más parecidos que distintos. Y que lo que le pasa a uno cualquiera de nosotros, les pasa a casi todos los demás. A mí me ocurre que extraño a mis muertos queridos. Aquellos que conocí, cada tanto, se me aparecen en imágenes que evocan algunos momentos que viví con ellos. Me pasa, también, que fui coleccionando fotografías de mis antepasados. Esas fotografías, enmarcadas, hoy ocupan buena parte de una de las paredes de mi casa, en Buenos Aires. Justo la pared contra la que escribo habitualmente.

Lidya ocupa dos lugares dentro de la multitud familiar.

Una es la reproducción del daguerrotipo que encontré en el diario La Nación. La otra es una foto pequeña, de poco antes de morir, cuando tenía sesenta años de edad. En esta última no se parece en nada a la primera. Supongo que Lidya fue las dos, que nunca somos iguales a los que fuimos antes. Aunque lo importante no es eso, lo importante es que extraño a mi bisabuela a pesar de no haberla conocido, y que, cuando la extraño, se me viene una u otra de las imágenes que cuelgan de la pared, depende, claro, del instante de mi vida en que la echo de menos.

Aunque no sé si eso le ocurre a todo el mundo.

Eso de extrañar a alguien a quien uno no ha conocido, quiero decir.

Una pared con fotografías enmarcadas también puede ser un resto. Imágenes fijas que quedan en el pasado. Un montón de muertos desconocidos junto a otro montón de muertos conocidos.

La pared, allá en Buenos Aires.

Casi un cementerio de mi entera propiedad.

O una suerte de bóveda familiar que no tuve que comprarle a ningún señor de apellido Fraga. A nadie. Y por la que tampoco tengo que pagar tasa municipal alguna.

Una foto enmarcada al lado de otra foto y de otra y otra más. Evidencias de que hubo un pasado de otras vidas. Un pasado azaroso que llega hasta mí. Y, sobre todo, fotos como elocuente muestra de que hacia finales de la década del noventa del siglo pasado, cuando empecé a coleccionarlas, varios hechos se amontonaron para dar cuenta de la muerte. Para alertarme y para recordarme que el tiempo de la vida era escaso.

La pared contra la que escribo cuando estoy en Buenos Aires.

Un cementerio personal siempre presente.

Un aviso.

Incluso acá en Berlín, tan lejos, podría recordar la posición de cada una de las fotografías familiares. Sin embargo, no voy a hacerlo. Me niego. Prefiero salir a fumar al jardín interno que hay en medio del edificio en donde está la librería de Teresa. Carmen y Bertram pronto pasarán a buscarme.

Es tarde. Y además de comer salchichas, también hemos dado cuenta de un buen vino blanco alemán. No dejamos ningún resto. Sin embargo, no puedo dormir. Una imagen se me cayó encima en algún momento de la noche y, hasta que no la escriba, lo sé, no podré dormir.

La imagen viene de Yela.

Un pueblo mínimo en la provincia de Guadalajara, España, que durante los días de semana tiene solo cuatro habitantes.

Había ido a pasar un fin de semana allí junto a Lola y Fermín, una pareja de amigos españoles. Hace de esto ya unos cuantos años. Nevaba y salimos a pasear por sus calles. Terminamos en el cementerio. Allí donde están los padres de Lola y donde quedará ella cuando tenga que ser. Nació en Yela y sabe que su lugar final será ese, al igual que yo sé que el mío será la bóveda familiar de mi pueblo.

El cementerio de Yela es tan pequeño como el pueblo. Pero podría ser más grande, Yela tuvo su momento de gloria. Hace cincuenta años, sin ir más lejos, cuando Lola era una niña, sus habitantes llegaban a los cuatrocientos. Si el cementerio no es más grande se debe a la manera en la que han decidido enterrar a sus muertos. Desde siempre, hay una determinada cantidad de lugares. Entonces, ante cada nueva muerte, y en riguroso orden respecto de la muerte anterior, se hace un pozo y se coloca el nuevo ataúd donde antes hubo otro y otro y otro más. Debido a la cantidad de muertos que se acumulan en cada pozo, el terreno ya no es plano. Tiene ondulaciones como, por ejemplo, las tiene el cementerio judío de Praga.

Es extraño cómo funciona la mente. ¿Por qué, en medio de una agradable cena de despedida junto a Carmen, Bertram y una sobrina de Carmen recién llegada del Perú, se me instaló, inamovible, la imagen de las ondulaciones muertas del cementerio de Yela?

No lo sé.

El motivo puede ser cualquiera.

El casi obvio de mis obsesiones actuales, el hecho de que nunca pueda salirme del todo del libro que estoy escribiendo o, quizá, simplemente que tanto Carmen y Bertram, como Lola y Fermín, son parejas que llevan buena parte de sus vidas juntos en una época en la que eso ya no es tan común.

Es extraño cómo funciona la mente.

No solo la de Lidya.

infobae.com

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