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La palabra “bazar” —que tío Rogelio nos explica, lleva una “doble a”  en su forma original, Bazaar, y a su vez deriva de un antiquísimo vocablo atribuido a los persas, nos dice también—, siempre representa para mí una serie de paisajes y eventos repletos de una magia lejana que brotan de la boca de una seductora Zherezade, virginal y astuta, intermediada desde Las mil y una noches por la voz de tío Rogelio, el gran contador de historias de mi infancia. Mi imaginación de niño, cuyo universo se reduce a un par de pueblos bonaerenses, de inmediato se sumerge en ese espacio mental (frame of mind), que en el futuro identificaré críticamente con el orientalismo.

Así de exótico, misterioso y repleto de prodigios y maravillas, es para mí este enorme comercio de Baradero. Una cantidad inmensurable de artículos y artefactos de los géneros más diversos, se distribuye entre las varias secciones en que está dividido este local vecino a mi hogar. Años después comprenderé que éste es el ejemplo más temprano e incipiente de lo que cuando crezca  re-conoceré como department store en inglés, y grand magasin en francés. El Bazar Willi es la instrucción abstracta e introducción material fascinante que me servirá de modelo para entender los grandes almacenes, al depararme más tarde con Harrods en Buenos Aires y Londres, con Les Galeries Lafayette en París, con El corte inglés en Madrid, con Macy’s y Bloomingdale’s en New York —estos dos últimos, los almacenes donde acabaré trabajando diez años para pagar mi estudios académicos.

Pero todavía ni lo sospecho.

Existen cuatro accesos a lo de Willi —si incluyo aquí el de la casa de electricidad y revistería de Emilio Bossetti, que al menos con respecto al conjunto edilicio, es indivisible. Aquí me espera todas las semanas el Billiken; a papá, la revista La Segunda Guerra Mundial; y a mamá, las Selecciones del Reader’s Digest. A continuación, un gran doble portón con puertas de hierro y vidrio opaco separan “lo Bossetti” de la gran entrada por la que se va tanto a la ferretería como a la “sección bazar” propiamente dicha. Existe además, al final del negocio —casi tocando el zaguán que conduce hacia los departamentos del segundo piso, donde vivirán en la década de los setentas Nana, Norberto, Luciano y Cecilia Guariniello— las dobles puertas de la librería, que atiende Muca, la esposa de César Willi.

Pero, volviendo a la enorme entrada de hierro y vidrio después de lo Bossetti: aquí se genera un largo y ancho zaguán cuya utilidad se hace obvia cuando sale por allí un mini-tractor que arrastra un par de largos y estrechos acoplados con pequeñas ruedas de caucho, y transporta algo inexplicable para mí: inmensos paquetes que contienen cientos de cartones planos color amarillo furioso, y ostentan la imagen, el logotipo y el texto exactos de las cajas de Maizena.

Cuando mis entendederas se desarrollen un poquito más, comprenderé que la Imprenta Willi (más tarde será de Leuzzi y Véliz) —que funciona en el subsuelo del local, y a cuya estrecha escalera se accede por la sección librería— estampa estas cajas plegadas, la cuales en una instancia siguiente contendrán fécula de almidón de maíz marca Maizena. Es en Refinerías de Maíz donde serán armadas y colmadas por ese producto que allí se industrializa. La fábrica (donde trabaja mi vecino Tito Capitanelli —el papá de uno de mis mejores amigos, Polito) es el destino final del trencito mágico que pilotea Yito Véliz y veo salir de vez en cuando por la doble puerta de hierro y vidrio del Bazar Willi. Yito —bajito, delgado y moreno, de boca semioculta por un abultado bigote negro— es un eximio jugador y referee de fútbol. Su tamaño es perfecto para las dimensiones del tractorcito que maneja, pienso siempre que lo veo al volante.

La próxima abertura después de esta, es la que constituye el ingreso hacia un local semi-indefinido que, cuando yo sea multilingüe, me traerá a la mente la expresión también francesa (y aquí por cierto rememorada de modo erróneo) bric-à-brac: Existe allí una mezcla heterogénea de artefactos en venta que va desde escobas y plumeros a sombrillas de playa. Se esparcen por ese local conjuntos de muebles de jardín formados por mesas redondas de hierro forjado con tapas de vidrio, y sillones (con almohadones de lona a gruesas rayas de colores fuertes) de brazos de hierro, pintados de un color blanco inmaculado o verde casi negro —pigmentos que seguro cubren la dermis de anti-oxidante que fortalece el hierro para que soporte tanto el sol brutal como las lluvias y heladas de los veranos e inviernos baraderenses. Creo que a estos muebles los fabrica Bichito Allegrini en su metalúrgica del acceso a la ruta 9, a medio camino desde el pueblo, yendo hacia el Chocolatín de la Primera colonia agrícola.

Tiene de todo el bric-à-brac; puede ser que aquí se venda abono Cargill, alimento balanceado para animales (las bolsas se apilan en el umbral de las puertas), y ¡hasta aves en carne y hueso, vivitas y coleando del modo más literal! Ellas son la causa fundamental de mis excursiones a lo de Willi: una de las mayores emociones de nuestra niñez plácida y pueblerina, ¡tan agrícola!, surge cuando la vidriera principal de esta sección se transforma —como hoy— en una gran incubadora que alberga docenas pollitos bb vivos. Brilla su amarillo rojizo o anaranjado bajo las potentes luces que casi techan la vitrina (si apoyo mi mano en los vidrios —y eso para ni mencionar mi nariz— entiendo por sensación y proximidad la función de los enormes lamparones que rodean el área general donde se recluye a esta población avícola).

Para ir a verlos atravesamos alborozados la calle, corriendo desde la vereda de la Joyería Pezzini —miro hacia ambos lados, como mamá me instruye y ordena sin descanso— hasta pisar la foránea y semi-misteriosa vereda de enfrente. (¡hasta los mosaicos son diferentes de los de la mía!). Subimos el cordón en el punto donde se abren sobre un umbral de mármol dos puertas altas y estrechas de madera lustrada, con las siguientes palabras grabadas en su vidrio esmerilado: Laboratorio de Análisis. Este es uno de los dos anexos a la Farmacia Italiana, de Carlitos Degese. El otro es la Óptica Lúxor, donde atiende Baby (a la vuelta de la esquina, sobre San Martín, frente a la última ventana del Hotel de las Naciones).

 Entonces, caminamos por esa cuadra de Santa María de Oro, que durante mi niñez es el exacto “centro del centro” del pueblo (y la encrucijada clave de la plaza Mitre —San Martín y Santa María de Oro— es El ombligo del Universo). Anchorena, en comparación luce, todavía por ahora, bastante desolada. Yendo por Oro hacia Anchorena (después de haber pasado por el Hotel de las Naciones, por el otro bazar del pueblo —Lo Bandinelli, y por el Bar Viale), el ajetreo acaba en la esquina de la tienda El Arca, en diagonal al kiosco de Skiba… y más allá, la inundación, como dice el tango que propala la publicidad oral por las tres bocinas metálicas emplazadas en cada una de esas tres esquinas de Santa María de Oro: una en la de Araoz, otra en la de San Martín y la tercera en la de Anchorena, justo sobre ese kiosco de Skiba, donde compramos caramelos Media Hora, chicles Bazooka —y cohetes, petardos y cañitas voladoras en Navidad.

El futuro dirá qué le espera a Anchorena, ¿no?

Siempre en pos de los bb, remontamos esa vereda de Santa María de Oro, caminando hacia Araoz: después de la oficina de la feria ganadera de los martilleros Tapia, se nos hace inevitable pasar frente al taller mecánico de Rithner, donde reinan las amenazadoras fauces de la fosa espeluznante,  lustrosa de enormes manchas de aceite, allá abajo en las profundidades de su oscuro piso. Más de una vez me filtro al sombrío interior del taller (siempre semidesierto). Camino entre los varios Rastrojeros estacionados, para comprobar que la escalera que me permitirá regresar del abismo todavía se halla allí, pronta y disponible. Poseído de una obsesión paranoica debo asegurarme tan a menudo cuanto posible de que la posibilidad de emerger de esa sepultura mecánica siempre existe, todavía existe —por si alguna vez mi fantasía horripilante se hace realidad y caigo yo a la fosa. Mi  imaginación macabra me emparenta a ciertos góticos —como Edgar Allan Poe, por ejemplo (pienso en “El entierro prematuro”)— pero de esto, por ahora (como dicen mis amigos grandes) yo, ni idea.

No obstante, mi terror es postraumático; se basa en un accidente real que sucedió hace algunos meses, cuando fuimos en el camión Skoda de Juancito Coria a cargar naranjas en el depósito de acopio de una granja. Por coincidencia, este establecimiento es el mismo adonde había ido cierta vez con Bohle y Cherro en un breque cerrado con una capota de grueso hule negro. Lo fletaba la cochería en días de mucha lluvia (impulsado al trote corto por dos lustrosos caballos fúnebres de tiro) para desafiar barriales dignos del peor pantano. En esa oportunidad, había sido para recoger a una pareja de paisanos con dos nenes y traerlos al Hospital Lino Piñeiro; creo que la doña o la cría estaba enferma. 

Bueno, lo que pasó es que mientras Juancito Coria cargaba los cajones de naranjas nosotros jugábamos en la chacra. Pepi Cataldo —meterete y travieso como siempre— se adentró en las tétricas oscuridades del galpón, no vio el foso de reparaciones “a lo taller mecánico” que había allí, y desapareció de la superficie terrestre. Alertado por nuestros gritos, Juan Coria tuvo que bajar a rescatarlo. Pepi emergió llorando, por cierto bastante maltrecho, y todavía le faltaba quizás lo peor: enfrentar la furia de Don José Cataldo, su padre, el funebrero, cuando lo viera llegar a casa todo lleno de raspones, moretones y chichones.

Seguimos marchando en nuestra expedición rumbo a la incubadora. A continuación, la peluquería de Scarfoni (tal vez, no por casualidad frente a la de damas de la Negra Ramírez – ¡coiffeurs apareados para ambos sexos!). De ambos emana fuerte hacia la vereda algo que yo llamo “olor a pelo” —pero algún día sabré que es en realidad el aroma de “la profesión”, producido por las muchas gominas, fijadores, lociones, tinturas, permanentes, esencias, óleos, aceites, cremas, after shaves y acquas velvas que la Negra Ramírez y don Scarfoni almacenan para sus clientes.  Entonces, rígido y serio, apresuro el paso y me deslizo por su frente sin mirar hacia el costado, con miedo de que el peluquero esté desocupado y me llame para someterme a la sillita alta de madera, al delantal amplísimo —una burka hasta el cuello que casi me estrangula— y a la máquina eléctrica de rapar infantes.  

Dejados atrás los pestilentes perfumes capilares, finalmente llegamos a “lo de Willi”.

Si al entrar, giro a la izquierda y asciendo hasta la cima los escalones de madera atornillados a su estructura de hierro, estaré en la Ferretería Willi. A esta sección la maneja Oscar Willi, un hombre no muy alto que renguea al caminar, de calva incipiente rodeada por una corona de cabellos plateados, quien siempre atiende con una especie de chaqueta gris de tela Grafa abotonada al frente —muy profesional, muy “vestimenta de trabajo”; una formalidad en el vestido que, a mi ver, le confiere el mayor respeto y autoridad. Jamás dudaré de la sabiduría de alguien que se ‘uni-forma’ del modo más apropiado a su actividad. Oscar Willi regentea a Cacho y a Walter Willi, los muchachos de la ferretería, dos de mis únicos amigos grandes (el tercer miembro de mi minúsculo grupo de amigos grandes es Eddy Witte; la similitud en la grafía de estos apellidos no se me escapa).

No obstante, sólo un par de esos amigos andan casi siempre juntos, Cacho y Eddy; el primero en su bicicleta inglesa negra de paseo Raleigh, con frenos de varillas macizas de hierro cromado, no como la Stucchi italiana mía, cuyo freno lleva un cable de acero dentro de un espagueti flexible que cada vez que se me corta me hace ir a la bicicletería de Poroto Zapata, sobre Araoz, frente a La Suiza. Por lo menos, sé que allí siempre terminaré comiendo facturas traídas de la panadería de Savoy y tomando amargos, cebados por Juancito Rossi, que es su ayudante. Antes de trabajar en la bicicletería de Poroto, Juancito Rossi lustraba zapatos en la vereda del Hotel de las Naciones (juancito es huérfano, y lo crían los dueños del hotel). Siempre le envidié el hermoso cajón de lustrar de cedro, que él mismo construyó con sus propias manos a una media cuadra de distancia, en la carpintería de Airaldi, donde impera absoluto Don Vicente, el maestro carpintero. Dicho sea de paso: mamá dice que Mito Airaldi “debe andar enfermito” porque nunca más lo vimos como era habitual: de mameluco azul marino y cigarrillo encendido, recostado en el marco de la puerta —una figura permanente, de pie en el umbral de la casa de la carpintería (que décadas después comprará Miguel Formica). Ésta es una estructura neoclásica de dos pisos, con un largo balcón de baranda de hierro decorativo, en la que algún día, antes de ser presidente, se apoyará Carlos Saúl Menem. La hermosa casona se alza ahí nomás, a pasos de la joyería de papá, ya casi frente al taller de Rithner, contigua a la peluquería de la Negra Ramírez. 

Pero, volviendo a mis amigos grandes: lo más curioso de Cacho es que sabe silbar reproduciendo el sonido exacto de un pito de referee como el de Yito Véliz o el de un vigilante, y lo usa en lugar del timbre de su bici para anunciar su paso por las esquinas del pueblo, o su aproximación a nosotros. Cacho es un muchacho bastante callado, pero no tímido. Tiene cabellos color negro azabache peinados con raya al costado pero sin gomina. La piel fina y clara de su rostro afilado enfatiza sus ojos negrísimos y brillantes —protegidos por largas pestañas— y tiene unos labios carnosos de contornos perfectos (¡ese debe ser el secreto del silbido!). Anda vestido con uno de los únicos dos vaqueros jeans que veo por el pueblo (el otro es el de Walter), un pulóver de lana azul oscuro de cuello redondo, y botines cortitos de cuero color natural. De vez en cuando me lleva a dar una vuelta en el portaequipajes de la Raleigh.

Eddy Witte es un muchacho pintón, engominado hacia atrás —a la usanza petitera de la época, aunque siempre se le escapa un mechón, lo que sólo aumenta su distinción. Es dueño de un humor ácido y primordial,  rápido en el arte de la ironía y el sarcasmo, siempre bien aplicados y dentro de los contextos exactos. Las clases de particular de la señora de Rivadeneira son su comedy club de los atardeceres. Mi hermana Pupi narra historias desopilantes de las performances de Eddy en la larga mesa de estudios de lo Rivadeneira. Yo quiero crecer rápido, para ir a particular a verlo y oírlo. A menudo anda vestido de kakis y blazer azul sobre un suéter gris de lana de cuello redondo, camisa social con el collar de puntas abotonadas, y sus zapatos en lugar de cordones tienen una cintita de cuero que cierra con una pequeña hebilla, en vez de un nudo. Cuando va a la escuela (secundaria, claro) lleva un portafolios absolutamente adulto. Siempre anda de atuendo muy “afilado” (sharp), muy preppy (como aprenderé a decir en los Estados Unidos). Me cuenta historias de Buenos Aires en la esquina de La Flor del Día.

Mi tercer amigo grande, Walter, es un personaje un poco más distante —algo más solitario, bohemio, excéntrico. Sus ojos color miel parecen estar siempre concentrados, atendiendo un profundo monologo interior —un beatnik, pero aun no conozco esta palabra, ni el fenómeno cultural de occidente que la acuña, resultado del pesimismo pos-bélico existencialista que marca la generación de esos amigos grandes en las ciudades igualmente grandes. Los cabellos lacios, sueltos, castaños y largos (para la época) de Walter se dividen al medio y caen cubriendo sus orejas; los caños altos de sus borceguíes marrón militar asoman bajo su vaquero jeans frisado con bocamangas arremangadas hasta bastante alto —que lleva de forma tan perenne como el pucho Particulares sin filtro que humea en la comisura de los labios. Una camisa de franela a cuadros grandes, o de algodón color beige va semi-afuera del pantalón, con los faldones asomando bajo la chaqueta corta de motociclista —de cuero marrón, ajada y hermosa por tanto uso. Hasta el nombre (para mí, ¡tan exótico!, ¡tan extranjero!) de este muchacho de la ferretería es per-fec-to de tan bien que le encaja a su aspecto general: Walter Willi . . . y pilotea una Gilera. Para nosotros, nenes de pantalón corto y zoquetes de algodón (todavía no ha llegado a Argentina el nylon stretch), rapados por la máquina eléctrica de Scarfoni —pero con un jopito a la Norteamérica de los cincuentas, Walter es un ícono cuya figura y personalidad nos ayudará a entender y articular algún día el cine de Brando: The Wild One.

Pero yo estoy en la escalera de la ferretería, y asciendo uno o dos pasos con timidez: a los costados ya me sorprenden extraños artículos en variedad y combinación  imposibles: cajones, cajas y estantes (en la parte más baja, casi todavía en el bric-à-brac) éstos albergan bulbos y semillas para plantas en sobres rectangulares almacenados de modo vertical. Cada uno ostenta el extraño nombre e imagen ya en flor o en fruto de la planta que promete hacer brotar. Yo —un nene escéptico a la Santo Tomás— interpreto la foto de la flor, fruto o legumbre estampada en el sobre como un acto de magia absurdo, una promesa tan desopilante como la que realizaría una mujer que en el momento mismo de la concepción ya colocase sobre su barriga la foto de las facciones exactas del ser que dará a luz nueve meses después.

En este hall / bric-à-brac de la entrada principal, desde el que también, como dije, se puede llegar además al bazar propiamente dicho —el local central del complejo, del que no hablaré aquí— hallo una segunda (y a veces, una tercera) incubadora abierta con más pollitos bb (y en alguna u otra rara oportunidad, allí pían y cuac-cuacan también diminutos patitos). Ante mis ojos inocentes, en algo que percibo como una mixtura de ciencia ficción o film de terror laboratorial, estas aves incipientes son alimentadas de forma mecánico-automática con sólidos y líquidos “balanceados”, por medio de extraños recipientes de aluminio con medidas milimetradas y tubos expendedores cuyos calibres y “pasos” aparecen marcados con nitidez. Además, las abriga la energía electro-lumínica de lámparas que les entregan su temperatura, esa que les es negada por su condición de huérfanas:

Para mí, los pollitos han sido arrancados de sus progenitores. Me pregunto si se hallan confinados en uno de esos ‘reformatorios’ como aquellos donde mi propio padre me promete abandonarme si no me porto mejor (hay uno en Santa Lucía y otro en San Nicolás; ambos me aterrorizan y cada viaje a San Pedro o a Rosario en el Chevrolet ‘51 negro de papá es una tortura, hasta que la proximidad de estos depósitos de niños han quedado atrás). En consecuencia, levanto también la hipótesis más caritativa de que los bb en realidad se hallan en un orfanato.

Parado ante la incubadora, durante un largo rato observo con detenimiento la multitud de aves liliputienses, hasta que como de costumbre descubro entre los trémulos animales tres cuerpos que permanecen inmóviles, yertos. Esta quietud lapidaria, espectral, contrasta con el ajetreo general de los otros bb—que empujan y se comprimen contra los bebederos y las bandejas de alimentación. Orientalista, me digo que tal vez la incubadora sea el corral contiguo al matadero, o al menos la enorme mazmorra vecina al mercado de esclavos de Las mil y una noches.

En el peor de los casos, pienso, esta vidriera y el bric-à-brac de lo de Willi son un campo de concentración de pollitos. Sin darme cuenta —soy muy chiquito para eso— estoy asociando los pollitos aprisionados y fenecidos en las vidrieras del Bazar Willi con el tema de conversación más asiduo de los adultos en este momento temprano de la pos-Segunda guerra mundial. No sé decir Buchenwald, ni Birkenau, Belzec, Treblinka o Sobibor; mucho menos Auschwitz. Pero he oído estas palabras, de eso estoy seguro.

Comienzo a subir rápido las escaleras hacia la ferretería. Debo avisarle a alguno de mis dos amigos grandes que han muerto tres pollitos más.

 

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New York City, 28 de octubre de 2016

Fotografía: Jorge Vita

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5 COMENTARIOS

  1. Buenos recuerdos, me acuerdo que mi mamá nos mandaba a lo de Escarfoni, eramos chicos con una notita que decía.americana corta.Sabés como sufriamos con la maquinita de don Escarfoni.Un abrazo Hugo

  2. Tal cual era el Baradero de ese entonces. El bazar, la peluqueria del abuelo del «fino» Mazzochi, la imprenta del padre del «Pata», lo Bosetti, la ferretería,etc etc. Sos un genio, me haces volver a ser pibe. Gracias «Mono».

  3. BUENO…FUE COMO VIAJAR EN LA MÁQUINA DEL TIEMPO A LA DÉCADA DE UNA INFANCIA QUE ESTUVO ANTES, AHÍ NOMAS DE LA MÍA.

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