En el frente de una casa blanca de la calle Amancay en Epuyén, justo arriba de una puerta de metal que no se abre desde hace años, hay un pequeño cartel que dice: “Familia Valle”. La frase ha quedado despojada de sentido después de que el hantavirus acabó con tres de sus miembros y enfermó a otros dos.

En cuestión de semanas fallecieron el padre Aldo Valle (61) y sus hijas Jéssica (30) y Loreley (32). También atacó al otro hijo de Aldo, hermano de las mujeres, Sebastián Valle (27) quien permaneció 10 días internado en el hospital de Esquel, y a la abuela Ninfa Avalos (90) que se encuentra en recuperación y con buen pronóstico en el hospital local.

Hoy Sebastián, estudiante de enfermería, transcurre el luto con inexplicable entereza. Un golpe tras otro en una seguidilla fatal lo fueron apartando de los seres que más amaba y a los estaba profundamente ligado.

Sebastián Valle, sobreviviente de hantavirus de 27 años. Foto: Marcelo Martinez

El 11 de diciembre murió su padre Aldo, empleado municipal, el 23 de diciembre su hermana Loreley, empleada de Acción Social en el municipio, el 9 de enero su hermana Jessica, portera del Colegio 774. El día anterior había sido el cumpleaños de la mujer y lo pasó en una sala de Terapia Intensiva aproximándose a su final. También le tocó a él y a su abuela casi centenaria. “Es una mujer de una tremenda fuerza”, dice a Clarín el joven.

Todo comenzó, suponen, cuando Aldo fue al cumpleaños de 15 de nieta Lara Silvia Valle en el salón Peumayén el 3 de noviembre pasado y lo contagió el Paciente 0.

Después de enterrar a Loreley, Sebastián llegó agotado a su casa y se dejó caer sobre la cama. A la mañana siguiente, el 24 de diciembre, descubrió que tenía fiebre. Por unos minutos pensó que se trataba de una ilusión, la consecuencia psicológica de soportar una cadena de desgracias. Lo chequeó en el termómetro solo para comprobar que algo andaba muy mal. Tenía 38 de temperatura de modo que el siguiente caso en la familia era él.

“La fiebre te quita las ganas de hacer cosas, te dan ganas de tirarte en la cama y dormir, nada más. Y me subía y me la bajaba con los medicamentos, pero seguía empeorando. Después me costaba pasar los exámenes como cuando te hacen inspirar, cada vez me dolía más la espalda y no podía llenar los pulmones”, explica.

Los médicos le dieron el alta y no tiene secuelas de la infección. “La gente de acá tiene un carácter especial que los hace continuar a pesar de todo. Hay que tratar de estar bien para las demás familias que están sufriendo”, reflexiona.

Mientras habla, por momentos, observa hacia la calle y el horizonte verde y apretado que se extiende desde su patio. Deja traslucir sin palabras que está buscando algo que no encuentra. Unas 24 horas después de salir él su hermana Jéssica comenzó a percibir dolor de garganta. Con el padre y su otra hermana muertos y su hermano recién recuperado, la mujer acudió al hospital de Epuyén donde le diagnosticaron anginas. Los exámenes rutinarios dieron normales y en los análisis de sangre no detectaron las anomalías que presentan los contagiados y que son una primera señal de alarma que debe confirmar el Instituto Malbrán.

Sobreviviente de la tragedia de Epuyén.

Sobreviviente de la tragedia de Epuyén.

Sebastián compartía la casa de la calle Amancay con su padre Aldo, su madre y su hermana Jéssica. Su relación con Loreley era cotidiana aunque vivía en otra propiedad. “Eramos muy unidos, nos queríamos mucho”, dice Sebastián con la voz convertida en un susurro. “Nadie puede estar preparado para esto. Los médicos dicen cosas distintas. No culpo a nadie, es como si estuviéramos aprendiendo”, afirma.

El día en que le dieron el alta en el hospital acudió a los especialistas del centro de salud para saber cómo seguía de allí en adelante. “Me podría haber ido y nadie me habría dicho nada. Pregunté y me dijeron que ya estaba bien y que no me podía contagiar más ni contagiar a nadie. Pero yo no estoy seguro, creo que ni ellos mismos saben si es así”, agrega.

Su casa, como la mayoría de las viviendas en Epuyén, fue construida sobre espacio generoso. Es funcional y sin lujos. Adentro se acumulan diversos y numerosos objetos pertenecientes a los que una vez la habitaron. La rutina era la canción de fondo de la familia Valle. Saltar de la cama temprano, ir a trabajar y a estudiar. Charlar comiendo galletitas con un mate de por medio. Acto seguido un beso. Un abrazo. Un hasta luego. Esos mismos actos cotidianos los condujeron a la muerte sin saberlo al intercambiar el virus. “Ahora cuando me levanto a la mañana ya no están”, dice Sebastián y su mirada vuelve al patio y a un insondable más allá.

clarín.com

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