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El primer atisbo de “las fiestas” es una carreta enorme, de madera rústica y capota de cuero de vaca, tirada por una yunta de bueyes que caminan como si el tiempo de su viaje equivaliese al tiempo cósmico. Los enormes animales avanzan lentos bajo el pesado yugo de quebracho que mantiene sus cabezas gachas, a un nivel inferior al de sus lomos, los cuernos apuntando hacia el asfalto, como si se dispusiesen a ararlo.

Los ejes de la carreta se quejan de la forma como lo describió Yupanqui y entonces, mientras el carruaje rechina pesadamente haciendo la curva frente a la Farmacia Italiana, al Hotel de las Naciones, a la esquina de la plaza y a la tienda La Flor de Día, mamá exclama entusiasmada: “Ahí vienen los jujeños!” y sale a la vereda haciéndole señas para que se detenga al coyita de poncho, sombrero derby y ojotas de cuero crudo que camina a la par del vehículo – la aguda pica presta en su mano, brutal, a azuzar a los animales. Aquel se adelanta y se interpone, amenazador, frente a estos, y así se la carreta hace un quejoso alto junto al cordón de la vereda de la Joyería Pezzini.

Higos, ciruelas, duraznos y pelones secos; dátiles, aceitunas, avellanas, almendras, nueces, maníes; miel, jalea real, dulce de membrillo y batata; halvá del oriente y turrones de Alicante… una lista de Mil y una Noches… Diciembre. L’âne et le boeuf soufflent dessus (el asno y el buey soplan su aliento), repetiríamos años después, todos juntos, en la clase de Francés de Amanda Beretta. Sólo por fruto del moroso pasaje de la carreta al fin de la primavera —ese carro que rodaba por las rutas desde Jujuy a la Patagonia, tal vez en el transcurso de un(os?) año(s?)— me era dado entender el poema de Théophile Gautier, Noël (Navidad). Por aquel entonces, no albergaba mi conciencia duda alguna de que era uno de esos dos animales petrificados frente a la entrada del comercio paterno —el carro detenido para abastecer nuestra mesa navideña desde muchos días antes de la fecha —quien con su aliento templaba la noche helada del Medio Oriente para el Niño Dios. Yo vislumbraba a ese buey como parte integral del pesebre erguido sobre las arenas de un desierto que me habían sugerido decenas de ilustraciones religiosas y escolares.

Fue en el primer grado superior del Colegio San José donde vi un mapa por primera vez. Todavía leía con dificultad esa palabra enorme en la parte superior del cuadrilátero de hule que colgaba del pizarrón del salón de clase: PALESTINA. Era un mapa ilustrado con imágenes que alimentaban mi imaginación tanto como lo hacía el pesebre absurdo que mamá erigía todos los años al pie del hogar, o ‘la estufa a leña”, como la llamábamos durante mi infancia. El pesebre se levantaba sobre una planicie de arena que mamá traía de la Arenera Calzado, la empresa de mi tío Juan. Era un gran playón a espaldas de los muelles del Puerto de San Pedro. Esa cantera había otorgado también las piedras que bordeaban un lago de mentiritas con patitos blancos y grises de plomo y una góndola veneciana. Sus aguas estaban congeladas siempre y por siempre, porque en realidad para Las Fiestas mamá retiraba de la pared mayor del living “diario” del segundo piso de nuestra casa un espejo circular para que fuera el lago —sus bordes ocultos por una arquitectura escenográfica compuesta de esas piedritas blancas irregulares originarias del corralón sampedrino de tío Juan. Pasé incontables horas de mi infancia observando cómo la grúa retiraba arena empapada, chorreante, de las barcazas de tío Juan y la paleaba hacia el corralón, formando montañas reales por cuyas faldas nos deslizábamos en medio al olor a excremento de gatos salvajes y feroces, que muchas veces acababan transformados en el guiso de los barqueros. Las cordilleras del pesebre de mamá eran absurdos picos de papel madera coronados de eternas nieves de algodón, bajo cielos punteados de estrellas de purpurina. La pieza central era un Niño Jesús fuera de escala, de camisón blanco con ribetes dorados, cuyos bracitos sobre el pecho en actitud de rezo eran mayores que las estaturas completas del San José y la María que lo circundaban. Reposaba semi-erguido, o levemente encorvado, en su cunita de paja (hierba muerta que antes había acolchado y protegido, en los cajones de madera en que llegaban desde Buenos Aires, jarras y bandejas de Plata Toledo que ahora se exhibían en las vidrieras de la joyería). Detrás del infante permanecían igualmente inmóviles los dos cuadrúpedos cuyo aliento confortara al judío mártir en su primera noche terrenal. Además, en el entorno del pesebre pacían tres animales jorobados: dos camellos y un dromedario. Eran las cabalgaduras de sendos nobles visitantes, tres Reyes Magos (“velan sus zapatos / uno izquierdo / y el otro / también…”). De hinojos, ofrendaban sus presentes al Niño —una colección escueta de artículos raros, esotéricos, exóticos: primero, incienso; segundo: oro (de éste yo tenía harta información, porque papá era joyero y vivíamos en la Calle Santa María de Oro); y por último, mirra. Sólo sabíamos nombrarlos a coro, en un orden preestablecido de forma rígida, rítmica, estática, tanto a los Magos como a las ofrendas. Decíamos todo automáticamente: “Melchor, Gaspar y Baltasar”; “incienso, oro y mirra” —con la misma perfección con que coreábamos la formación xeneize: “Musimessi, Colman, Edwards; Lombardo, Mouriño, Pescia; Boyé, Rosello, Etcheverry, Pizzuti y Cuchiaroni”. Porque claro, la información de esta tradición, de estos rituales, de estos momentos finales de todo año —que marcaban una suspensión de las rutinas cotidianas estudiantiles, deportivas o laborales— nos remitía a un mundo mágico, intemporal, al mismo tiempo contemplativo y exultante.

Este período del año estaba formado e informado por una materia prima al mismo tiempo universal y local; hecha de productos de nuestra tierra —pollos, pavos, matambres, arrollados; europeas roscas de Reyes, panes dulces (panettones), ensaimadas; y esos frutos secos y nueces que, ahora sí, emulaban los entremeses de beduinos y hombres azules. Mucho de lo que colmaba la mesa navideña antes había sido el alimento de aquellos jinetes camelleros de ojos circundados por el delineador kohol que protegía sus pupilas del traicionero grano de arena aerotransportado por el viento intenso del desierto, milenario, pre cristiano… original.

La nuestra fue una infancia hecha de villancicos y bagualas de quena, caja y pingullo; sin Christmas carols, sin Sinatra ni Bing Crosby; sin Papá Noel, y mucho menos Santa Claus. Todavía mamá no había empequeñecido aún más la escala del pesebre con un árbol lleno de “chirimbolos” –ese abeto que hoy sé es de tradición germana y hasta tiene nombre: Tannenbaum. Eran fiestas en un tiempo primal, de una pureza casi prehistórica, de peligrosísimas explosiones que de vez en cuando generaban incendios y quemados; de petardos en la plaza, cañitas voladoras disparadas en la vereda desde botellas vacías de sidra La Farruca, o Real. La serie de explosiones de triangulitos, cohetes, rompeportones y repeticiones que tanto nos movilizaba culminaba en las bombas de remate que Chulo Tapia descerrajaba. ¡Fuuupppp!, salía escupido el bólido del tubo lanzador que Chulo instalaba en el medio de la calle, entre las puertas de la joyería y —enfrente— las del escritorio de la Feria de Tapia. Algunos segundo más tarde la bomba estallaba en el cielo ¡BOOMMM!, exacerbando la albricia inocente de los niños y la etílica de más de un adulto. Y así, una tras otra seguían las explosiones en medio del humo y el olor a pólvora. A ellas se sumaba el cíclico desbande y reagrupe de los chicos del barrio—ya que nos apartábamos, urgidos por los adultos ante la inminencia del próximo disparo, pero ni bien sucumbía la reverberación de la descarga éramos otra vez un malón de pantalones y falditas cortas, de nuevo en correría, esta vez de regreso hacia Chulo para presenciar cómo introducía la nueva bomba en el mortero. Esas mismas bombas de remate también se almacenaban celosamente en una casilla siempre cerrada dentro del galpón de Antonio Veiga & Cía, la empresa de remates y ferias ganaderas del lado sampedrino y gallego de mi sangre familiar. Alguna que otra vez se abría la puerta de este arsenal y me era dado ver esos bulbos voluptuosos de pólvora y papel, que se insertaban en el cañón vertical de lanzamiento, asomando en la boca del mortero tan sólo la mecha de esa víbora inflamable que también me recordaba la cola de un barrilete, y más tarde asociaría con otro peligroso explosivo, el espermatozoide.

En su uso teleológico (o sea para el que fueron concebidas) las bombas anunciaban el comienzo de una feria o un remate, pero en esta noche universal estallan las bombas de Chulo, mientras, con sus bolsillos llenos de pirotecnia y caramelos, cantan, gritan y ríen los chicos del barrio; se abren las puertas de varias casas de la cuadra y emergen los vecinos en sus mejores galas. Como si el pueblo fuese una estrella cuya energía circulara desde sus puntas hacia un único núcleo central, por sus varias calles se acerca gente que converge hacia la Plaza Mitre y la iglesia parroquial, porque ya suenan las campanas llamando a la Misa de Gallo. El Niño va a nacer. Noche de paz.

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New York, 20 de diciembre de 2014

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1 COMENTARIO

  1. EXCELENTE… como todas las semblanzas a las que nos tiene acostumbrado Hugo. Un abrazo de Buenos Aires a Nueva York.Felicidades.

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