Piojos, ácaros y pulgas atacaron a la población de Buenos Aires en 1727. Estos bichos habitaban prendidos a la ropa y provocaban una picazón que contaminaba la sangre . En cinco días, los afectados despertaban con un fuerte dolor de cabeza, erupciones en la piel y comenzaban a experimentar alteraciones mentales. En una semana o dos, la mitad de los enfermos se moría. Esta peste, conocida como tifus convirtió a Buenos Aires en un gran cementerio.

El panorama era desolador. Los cuerpos yacían en la calle y, cuando ya era imposible desplazarse por las sesenta manzanas de la ciudad, se contrató a unos paisanos para que los colocaran en cueros de vacas y los arrastraran, atados a las colas de los caballos, hasta un pozo común en las afueras. Muchos vecinos huyeron hacia Montevideo, que comenzaba a poblarse.

Los que contaban con recursos eran enterrados en la iglesia de su barrio: dentro de ella, si los deudos pagaban un buen precio, y a un costado, si la cifra era menor. Pero sin un aporte a la parroquia, no se aceptaban los cuerpos. La sepultura tenía tarifas.

El lamentable espectáculo de cadáveres abandonados, olores inmundos, cuerpos maltratados y arrastrados por caballos, conmovió a Juan Guillermo González Aragón.

Nacido en Cádiz hacia 1687, se había establecido en Santiago del Estero, la ciudad más antigua del virreinato. Viudo luego de doce años de matrimonio con Lucía Islas, arribó a Buenos Aires en 1726 con sus tres pequeños hijos: José, Gregoria y Juan Manuel. Tenía 39 años y una buena posición económica. Su intención era ordenarse sacerdote, algo habitual en buena parte de los matrimonios luego de la viudez.

Pero su llegada a Buenos Aires, en medio de la peste, le hizo recapitular. Impresionado por lo que veía, González Aragón se tomó su tiempo, reunió a un grupo de vecinos y les explicó su plan: quería fundar la Hermandad de la Santa Caridad que se dedicara a dar sepultura cristiana a todos los pobres indigentes de Buenos Aires. Acompañado por sus partidarios, pidió una audiencia con el obispo fray Pedro de Fajardo, quien aprobó el proyecto. La Hermandad de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo fue primera asociación laica dedicada a la asistencia del prójimo . Se encargó de darles un trato menos humillante a los cadáveres de los pobres, los ajusticiados y los huérfanos. Su reglamento copiaba al modelo de la Hermandad de la Santa Caridad de Cádiz, su ciudad natal.

El primer terreno que obtuvo fue el solar que hoy ocupa la plaza Roberto Arlt, en Esmeralda y Bartolomé Mitre. Una vez instalados, los abnegados de la Hermandad se dedicaron a construir cajones dignos para sus muertos. Su valiosa acción no se diluyó cuando los piojos dejaron de ser agentes mortales. Tanto las pestes como las necesidades de los más pobres eran una constante.

Luego de seis años, en 1733, la piadosa cofradía anexó un terreno ubicado en la misma manzana. El obispo Fajardo les regaló una imagen de San Miguel Arcángel para que colocaran en la capilla que edificarían. Así nació la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios que luego se convertiría en parroquia de San Miguel.

La obra continuó ese mismo año con la fundación de un oratorio, algo más alejado del centro, en lo que es hoy Independencia y Suipacha (actual Parroquia de la Inmaculada Concepción).

Esquina de Suipacha y Bartolomé Mitre en 1975. A la derecha, la silueta de la iglesia de San Miguel.
Esquina de Suipacha y Bartolomé Mitre en 1975. A la derecha, la silueta de la iglesia de San Miguel. Fuente: Archivo

Este gran hombre hizo algo más: en el patio de la iglesia de San Miguel plantó una parra en 1738, la más antigua de Buenos Aires. Ese año se ordenó sacerdote.

En 1755, con el impulso de otro de los miembros de la cofradía, Francisco Álvarez Campana, incorporó una escuela de huérfanas al costado de la parroquia. La labor productiva de las amparadas por la escuela fue determinante para su subsistencia. Las niñas elaboraban dulces exquisitos que vendían en el barrio. Incluso, se sumaron niñas del vecindario que asistían a las clases. Pero eso no era todo. La institución también cumplía funciones de agencia matrimonial. Según los registros, fueron varios los casamientos concertados en la Escuela de Huérfanas. En la mayoría de los casos, la ceremonia tuvo lugar en la parroquia construida por la Santa Caridad.

También se casó allí la hija del benefactor, Gregoria González Islas, con Fernando Villarino. El sacerdote que consagró el matrimonio fue el mismísimo padre de Gregoria, quien obtuvo un permiso especial para actuar, ya que por su parentesco directo, necesitaba la autorización del obispo. Fernando y Gregoria fueron los abuelos del patriota Juan José Castelli.

Otro de sus hijos, José, se ordenó sacerdote a los 22 años y siguió los pasos de su padre en la Hermandad, aún después de su muerte en 1768. En cuanto a Juan Manuel, formó su familia con María Inés Casero: fueron los abuelos de Manuel Belgrano.

La Hermandad de la Santa Caridad fundada por González Aragón fue disuelta en 1822, luego de noventa y cinco años de obras de caridad. Sus libros y expedientes se encuentran bajo la custodia del Archivo General de la Nación.

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