Claro, flaco. Yo sé que vos querés que te la cuente. Siempre estás esperando que te la cuente; mirá que sos chusmo, ¿eh, che? Parala, loco; hay cosas que es mejor mantenerlas en silencio, ¿sabés? Tipo: “descorramos un velo de pudor sobre este oprobio”. ¿Dónde carajo fue que oí o leí eso, hace ya añares?). Bueh, nimporta; yo también sé que vos esperás que te la pase, por eso estás leyendo esto ahora, de otro modo… Entonces voy a tratar de hacértela cortita nomás. Un pase al toque, casi de botín a botín, jugándola suave y experta, tipo floreo brasileño, “jogo bonito”, cosa de preservar la dignidad de los candidatos involucrados (todos nosotros, ¿quiénes más, si no?) durante este pasado dorado y remoto al que te llevo de la mano, knowwhatImsayin’?, como decimos por acá en los iunaitesteites.

Somos todos pendejos, las hormonas masculinas —repletos de testosterona que estamos— se nos salen por los agujeros de las orejas y se derraman acariciando todo nuestro cuerpo colectivo. Es la sensación y memoria de la especie joven. De acuerdo a nuestra cosmovisión particular y a nuestra edad, la sociedad adolescente de Baradero está compuesta y se divide entre machos vírgenes y hembras vírgenes también. Es lógico e inevitable que estemos todos locos por dejar de serlo y todas locas (gracias a dios el ‘todes’ todavía no fue pensado para detrimento y degradación de nuestro lenguaje)… otra vez me voy por las ramas. Decía: estamos todos locos por dejar de ser vírgenes y están todas locas por evitar eso (dejar de serlo). Esfuerzo sobrehumano, sin embargo: las muchachas —de igual modo que nosotros, recién ingresadas a la pubertad— soportan con ascetismo estoico, monacal y sufriente su propia y descomunal carga de estrógenos.

Si la juventud de nuestro entorno local se compone de machos y hembras vírgenes, no nos queda otra que sacar la lupa y ponernos a buscar las pocas excepciones a aquella «joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad”, como bien lo pusiera (¡epa! ¡perdón!) Salvador Dalí, al titular una de sus pinturas.  Y ya que hablamos de ponerla—que de todos modos es de eso que hemos estado hablando desde el comienzo de nuestra charla de hoy—, la verdad es que entre los pendejos de nuestro colegio hay algunos tipitos que dicen que ya la pusieron y otros candidatitos que con insistencia nos informan que ciertas minitas de la escuela también ya la probaron. Te imaginarás que por nuestra parte andamos todos desesperados atrás de esas niñas de las cuales, en alguna mesa de algún café, nos han dicho eso “en confidencia” que es verdad, que sí, que esas en particular ya la probaron.

Faltos de la totalidad del cuerpo experiencial que otorga el hecho vivido, la experiencia concreta y real, imaginamos que si ya la probaron estarán abiertas también y para siempre a futuras experiencias, ¡puede hasta que con nosotros! Lo asumimos de modo literal y en todos los sentidos. Son otras épocas y nuestra imaginación es exacta para ese momento de la historia en nuestro medio ambiente pueblerino, pre-elasticidad viajera y pre-globalización de las costumbres. La revolución adolescente del “summer of love” se va macerando con lentitud y en pura potencialidad en algún tonel de noble madera del futuro cercano. Ni sospechamos que se viene Lo que vendrá. Gracias, Ástor.

Pero volviendo a las minitas concretas (sí, flaco; no puedo hacer otra cosa que separar los bandos por género; de lo que aquí hoy te hablo es justamente de la eterna danza —o guerra, como preferían los griegos clásicos y la literatura shakespeareana— entre los hombres y las mujeres. Probamos, tratamos, intentamos acercarnos a ellas, tímidos, nerviosos, inseguros y confundidos. No es raro ni inesperado que nuestras aproximaciones no produzcan otro resultado que nuestro embarazo emotivo ante el rechazo o la aparente incomprensión de nuestros motivos por parte de las chicas. Las minitas se desembarazan de nosotros con total facilidad; no nos dan ni cinco de pelota y tal vez nos rechacen por medio de alguna burla rayana en lo humillante. ¡Qué las parió! Esas pibas están ya en un nivel superior, se la saben todas, están de vuelta; ya garcharon —ergo, son inalcanzables para nosotros, pendejitos vírgenes sin calle, noche, conocimiento alguno o la mínima sabiduría indispensable pero no suficiente en la materia que concierne al ámbito lúbrico de la carne.

En su defecto y en ausencia de gracia, o imposibilidad de caerles en gracia a esas que creíamos ya ‘probadas’, dirigimos nuestros mejores y estúpidos lances a aquellas que simplemente sospechamos que tal vez, quien sabe, es capaz, posible, probable, intuible que de repente ya también ya la hayan probado, pero que todavía  no se sientan ‘superadas’. ¿Cómo lo sabemos o por qué lo sospechamos? Ni idea. No sabemos un carajo, ni por puta. ¿Quién puede decir con seguridad una cosa o la otra? Por ahí, ya la probaron nomás. Debe haber más de una, creemos fervientemente. Nuestra religión se basa en ciertas deidades del deseo: Cupido, Venus. Pero experiencia: Cero. Verdaderos pajeros ignorantes. Especulamos nomás, y lo hacemos a partir del “body language”: signos, señales, impresiones, actitudes y gestos que certifiquen alguna ruptura. Como le dice Marcos (Ricardo Darín) a Juan (Gastón Pauls), a propósito de Valeria (Leticia Brédice) en Nueve Reinas: – “Te gusta, pelotudo. Te vi cómo la mirabas, y seguro que te crees que es Santa Juana. ¿No viste cómo mueve el culo?”

Eso, ¿ves, loco? Tratamos de descubrir en las pibas del pueblo algún tipo de gestualidad reveladora, ¿eh? El lenguaje corporal y los gestos faciales como evidencia de la liberación, o del libertinaje —este último término según el lenguaje censorio de los curas de las clases de religión en el Ferrari y/o en las monjas, y en los retiros espirituales del Figueroa Salas, por supuesto.

O entonces nos vamos a las regiones periferales del cuerpo: les relojeamos las ropas y los zapatos, nomás, además de cualquier lenguaje visual complementario que nos brinde algún indicio: el maquillaje, el peinado o que sea. El secreto es imaginarlas “levantables”. Posibles y pasibles de salir con nosotros.

 Exaltados como vivimos, llegamos al extremo de  como sabuesos (tal vez, imaginar) intentar el uso de nuestro olfato para captar ciertos aromas corporales exudados (hoy les llaman feromonas) que evidenciarían una sexualidad ya adquirida y manifiesta. En otras palabras, transferimos la característica actitud fenomenológica de las féminas caninas en celo a las damiselas humanas adolescentes: “si huelen así es porque están alzadas” son cogibles, nos decimos conspiratoriamente. No ofrecemos ni obtenemos tregua. Sufrientes faquires sobre nuestra cama de clavos cincelados a pura pulsión sexual insatisfecha. Pajeros, pajeros, pajeros.

Sentados en los bancos de la plaza, fabulamos. Sentados en los bancos de la escuela, nuestro priapismo se manifiesta ante la mera presencia de alguna de las pocas profesoras que están rebuenas, che; la de geografía, la de francés, la de inglés, o alguna compañera de clase. Las miramos y visionamos sus cuerpos desnudos bajo los guardapolvos blancos. Olvidamos el tema que en ese momento explica la profe de historia, ensordecidos y paradójicamente enceguecidos ante la visión de una sección de pierna que —por descuido o desparpajo de la niña— se extiende ante nuestros ojos desde el ruedo del guardapolvos blanco, alzado casi hasta la entrepierna. Vemos esa franja de carne blanca hasta la liga negra que hace un torniquete en el punto donde oprime el muslo suculento. Y de allí hacia abajo el tobogán de placer que constituye la media de seda color piel que forra la pantorrilla, igualmente deslumbrante. Nadie nos ha preparado para este aspecto de la escuela secundaria. De lunes a viernes, pasamos seis horas diarias en la caldera del diablo.

Aunque vivimos pensando en eso —algo que en la intimidad entre machos que propicia la mesa del Hotel de las Naciones es un tema recurrente—, en nuestros hogares de eso no se habla jamás y para nada, ni por equivocación. Ese tema no se toca: es tabú, anatema, ultraje, negación maníaca. Sacrilegio. De eso hay que aprender en la calle. Por eso oscuramente sospechamnos que existen ciertas mujeres cuya función se reduce a enseñarnos eso, que ciertas mujeres existen en parte para que uno aprenda. Hay minas de aprender, dicen algunos directamente. En lo de Alorso, dicen; creo que es uno de los lugares donde hay de esas de aprender, me dijeron, yo no sé, nunca fui, nunca vi, nunca aprendí. No aprendí todavía, te lo confieso. En casa, cero al as; y en la escuela, todo lo que nos enseñan en lo que respecta a la actividad sexual extra-marital se reduce a la amenaza de una eternidad en el ígneo ámbito de la hoguera infernal. Cogiste, cagaste.

 Una vez antes del almuerzo, sentado ya a la mesa con papá mamá y mi hermana Pupi, de repente, de forma impulsiva y sin motivo alguno (¿es esto un test?, ¿un experimento?) digo —concha con la regla: mamá me da vuelta la cara de una sonora cachetada. Aprendo muy bien esa lección y nunca más hablo del tema en casa. A eso se reduce la totalidad de mi educación sobre sexología, tal como me la imparten mis progenitores. Excepto esta segunda oportunidad cuando ya me he iniciado en la vida sexual y papá también me ofrece una clase: viene a mi cama de mañana temprano y me relata en voz baja la historia de un amigo suyo que supuestamente ha fallecido por coger en exceso. OK, entendido: los excesos nunca fueron buenos. Todo en su medida y armoniosamente. Te oigo, pa.

Así se fundamenta y forma nuestra concepción vernacular de las relaciones sexuales —ende, sociales— entre los géneros. Perdónanos Señor (y chicas), no sabemos lo que hacemos.

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Pleasantville, New York, sábado 13 de junio de 2020

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