Ya en el siglo VIII antes de Cristo, Homero declara que su mente creativa es sólo un conducto por el cual transitan sus hexámetros dactílicos —que es como se denomina la estructura y métrica de lo que constituye el poema épico griego, pero quien compone es la musa: a ella se somete el ciego y la invoca para que narre los hechos bélicos del décimo año de la guerra de Troya. El poeta se asigna tan sólo el humilde papel de intermediador, entregándole su garganta a la etérea dama, y proclama: “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles…” Así comienza La Ilíada, el poema más antiguo de occidente.

“Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando…”, ya en el siglo XV dice Jorge Manrique, adjudicándole a su propio espíritu, junto a la materia gris de su cerebro, la autoría de sus reflexiones poético-filosóficas sobre la vida y la muerte. Y en este reciente siglo XX, “agua del recuerdo, voy a navegar… ”, declama el poeta cubano Nicolás Guillén, dejando que los contenidos de su memoria fluyan a la consciencia bajo la forma de una metáfora líquida, para así poder contar su historia. Pero es en el siglo XIX cuando en nuestra patria el poeta solicita el mismo auxilio de lo sobrenatural para componer nuestro épico nacional. Aludiendo a la fuerte religiosidad gauchesca, José Hernández escribe, “Pido a los Santos del Cielo / que ayuden mi pensamiento; / les pido en este momento / que voy a cantar mi historia / me refresquen la memoria / y aclaren mi entendimiento”.

A mi vez invoco entonces a la musa, a mi alma que despierta, al agua clara de mis recuerdos, y a todos los santos del cielo para que disipen la espesa bruma de tiempo y distancia que obnubila la memoria del momento que intentaré evocar. Pienso en el primer suceso local de carácter netamente nacional que alteraría para siempre mi incipiente consciencia de baraderense —cuando yo era un mero adolescente— a mediados de este pasado siglo XX.

Corre el año 1964 y se rumorea que en el verano sucederá un festival de música popular, que traerá a nuestro pueblo de Baradero músicos, bailarines, artistas y la prensa nacional, y aquí permanecerán todos por varios días. En este momento hay en todo el país un renacimiento del folclore argentino, coincidente con un revisionismo histórico que, además de politizarnos y polarizarnos, trae todo lo autóctono súbitamente a la superficie —impregna nuestra cultura y altera nuestras costumbres. La fiebre musical en el país es tamaña que los mayoristas argentinos de instrumentos musicales se ven obligados a importar guitarras. Todos oímos folclore y es por ese fenómeno cultural que muchos jóvenes nos aproximaremos por primera vez también al tango. Lo nuestro está de moda: usamos un pañuelito atado al cuello a la usanza criolla. Salimos a la noche hacia los bares llevando un poncho —el mío es el salteño punzó, con el doblé enlutado de guardas negras – una por el cacique Atahualpa, sacrificado en el yugo de la conquista española, y otra por el asesinato del General Don Martín Miguel de Güemes. El poncho es una prenda principalmente decorativa, por lo que casi siempre lo ostentamos plegado sobre el hombro, en un gesto que habla de la elegancia de este país ganadero agrícola. Muchos de nosotros inclusive completamos el atuendo con un par de botas gauchescas.

No hay un sólo muchacho ni una única chica que no sepa varias letras de nuestras zambas, chacareras, cuecas, chamamés, o alguna baguala —no hay un grupo donde al menos algunos de sus integrantes no sepan rasguear una guitarra (unos menos también saben puntear complicadas introducciones), o al menos marcar el ritmo en un bombo legüero (los más iluminados dominan inclusive el elaborado arte del repiqueteo). Intercambiamos revistas con las letras de las canciones más populares, y en la localidad surgen grupos de folclore que desfilan por el circuito de varias peñas que se propagan en Baradero en ese momento: Los hermanos Sánchez son los dueños absolutos del espacio, pero mis vecinos Salvi y Ricardo Sued, con su hermana Queli (discípulos de un integrante del conjunto de los hermanos Sánchez, Mario Maroli, que los apadrina y se presenta junto a ellos) forman el conjunto folklórico Los hermanos Sued. Mi propia hermana Pupi, junto a las hermanas Julieta y Agueda Padrós, Susana Díaz y Mónica Servant —apropiándose del nombre de su escuela secundaria— forman Las voces del San José. De este modo se va poblando el terruño natal de música y se construye un verdadero folclore local que se asienta sobre, y a la vez enriquece, el folclore nacional. Voces insospechadas surgen en reuniones formales e informales donde el vino, las empanadas y la noche iluminada por fogones y sonorizada por guitarras y bombos se hace larga, y por ende se duerme poco. Canta Polito Di Cio, canta Chelo Camarda, Canta Luisito Arrieta, canta Canta Cacho Camino, canta el entrerriano Denaday, y cantamos los menos dotados, todos sentados en círculo alrededor del fuego mientras el vino tinto y áspero de damajuana rellena las copas una y otra vez, y nos emocionamos con las imágenes de nuestra amplia patria, revelada en las letras de esas canciones que coreamos todos. Se canta en los livings y los vestíbulos de las casas de familia; se canta en los patios, se canta en los clubes, se canta en bares y restaurantes; se canta por todo el pueblo. La gente canta Luna tucumana, canta Los ejes de mi carreta, canta Zamba de mi esperanza — a todos se nos humedecerán los ojos al entonar El corralero. Todo el país cantará Angélica / cuando te nombro / me vuelven a la memoria…

Finalmente se colocan sillas en hileras en el hall principal de la municipalidad —el edificio es relativamente nuevo; muchos de nosotros entraremos al mismo por primera vez para asistir a la reunión donde se explicará qué es ese tal festival. Se formará una comisión organizadora que emana directamente de la Comisión municipal de cultura: estos pioneros son pibes de un poco más de veinte años: recuerdo a Juan Szajnowicz, Lidia Allegrini, Alfredo Cossi, Jorge Cavatorta, Jose Luis Menéndez y a María Welter. Es en esa reunión donde se asignarán tareas y la gente del pueblo colaborará voluntariamente en diferentes actividades de apoyo para que el festival sea posible. Me siento en una silla que hallo libre cerca de Juan Coria y su esposa. He acudido a la reunión principalmente porque alguien me ha dado el dato de que el intendente Nicolás Caviglia otorgará autorizaciones de manejo a menores de probadas dotes conductoras, siempre que los mismos se comprometan a operar de choferes, poniendo los coches de sus padres a disposición del festival para el transporte de artistas, prensa y autoridades. Por eso estoy allí: esta será mi oportunidad de manejar legalmente a pesar de mi edad insuficiente para portar una licencia de conductor.

En la reunión hay gente que ofrece habitaciones en hogares para hospedar artistas; otros transforman sus viviendas en pensiones o fondas —hay personas que viajarán a contactar músicos y cerrar contratos; y varios deciden ahí mismo establecer comercios aprovechando el evento inminente: el Pollo Tarsetti, Carlitos Berniger y Mario Bigatti abren (en la bajada al Regatas, dentro de la casa donde hoy vive Mirko Schlegel) El elefante blanco —un bar donde expenderán bebidas y picaditas, y habrá además música grabada y al vivo. El Hotel Edelweiss, casi frente a El elefante, coloca mesas circulares enormes de madera (creo que hechas a partir de gigantescos carreteles para enrollar cable industrial —una forma de proto-reciclaje ingeniada por la anfitriona y propietaria del hotel, la simpática señorita Marili Willi)—, y comienza a servir unos deliciosos tostados de lomito con ajíes morrones y queso derretido sobre un pan pebete, solamente superados por los que sirve Vega en la terraza del Club Regatas, que sofistica sus carlitos a dimensiones insospechadas. Casi en la esquina frente al Colegio San José, en el baldío contiguo a la casona de los padres de Mushinga Rodríguez, hay una parrilla “de campaña” donde asan los choripanes más dulces que he conocido – hallo nueces y pasas de uva entre la carne picada de puro cerdo. Hay una parrilla (cuyo nombre no recuerdo) al final de la bajada, frente al chalet de Uffelmann, que sirve las achuras más tiernas y crocantes del pueblo, y empanadas de carne de ternera cortada a cuchillo. La parrilla de Duero, en San Martín, no da abasto. No obstante, acabaremos la mayoría de las noches en el boliche de Juan Humberto de los Santos, porque su guitarra y su voz llaman a otros guitarreros y la cantoría no cesa. En algún instante de la madrugada, el mozo Garúa nos empezará a traer platos enormes de “costeleta con buevo frito pa’ todos”, ya que no le gusta complicarse con pedidos variados. Así nace en el pueblo una culinaria accesoria al tango y al folclore.

Es en este festival donde me abriré “intelectualmente” al mundo: conoceré los primeros periodistas nacionales de mi vida —José Treviño, Alejandro Vignati y tantos otros cuyos nombres la avara musa me niega. Sus historias y discusiones se desarrollan en la íntima cabina del Valiant I de papá, que manejo mientras ambulamos de un lado a otro por las calles del pueblo. Su conversación interesantísima llena las horas que paso con ellos también en los bares y restaurantes locales —y hasta en la recepción de su alojamiento: Vignati y Treviño se hospedan en el hotel de Braekeleer (¿es ésta la grafía?), junto a las vías ferroviarias, quien exhibe sus pinturas en los cuartos y en el hall de su establecimiento. Los dos periodistas comparan el estilo del hotelero al de los pintores Arshile Gorky y Oskar Kokoschka, y dicen que si consiguieran arrancar esas telas del hotel y llevarlas al Instituto Di Tella de la calle Florida, “causarían un desastre internacional”. Son ellos quienes inspirarán en parte el rumbo de mi destino (el ejemplo de su pasión curiosa e informativa me enviará en el futuro al Instituto Superior de Periodismo, me hará periodista, y contribuirá a solidificar mi vocación de escritor). En este festival y en los siguientes estableceré un cierto nivel de intimidad con gente de la talla del pintor Perez Célis —quien al final de su estadía en el pueblo donará a la Unidad Penal 11 una pintura abstracta llena de rojos y naranjas, titulada “Donde quema el horizonte”, que le inspirara el cielo de los crepúsculos baraderenses. Me sentaré en un par de oportunidades con su mujer e hijos a comer en el Club Social. Compartiremos el pan y el vino también con Luis Menú, de Los de Salta, y estableceré una relación bastante confortable con otros personajes tan singulares y extrañísimos como Juancito el Peregrino, cantor del conjunto de Raulito Barbosa, o Argentino Luna, un joven capaz de cantar y declamar, sin interrupción y de pie en el salón de Regatas, durante la tarde entera de un caluroso verano.

Será en este festival, en suma, donde las figuras bidimensionales de la televisión cobrarán realidad en tres dimensiones de carne y hueso para todos nosotros, la gente del pueblo —hasta entonces semi virgen de este tipo de experiencias. Estamos siendo transformados por una invasión artística y cultural: hay simposios donde analistas y críticos académicos elaboran sobre las raíces de aquello que llamamos música ciudadana, y donde también se discute nuestra mitología y drama campestres. Y es principalmente por medio de este primer festival —y de los que vendrán después— que aprenderemos todos a observar a nuestro pueblo “comparativamente”. Mirando nuestra ciudad a través de los ojos de esos músicos, artistas y periodistas llegados “de afuera” —que con su presencia y arte propician este encuentro, y por medio de la empatía que genera nuestra relación directa con la voz, la música y la poesía puramente argentinas— se establecerá en la óptica local una nueva perspectiva. Por la experiencia del “evento” total que significa este festival, redescubrimos el pueblo en toda su frescura, de una forma novísima, y de esta forma lo re-creamos.

La voces de Julio Marbiz y de Roberto González Rivero proveerán la locución para las cinco noches del Primer Festival de Música Popular Argentina, durante la primera semana de febrero de 1965. Será en la Plaza Colón —en las instalaciones de lo que era entonces la Cancha de Sportivo— con ingreso por la entrada al estadio que se localizara en aquel entonces en diagonal a la Escuela número 3, frente a la pizzería de Pocholo. Habrá dos enormes gradas descubiertas, un casi-precario andamiaje de aspecto industrial, hecho de caños de hierro y tablones de madera. Se instalará una platea de sillas sobre el césped, y otro espacio detrás de las sillas será dejado a campo abierto. Tendrá una capacidad suficiente para unas 12.000 personas, y asistirán un promedio de 5000 personas por jornada. Eduardo Falú abrirá el festival con La López Pereira, y en esas cinco veladas pasarán por ese escenario la orquesta de José Baso, el mencionado Raulito Barbosa, Jovita Díaz, Jorge Cafrune, Los Chalchaleros; y muchos otros cuyos nombres y rostros ya no consigo conjurar, o los imagino pertenecientes a un tiempo posterior a este. Porque en los festivales subsiguientes, todo el tango y el folclore argentino en algún momento u otro subirá al escenario de este local y al del futuro Anfiteatro Municipal José Hernández — hoy Pedro Carossi.

Este primer festival y los que lo continuarían no sólo nos propiciaron una dimensión nacional, sino que también nos permitieron formar parte de un fenómeno planetario. Por la experiencia de nuestra sensibilidad colectiva —con nuestras emociones a flor de piel “como pueblo” durante cada una de esas noches— nos hermanamos en nuestra humanidad al resto del orbe: lo que vive la gente de Austria oyendo la música de Mozart en un espacio abierto, digamos de Viena, no es diferente de lo que vivimos nosotros en esas noches de tango y folclore en nuestro Baradero. De este modo, el festival nos hace inter-nacionales y nos confiere una conciencia de carácter universal: tal vez el reciente Rally Dakar no se habría realizado jamás, si no nos hubiera educado previamente esa larga serie de festivales de dimensión creciente (el de 1967 dura nueve noches y participan ciento cinco artistas).

El génesis de ese Baradero, entonces, ocurre exactamente el 3 de febrero de 1965, cuando —con sus dedos en ristre como un director de orquesta, para marcarse a sí mismo el tempo cierto de sus palabras; firmemente plantado sobre el precario primer escenario festivalero—Julio Marbiz articula alto y claro en los micrófonos de la radio y ante las cámaras de la TV:

“¡Ba-ra-de-ro. Ciu-dad del En-cuen-tro!”

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Hugo Pezzini
New York City, 8 de febrero de 2015

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