A esta altura de los acontecimientos, he eliminado toda duda de que vivo una vida extraña.

Estoy empezando ya a preparar la valija y mi mochila y mientras tanto decido qué dejo aquí en París y qué me llevo a New York. Estas decisiones me apabullan. Una instancia concreta: siempre acabo comprando más libros usados de los que puedo poner en mi valija. Debido a las limitaciones de peso que imponen las líneas aéreas tengo que dejar aquí sin leer algunos títulos que me llenaron la boca de saliva cuando los descubrí (dos novelas más de Balzac, entre varios otros, por ejemplo). Bueh; esos dormirán en París hasta el año que viene. Ahora los libros que llevaré ya están sobre la mesa ratona. Me atareo en el ajetreo pre-viaje: he comenzado a hacer listas para no olvidar nada. Preparo mi salida y preparo mi llegada: envié varios emails arreglando citas, reuniones, consultas, y encuentros con amigos en New York. Siento que todo se va precipitando hacia ese momento de transición que nunca ha dejado de conmoverme.

Es sábado 24 de agosto al atardecer. Hace un rato pedaleaba de regreso el largo descenso desde las “alturas de Passy“en dirección a mi barrio de Parmentier-Oberkampft. Fui hasta el elegante Passy —en el cual habita una clase media parisina bastante “confortable”— en parte por el mero placer que me genera el hacer ese viaje. El recorrido es hermoso y también su destino: la Rue de Passy esta bordada de boutiques, hermosos restaurantes, refinados delicatessen, charcuteries y épiceries.

Passy está lejos de mi casa; me lleva más de una hora llegar. Es un barrio alto situado casi al borde mismo de una de las antiguas puertas de París, la Porte de La Muette. Tampoco está lejos del Bois de Boulogne (los bosques de París) ni del primer pueblo fuera de la ciudad, cuando uno va en esa dirección: el hermosísimo Neuilly-Sur-Seine. Voy a Passy bastante a menudo; aun así, ayer no podía explicarme de un modo más o menos racional la necesidad de llegarme una vez más hasta allá, si considerase que mis actividades parisinas desde ayer las he estado dedicando a las tareas inevitables previas al abandono de esta ciudad hasta el próximo año. Mi regreso a New York es imperativo e impostergable: dentro de dos semanas comienza el año lectivo en mi lugar de trabajo. Una vez más conoceré nuevos chicos y re-veré viejos rostros en New York University.

Vuelvo a mi día de ayer: la excusa que me invento para cubrir toda esa distancia ciclística es que allá en Passy existe una sucursal muy especial de la cadena de supermercados Monoprix donde encuentro cosas que no se venden en los súper de mi barrio.

Mientras los kilómetros de regreso transcurrían y yo cambiaba marchas y resoplaba, iba pensando en qué podría contarte a vos hoy; en el tema de esta columnas: trataba de imaginar de qué podríamos charlar —ese diálogo que constituimos entre vos y yo: el Mono Pezzini con sus palabras y vos con tu respuesta emocional y afectiva (o sea, con tu interés o la carencia del mismo en lo que te voy diciendo, ésto).

Ha llegado el sábado y no tengo la menor idea del tema en que consistirá nuestra charla hoy, de qué palabras estarán compuestos los párrafos que armarán esto que —por su formato original en los periódicos impresos tradicionales— se denomina ‘columna’. Pedaleo en mi bicicleta y entonces descubro que hasta este momento no he hallado el tiempo ni el estado de espíritu necesarios para pensar el texto que debo entregarte esta semana. Debo hacerlo semana a semana, pero a veces no consigo hacerlo. En este sábado me hallo ante esa disyuntiva. Si no logro poner una oración coherente a continuación de la anterior hasta formar esa columna, me veré ante la frustrante tarea de elegir algún relato anterior y ofrecértelo para la re-lectura o en el mejor de los casos para que lo leas ahora si no lo hiciste cuando se publicó por primera vez. Éste entonces es mi desafío. “Un soneto me manda hacer Violante/ que en mi vida me he visto en tal aprieto,” como nos decía Lope de Vega en las clases de castellano de la señora de Camarda.

 Ahora ya son ya las nueve y media de la noche de este sábado 24 de agosto. Creo el compromiso que siento de mantener viva esta conversación todos los domingos hace que comparta con vos estos pensamientos sin orden—que hasta de dirección aparentan carecer… y que en sí mismos constituyen una confesión de escritor, bien es cierto.

El viaje inminente, como entonces te confieso, me impide saltar hacia ese universo literario donde nos encontramos tan a menudo. Porque la realidad es que ‘el café’ dentro del cual vos y yo nos encontramos para decirnos lo que ese día tenemos que decirnos lo construye este texto, es este texto; son estos textos de cada domingo. En oposición a la creación de este artefacto que nos une —y que genera tensión (verás por qué las cursivas)— hoy puja la realidad de esta partida de París: el abandono de la ciudad me aferra a la tierra y a las necesidades imperiosas de otro viaje transátlantico. Las actividades que deben precederlo y la disposición espiritual a la que éstas me condicionan determinan este texto. Es eso lo que trato de describir con alguna esperanza de que me entiendas, porque mi emotividad ante la inminencia de mi regreso a Estados Unidos pugna por inmovilizarme como escritor, como lo harían los grillos a un prisionero.

Pienso mientras ando en bicicleta, como te decía; pienso mientras me deslizo entre el tráfico intenso al borde del Sena en este atardecer sabatino. Dicen que los zurdos son muy buenos para hacer multitasking, o sea, para realizar más de una actividad a un mismo tiempo. Cada vez que salgo a pedalear compruebo este truismo, porque es inevitable que mi mente divague sin detenerse mientras pasan los kilómetros, mientras escucho música a un volumen más alto que lo recomendable y sorteo los obstáculos que el tráfico y el trazado irregular de esta ciudad bimilenaria me presentan a medida que avanzo. Todo a un mismo tiempo. Diría que muchas de mis “grandes ideas” (jejejejejje) me vienen a la mente mientras estoy pedaleando con intenso esfuerzo.

En este sábado, ya en el camino de regreso desde Passy, estoy obligado a mantener un curso lo más “a plomo” posible—con la bici en posición vertical con respecto al asfalto, porque la cesta fijada a mi manubrio lleva una bolsa de feria de lona con todas las vituallas que compré en el Monoprix. Acá los supermercados no dan bolsas. Es una de esas abiertas arriba con dos manijas y  va llena hasta el tope, con los extremos de dos largas baguettes emergiendo como los tubos de una pieza de artillería antiaérea. Aun así, a pesar de todo mi cuidado tengo que detener mi marcha en medio de la bajada más larga porque un paquete de galletitas se me cae mientras transito el descenso por algunas cuadras re-desparejas del Boulevard Delessert, en pos de la Avenue Montaigne para alcanzar les Champs Elysées, donde puedo por fin acelerar de verdad. Los adoquines del boulevard Delessert —que desciende de forma mucho más abrupta que la bajada al puerto de Baradero— deben haber sido colocados hace más de un par de siglos, en consecuencia la superficie es súper irregular, por cierto. Y ahí es donde la vibración hace volar de la bolsa de la bolsa de feria al suelo mi paquete de galletitas —Galettes pur beurre bio Monoprix.

Pero, estos detalles no tienen importancia. Lo que pienso e intento trasmitirte es que esto de vivir por mera decisión personal (de pibe deslumbrado de pueblo chico) alternando entre dos ciudades míticas, me genera un conflicto emocional que se traduce, por ejemplo, en esos grillos atrapantes que me impiden ‘imaginar’ mi escritura, como te confieso. Por eso te dije al comienzo que vivo una vida extraña.

Pero al punto: digo que vivo entre dos ciudades ‘míticas’ porque por su historia y reputación, ambas están tal vez entre el puñado de aquellas sobre las que se ha construido una compleja y cautivante mitología —lo que separa a este grupo de todas las otras del resto del planeta. Nunca pierdo consciencia de que New York y Paris ocupan en la conciencia colectiva de la humanidad el espacio de los auténticos objetos de deseo. Y a mí, pibe deslumbrado por todo lo fascinante, no me queda otra que habitarlas. Tengo que andar por aquí y por allí, siempre suspirando.

Mientras preparaba el desayuno esta mañana oí por la radio France Culture a un habitante parisino que inmigró a París hace décadas (hoy, profesor de literatura en la Sorbonne). Decía que de todos los escritores franceses admiraba a Albert Camus porque “es el filósofo que mejor ha descripto la condición de extranjero”. Lo comprendí a la perfección. Era él. Comprenderás entonces cuán movilizador es para mí cada vez que llega el momento de abandonar a cualquiera de las dos ciudades. No te olvides que elegir siempre implica renunciar, y ¿cómo puede este pibe manejar sus sentimientos cada vez que de modo cíclico debe tener que renunciar a New York? y ¿cómo maneja la renuncia de París? Esto último es lo que me aguarda esta próxima semana.

Yo lo vivo de esta manera:

Para esta, mi columna de los domingos escribí hace un par de meses un texto en el que describo paso por paso, de modo macroscópico, mi viaje en dirección opuesta, desde New York a París. Es posible que lo hayas leído; se titulaba “El vuelo”. Ahora, mientras escribo éste que leerás mañana —“ahorita”  mismo, como dicen en Centroamérica— siento una contracción leve pero constante en la boca del estómago; esta sensación me es familiar y la reconozco de inmediato porque es un síntoma constante por medio del cual se manifiesta mi ansiedad cuando la causa un tipo muy específico de angustia: la angustia que precede a estos viajes periódicos que forman mi vida. . .  geográfica (no encuentro otro modo de nombrarla) de migrante. L’étranger.

La tensión ansiosa comienza más o menos una semana antes de mi partida; a veces aún antes o a veces algo después. Pero de modo inevitable a medida que se acerca el momento, vivo durante varios días este proceso creciente que precede todo viaje. Además, me descubro varias veces al día “hiperventilando”. Todo pura psico-somatía.

¿Cuáles son los métodos intuitivos —no siempre saludables— que adopto para lidiar con esa angustia de la partida? Porque ésta se presenta travestida en eso que la lingua vulgata llama “un nudo en el estómago”, sé que tengo dos opciones: mi primera tendencia es tratar de aplacar o acallar (sin éxito: lo sé a priori) la tensión (de la ansiedad [de la angustia]) ejerciendo mi derecho a la oralidad: comer, comer y comer: comer, beber y/o fumar; todo en exceso. Porque no soy marinero de primer viaje (como dicen en Brasil) ya sé cómo evitar este descontrol: uso la segunda opción (menos dañina); la hiperactividad. Elijo una actividad física y la ejerzo hasta el agotamiento. Aquí llego a otro punto: tal vez esa sea la verdadera razón de mi tarde de compras en las alturas de Passy. Me invento algo que lleve tiempo y demande esfuerzo. Que el viaje a Passy no era necesario cuando tengo tantas tareas que realizar antes de irme de Paris, es obvio: hay un supermercado a la vuelta de mi esquina. No obstante, elijo en cambio pedalear durante dos horas, una subiendo y una descendiendo, porque mi cuerpo trabaja la tensión de modo atlético.  

Igual, otras excusas para actividades físicas no me faltan  —y estas sí son verdaderas razones.  En realidad, me sobran y todo está relacionado, como verás.

 Durante la última semana de estadía en cualquiera de las dos ciudades que habito en alternancia, me dedico a preparar mi morada para abandonarla: dejarla lista para irme. Me apresto a cerrarla. Esta disposición me recuerda de inmediato aquellas novelas de los ‘grandes relatos’ de la literatura argentina modernista que se leían durante mi juventud en mi país: las familias tradicionales porteñas “cerraban la casa”, para partir hacia los veranos en el campo o en el mar. O —su viceversa— cerraban los solares veraniegos o sus estancias para el retorno a la capital.

Las distracciones de mi vida adulta habían borrado de mi mente esa característica cultural de la sociedad que describían mis lecturas de la juventud. Me trajeron de regreso esa memoria los rituales tradicionales de la familia patricia norteamericana de mi tercera esposa, Luitgard. La actividad cíclica de esa familia constituía la demostración práctica del trajín de cierre y apertura de todos los veranos. Poseía esta gente una isla en Massachusetts con varias mansiones donde las varias ramas de la extensa familia pasaban los meses del estío. Fue durante los años que perduró mi tercer matrimonio cuando por fin tuve la oportunidad de presenciar este ritual que narraban las novelas modernistas argentinas.

 Cerrábamos la casa de Cambridge y partíamos todos hacia la isla de Naushon. Desembarcábamos del enorme yate Cormorant y a continuación seguían un par de días iniciales —extraños para mí— durante los cuales se abrían las casas y poco a poco la isla iba cobrando vida. Durante el largo invierno ésta había sido tan sólo latente, ya que durante los meses fríos, la isla quedaba desierta. Solo la habitaban los empleados que estaban a cargo de la manutención, y nadie más. Todas las mansiones, cerradas. A medida que cada una de las familias llegaba, abría cada una de las casonas: se desempacaba, se llenaban las heladeras, despensas, bares, armarios, se retiraban los forros del mobiliario; exacto como en mis lecturas adolescentes. Quienes ocupaban las pocas edificaciones de la isla durante los veranos eran unas diez familias “nucleares”. La nuestra era compuesta de unas diez personas más los invitados; pero las otras “familias de la familia” eran igualmente numerosas. Los cristianos de la nueva Inglaterra marcan su estatus también por medio del tamaño de su prole; observá si no cuánta gente hay en aquellas fotos de la familia Kennedy, nuestros vecinos (ellos, en la isla Martha’s Vineyard), que aparecían en la revista Life durante la segunda mitad del siglo veinte. 

Durante mi infancia también había habido ese cierre y apertura de casas. Los febreros de mi familia en Mar del Plata eran también precedidos por los preparativos que ‘cerraban la casa’ de Baradero.  Recuerdo detalles que por lo singulares hoy hasta me parecen absurdos. Las alarmas operadas por mecanismos de relojería que papá activaba detrás de cada puerta, necesarias porque la Joyería Pezzini era parte integral de nuestra vivienda —estaba built-in dentro de la misma. Los diarios La Nación enrollados que mamá colocaba debajo de todas las puertas que daban hacia el patio, las terrazas, el balcón y la calle para que la casa no se inundase si algún diluvio cayese durante nuestra ausencia. El cartel que papá fijaba a la persiana de la joyería cuando ya estábamos todos en la vereda con el Chevrolet 51 en marcha calentando el motor junto al cordón y con las valijas en el baúl, todos listos para partir hacia la ruta:  “Cerrado por vacaciones hasta el 1ro. de marzo”.

Recapitulo entonces: Resuelvo la angustia que me causa la inminencia de la partida por medio del ejercicio de mi oralidad desenfrenada o entonces a través de una hiperactividad física que halla su justificación en el hecho de que “trabajo en el cierre de mi hogar’’.  

Me apresto para el regreso a cada una de mis moradas con el sentimiento primal que se esconde detrás y genera la mencionada ansiedad y su consiguiente expresión psicosomática: la tensión que crea un nudo en el estómago, tan ajustado que a veces lleva a que mi cuerpo se encorve hacia el frente. A veces tiene que pasar un tiempo indeterminado, hasta que de pronto “me pesque” en esta postura y la corrija. Todo esto es la expresión de mi tristeza ante el abandono: se acerca el vuelo desde París a New York, o viceversa.

Amo todas las ciudades que he elegido alguna vez para vivir y no puedo responder con claridad exacta la frecuente pregunta que me demanda elegir cuál de éstas me gusta más. La respuesta inmediata sería: Me gusta más la que estoy a punto de dejar, ya que nunca abandono cualquiera sin sentir que de algún modo estoy alejándome de una realidad que justificaba mi existencia, que le otorgaba carácter a mi persona, que reafirmaba mi identidad. Pero también por esa misma experiencia de mi vida itinerante sé que tan pronto aterrice en mi otra ciudad y “abra mi otro hogar”, todo será felicidad. La ansiedad y su causante, la angustia, se resolverán por sí solas una vez allá.

No obstante, una de las condiciones para que esto suceda del modo tal como lo acabo de describir, es llegar a una casa que me espere lista y en óptimas condiciones para ‘abrirla’ y comenzar mi vida de inmediato. Si la casa está un quilombo, el sólo entrar me deprimirá, ya que dejé la otra per-fec-ta.

Lo repito por última vez (estas repeticiones obsesivas son mi enfermedad profesional de docente, creo que ya te diste cuenta de esto): la próxima semana dejaré París, y es por eso que ya ando invadido con esa angustia de la partida y trabajo de modo febril para reorganizar a la perfección este hogar francés que estoy a punto de dejar: No puedo dejarlo de otro modo. Este dejar, en dos de las acepciones posibles del término: dejarlo por “abandonarlo” (lo dejo y me voy a New York) y dejarlo por “ponerlo o llevarlo a una cierta condición” (lo dejo per-fec-to). Porque pasé por estos mismos estados afectivos y emotivos antes de partir de New York, y los resolví por medio de mi hiperactividad organizadora, recuerdo de modo muy claro que también dejé mi buhardilla norteamericana en condición impecable.

Ésta me espera y es hacia allá que voy.

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París, sábado 24 de agosto de 2019

Ilustraciones:

1 Rue de Passy, en las alturas de Passy, París / 2. Luitgard, frente a la Casa de piedra (Stone House), Isla de Naushon, Cape Code, Massachusetts, Estados Unidos/ 3. Pont Alexandre III, París

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